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No escuches su canción de trueno
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lunes, enero 30, 2006

Dedicatoria - Capítulos 1 al 12


Dedicatoria

Dedico esta versión digital de mi novela a la memoria de Alfredo Novillo Negro Paiva, Roberto Riveiro, Miguel Thoddé y Rafito Cedeño. Todos ellos, fallecidos después de la publicación de la versión impresa, son personajes de esta novela, forman parte de mis recuerdos de juventud y también de la historia sentimental de este país.


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Intro




Durante los últimos años he sido cronista de sucesos de varios diarios de la capital. A mis manos suelen llegar denuncias e historias que reflejan la crueldad y también la profundidad humana de los héroes, antihéroes, matones a sueldo y ciudadanos desvalidos que pueblan esta especie de hormiguero en ebullición. Lo cual –quiero decirlo sin amargura ni poses moralistas– me ha dotado de cierto escudo contra las rabias que puede suscitar el prójimo a causa de los extremos limítrofes con la barbarie. Por una parte, víctimas de vejámenes y torturas; padres, hijos y hermanos de personas muertas o desaparecidas. Del otro lado, asesinos de uniforme o de civil, pederastas, médicos tan ineptos a la hora de una delicada intervención quirúrgica como intocables debido a sus contactos en el mundo político; funcionarios corruptos, estafadores varios. Vaya si los conozco. A todos puedo mirarlos a la cara sin asco. A todos los he recibido incluso con cordialidad, y con todos tengo la obligación de hablar. No hay nada postizo ni heroico en ello: para eso me pagan.
Pero siempre la vida nos tiene reservado un sobresalto, y el mío se presentó en mi oficina en el pellejo de este caballero, Gerardo Leiva. En un primer momento no se identificó: "No es importante quién soy sino a qué vengo", dijo, en un tono muy adecuado para un actor de películas de vaqueros. Aparentaba sus cincuenta y tantos, tal vez 60 años. Más tarde me enteré de que apenas llegaba a 45. Parecía, a primera vista, un indigente; a segunda y tercera vista ya no lo parecía: lo era. Hablaba con el idioma inconfundible de los que han pasado mucho tiempo en la mayor fábrica de metalenguajes, que es la cárcel. Impactaba hasta la compasión su carencia física –sobre la cual no quiero adelantar detalles– y olía como huelen los seres humanos y animales que han estado mucho tiempo a la intemperie. Dadas las características de mi trabajo, su estado no podía moverme sino a la ya acostumbrada pregunta: "Cuénteme, maestro, qué le hicieron esas ratas". El hombre me miró por dos segundos con una extrañeza llena de carcajadas ocultas, y después me dijo: "No, licenciado, la rata soy yo".
Acto seguido, sacó de una bolsa plástica un montón de papeles, los más sucios y arrugados que yo haya visto jamás fuera de la papelera de un baño público, y los colocó frente a mí en mi escritorio. Por el gesto que hizo después, por ese suspiro y esa exhalación que salpicó de saliva la mesa y los papeles, parecía que acababa de liberarse de una carga de siglos, o de cerrar una puerta muy pesada tras de sí. "A ver qué puede hacer con esa mierda", me dijo.
Me explicó que había leído por casualidad mi reportaje sobre el boxeo venezolano de los años 80, en la revista dominical del primero de marzo de 1998. Como todo un conocedor de la materia, me hizo observaciones, me señaló una fecha que no correspondía a la verdad histórica, y por último me indicó una falta mortal, merecedora de su reproche: "Usted no escribió ni una sola palabra sobre Santiago Leiva, El Trueno del Litoral". Era verdad. En medio del abigarrado recuento de estrellas, ídolos y mediocridades, olvidé dedicarle un elemental vistazo a ese peleador, de quien guardaba muchos recuerdos trágicos debido a cierto escándalo publicado en la prensa hacía muchos años, pero no los datos precisos sobre su carrera. Roberto Riveiro habría de proporcionarme más tarde el impresionante récord del pegador. Después de ello, ciertamente, lamenté no haberlo nombrado siquiera en el reportaje.
Tras mencionar y argumentar las razones del reproche, aquel visitante tuvo al fin la fineza de informarme que él era Gerardo, el hermano mayor de Santiago Leiva –he aquí el comienzo de mi largo sobresalto–, y que ese Frankenstein de papeles de todos los tamaños, llenado alternativamente con lápiz de grafito y de tinta, era, ni más ni menos, una carta. Una carta en la cual explicaba al rompe, sin cortapisas, qué demonios había ocurrido en realidad con Santiago Leiva, mientras los periódicos y policías lo hundían públicamente con sus propias y equivocadas conjeturas. Leiva me dio unas indicaciones. "Haga algo por mí, licenciado: lea eso y publíquelo. Si no puede o no le interesa hacerlo, lléveselo a mi hermano Carlos en esta dirección. Total, yo creo que él es el único a quien le puede interesar". Me dio la espalda, dejándome con la mano alzada en señal de despedida, y se marchó.
***
Devoré aquel sorprendente escrito en una sola sentada, desde la noche hasta el amanecer, como si se tratara de un manjar, a pesar de ciertos obstáculos a ratos insoportables como la caligrafía tortuosa, la retorcida construcción del lenguaje, la insistencia enfermiza en dos o tres ideas irrelevantes. También contribuían con el caos las manchas de grasa, los papeles rotos o mutilados, algún escupitajo que borraba las letras. Y, detrás de esa escenografía de espanto, una larga y brutal confesión, un testimonio furioso, cínico y apasionado, y algunas revelaciones sensacionales. Es lógico que debía haber exageraciones y deformaciones por kilos en aquellas 655 hojas sueltas, pero aparte del valor intrínseco del testimonio encontré allí disperso un valor extra: las huellas de una memoria superior. Salvo algunos datos y fechas que me propuse investigar para hacer una versión lo más fiel posible a la voz original y también a la verdad, la mayoría de los pormenores narrados en la carta son perfectamente verificables por medio de una simple revisión hemerográfica. Hay imprecisiones, sí, y algunas de ellas imposibles de enmendar, algo comprensible si se toma en cuenta que el autor no hizo su trabajo en la comodidad de un estudio o en un archivo, sino en la cárcel, y la última parte tal vez en mitad de la calle.
A pesar del aspecto de lodazal del manuscrito, era un auténtico diamante en bruto. Lo releí e hice un trabajo de reconstrucción que me llevó varios meses. Estaba lleno de saltos en el tiempo y de referencias sólo comprensibles para los conocedores del boxeo venezolano. Casi era un documento para especialistas, así que trabajé sobre él tratando de conservar su criterio de amarga demolición, pero colocando en su sitio elementos de orientación para consumo de los no iniciados. Después de redactar lógicamente las ideas y las anécdotas centrales, lo organicé en forma lineal, capítulo por capítulo. En resumen, la intención fue lograr que aquel texto salvaje pudiera soportar una más o menos cómoda lectura, pero siempre tratando de conservar el espíritu y los rasgos vitales –la personalidad, dirían algunos– del autor.
No me avergüenza confesar que pensé usar aquello como material periodístico destinado a dar un tubazo, una primicia que copara la atención de mucha gente; allí estaba, narrado por su testigo y actor principal, un relato que habría de derribar algunas verdades consideradas inconmovibles por mucho tiempo. Pero al culminar mi labor de arqueólogo, traductor e intérprete de aquellos gruñidos caligráficos, comenzaron mis decepciones.
En primer lugar, tras mucho cortar y depurar, el material reescrito sobrepasó las 200 cuartillas, lo cual lo hacía impublicable en la prensa. Luego vinieron los duros descubrimientos: nadie recordaba quién era Santiago Leiva, a nadie le importaba averiguar cuál había sido su trayectoria y, para englobarlo todo en una sola explicación, ni el boxeo ni sus protagonistas le interesaban ya a los habitantes de un mundo más pendiente de la tecnología que de los héroes. En el diario El Nacional los editores quisieron saber qué clase de primicia era esa: "Tienes una noticia sobre un marginal, un deportista anónimo, contada con veinte años de retraso. A ver, ¿qué público, qué segmento de la sociedad lee este diario, y qué se supone que entiendes tú por hecho noticioso?". Mi explicación no los convenció, ni les interesó. Me dijeron que, si acaso, ese material era bueno para escribir una novela, una ficción, pero nunca para presentarlo como noticia. Luego, en la revista, admitieron que, aunque la anécdota prometía, incluirla allí no era pertinente porque podía romper con el tono general y con el punto de vista de la publicación.
Una vez cerradas esas puertas, yo mismo comencé a encontrarle defectos al texto reelaborado, a sentir cierta rabia contra esos papeles, contra los Leiva y contra mi manía de encontrarle valor a cualquier bodrio desechable. Entonces me acordé del destinatario original de la carta: Carlos Leiva, el hermano del autor, y decidí ir a llevárselo para despojarme de responsabilidades.
***
Hay lugares donde, si uno quiere evitar abordajes incómodos e indeseables, sólo debe entrar si va acompañado por una mujer. Uno de esos lugares es una conocida peluquería ubicada en Sabana Grande, donde trabajaba Carlos Leiva. María Eugenia me sirvió de ángel protector, y también de intermediaria. Fue ella quien preguntó por el susodicho. Tras un relevo de voces que aullaban el muy puteril nombre de Gipsy, apareció una morena alta, con el pelo pintado de un color ceniza pálido y unas uñas que harían morir de envidia al águila harpía del Parque del Este. Miró de lejos, tan desconfiado como desconfiada, pero al ver que éramos dos seres indefensos se acercó, dijo que lo de Gipsy era nada más para los clientes y amigos íntimos y preguntó para qué podía sernos útil.
Bastó que escuchara el nombre de su hermano Gerardo para que volviera a su actitud de culebra acorralada y comenzara a decirle a todo que no, que no, que no le interesaba, que gracias por venir, que no se lo contaran, que prefería no escuchar. Le mostré el montón de papeles de Gerardo y casi se parte en vómitos. Le mostré los papeles limpios escritos por mí y dijo que lo mismo le daba. Entonces acudí al recuerdo de Santiago. Breve titubeo que le alteró el rubor, y después nueva andanada de negativas. No a todo, nada quería saber del pasado.
Salí del lugar con aquella vida ajena entre las manos y con una incomodidad creciente en el estómago. Que yo supiera, no había ningún Leiva entre mis seres queridos. Aquello me pasaba por curioso y por estúpido.
Se lo comenté al maestro Luis Agüero, un veterano periodista cubano y compañero de labores que padece de lo mismo que yo, a veces: una tendencia a darle especial importancia a los seres más intrascendentes. Le hice saber mi intención de destruir ambos manuscritos. Casi se me arroja encima para estrangularme, "Vaya, le roncan los motores a esa locura tuya", me dijo. Como se veía tan enamorado de aquel cadáver de papel se lo regalé, con el pretexto de que estaba dejándoselo en custodia mientras le inventaba un destino. En realidad era una forma de deshacerme de él, hasta que se extraviara en algún rincón de su casa o le diera cualquier utilidad.
Un día me anunciaron que Gerardo Leiva se encontraba en la recepción del periódico y quería hablarme. Le pregunté a Luis Agüero si tenía allí los papeles, y me dijo que sí. Le pedí que saliera a llevárselos a su dueño, y que mintiera sobre mi paradero: "Si pregunta por mí, yo me encuentro en Alaska disfrutando de las playas, y no regreso sino dentro de seis meses". Esto fue en noviembre de 1998.
El 16 de febrero de 1999 me llegó la noticia, en forma de reseña periodística mínima. Un ciudadano de nombre Gerardo Leiva había muerto por politraumatismos al ser embestido por un auto fantasma, en la autopista Francisco Fajardo. Las facciones del cadáver que llevaron a la morgue no dejaban lugar a dudas: era él, el indigente, el hermano de Santiago. Se lo conté a Luis Agüero. El se quedó un momento con la boca abierta, luego fue a su escritorio y sacó el viejo bulto de papeles, y mi reescritura del mismo: "Encárgate de tu huérfano ahora", me dijo. El maestro, sabio y previsivo, no se lo había entregado a Gerardo aquella vez, como le pedí. Sólo le contó lo del viaje a Alaska y lo animó para que volviera luego.
A esa rebelión secreta del amigo le debe el testimonio de Gerardo Leiva su sobrevivencia. Está firmado por mí, por varias razones. Una de ellas es que sólo yo sufrí la lectura del original, incluso más que su autor, quien creyó, con legítimo orgullo pero sin razón, haber escrito un documento de fácil lectura y digestión para el público. No nos engañemos con su pretendida carga confidencial. De haber querido escribir sólo una carta familiar, en lugar de llevársela a un periodista hubiera encontrado la forma de hacérsela llegar por cualquier medio a su hermano. En cuanto a Carlos Gipsy Leiva, ningún derecho sobre estas líneas puede reclamar quien, en lugar de atender a su pasado y a su sangre, sólo se preocupa por los tintes, las ropas de fiesta, el delineador y los tacones altos.
¿Soy un ladrón? ¿Es este texto que presento a continuación el producto final de un vil despojo? Gran alivio. Sé que no he robado a un indefenso sino a alguien que fue, además de ladrón –con lo cual me iguala– algo más, algo que nadie en los anales del crimen ha podido bautizar con una sola palabra. Pero le reconozco la autoría y el padecimiento vital de este relato, que es y pretende ser, por sobre todas las cosas –y a pesar de su ímpetu memorioso– un monumento al olvido.
JRD


Capítulo 1




Hermano Carlos:
Me conoces el alma y sabes de qué estoy hecho, cómo fabriqué mi hombría y a cuántos guerreros les puse la tierra y la cruz para poder remendar un futuro. Sabes cuántas veces necesité parpadear antes de cobrarme una ofensa o un desafío: una o dos veces como máximo. Conoces de memoria –bueno, yo espero que la memoria no te venga a fallar ahora, cuando más necesito que recuerdes los viejos tiempos para que entiendas los recientes– mi linda trayectoria de niño inquieto convertido en muchacho vagabundo, convertido en deportista admirado, convertido en criminal, convertido en pobre hombre sin esperanzas.
Pero esta última etapa de mi vida no la conoces lo suficientemente bien, y aquí es cuando cobra sentido, o quizá lo pierde, esta carta. Te doy el derecho de elaborar tus hipótesis sobre el estado de mi ánimo y de mi corazón, pero antes deberás leer estas largas líneas. Yo, que siempre consideré poco serio eso de escribir cartas –recurso de señoritas y liceístas despechados para dirigirse a los demás– he terminado por escribir ésta, con el fin de entregártela de cuerpo ausente, en secreto, sin ser visto por ti ni por nadie, como si al fin me hubiera arrepentido de haber causado todo el daño y todo el asco del que ustedes –los restos de nuestra familia, los viejos conocidos y hasta los millones de desconocidos que se han enterado de mi miseria por los periódicos– me culpan. Me gustaría satisfacerlos con un acto de contrición y una escena de telenovela, de esas tan sabrosas: un tipo se arroja de rodillas ante su hermano llorando como una viuda y clamando misericordia. Muy linda nos quedaría esa escena de perdón y lágrimas, ¿ah?
Pero al diablo con esa mierda, hermanazo, nada de eso va a ocurrir. Sucede que no me arrepiento de ninguno de los pasos dados en todos estos años, pues si revisamos los hechos desde más atrás parece que son ustedes quienes me deben buena parte de la felicidad y los triunfos destrozados. Pensarás entonces que soy yo quien espero que seas tú quien protagonice la escena de las lágrimas. En eso también te equivocas. La justicia me la he sabido cobrar con intereses, aunque este trozo de vida que arrastro parezca, y tal vez lo sea, el de un derrotado. Resumamos: a olvidarnos de las cuentas pendientes y de cómo pagarlas, ya yo los he borrado a ustedes de mi lista personal de deudores.
Ya me imagino lo que estás pensando: "Primero envidioso y criminal, ahora egoísta y cínico... ¿por qué coño se supone que debo escuchar su asquerosa versión de los hechos?". Pues hay varias malditas razones por las cuales debes escucharme, o más bien leerme. Una es que tú desapareciste de la casa mucho antes de comenzar la historia de intriga, suspenso y coñoemadreo que apareció en los periódicos, y por lo tanto la has escuchado sólo en la voz de unos tipos que apenas la conocen. Entonces admítelo: sólo yo puedo contártela paso a paso, con todos sus vericuetos, y es lo que pienso hacer enseguida.
¿Ya no te importa saber lo que ocurrió en realidad? ¿Crees que este asunto es mejor dejarlo muerto y sepultado? Ah, vamos: la segunda razón que tienes para leerme es que, después de revisar estas páginas, podrás ir en persona a buscar a Santiago, nuestro querido y desaparecido hermano Santiago. Sorpresa. Estoy dispuesto a revelarte dónde se encuentra ahora, después de tantos años. ¿No te seduce tanta gloria? Supongamos que, de verdad, poco te importe la suerte de tu hermanito. Pero, ¿cómo ves eso de anunciarle a los detectives, policías y periodistas del país que pueden ir metiéndose sus hipótesis por el culo, porque Santiago Leiva, El Trueno del Litoral, no está extraviado, ni deambulando a la intemperie por las calles de una ciudad remota, ni sepultado varios metros bajo tierra, como tantos analistas de papel creyeron durante todo este tiempo?
Ahora, ¿cómo se entiende que yo le entregue la oportunidad de brillar con la verdad al hermano menos parecido a mí, al ser que ha tenido menos motivos para odiarme pero de hecho me odia con más fuerzas? No hay respuesta. Al fin y al cabo, repito, esta carta no es una petición de piedad, comprensión o ayuda, sino sólo el desahogo, la cloaca por donde quiero dejar escapar las ganas de hacer un importante recuento: de cómo nuestro hermano menor, el Santiago, fue a parar adonde se encuentra ahora, y de cómo fue que yo me involucré hasta las cejas en su destino. ¿Interesante? Sí, interesante. Lo dicho: te conviene oír al maldito, pues es el único en condiciones de hacerte el relato verdadero de nuestra desgracia.


Pero primero quiero darle trabajo a la lengua. Lengua y salivita, mi hermano. Viajar hacia atrás hace falta para revisar las raíces, y éstas que te presento ahora son las mías, o por lo menos las de esta historia. Comencemos por recordar cómo era la vida, cómo éramos nosotros hace sus buenos veinte, veinticinco años, o un poco más.
Yo era el orgullo del viejo Santos. Mamá Micaela nunca nos dijo si este viejo era tu padre, el mío o el de Santiago, pero lo cierto es que aquel hombre con quien vivíamos en 1974 fue quien estuvo más tiempo con nosotros en plan de papá. Era un fanático enloquecido del boxeo, tanto, que mamá Micaela se preguntaba si se había quedado con ella porque la amaba, porque hacían una hermosa pareja o porque ella tenía un hijo boxeador.
En efecto, yo estaba en mi etapa final como peleador aficionado y acariciando la decisión de hacerme profesional, pues mis 130 combates eran un buen aval para intentarlo con éxito a pesar de mis 21 años. A esa edad ya muchos profesionales tienen su buen tramo recorrido, pero yo me veía fuerte y capaz y ese era uno de los temas a analizar. Lo otro era que debía escoger entre seguir dando tumbos en el liceo y empezar una carrera difícil como la de boxeador. Era para pensarlo, para discutirlo. En esos días cursaba estudios de bachillerato y mi rendimiento sorprendía a todo el mundo, pues era inexplicable ver como un vago, un aspirante a truhán que apenas se tomaba la molestia de darle un vistazo a los libros, sacaba las mejores notas del curso. La parte mala del prodigio venía después de salir de clases, pero mientras estaba adentro la mente se mantenía funcionando y se esforzaba por tomar aquello en serio.
Dos cosas nos hacían dudar de los beneficios de continuar estudiando. Una era que la situación no estaba muy bien en la casa y nadie se hace rico a fuerza de estudiar. La otra era que eso de ganarse la vida a trompadas, a pesar de ser una actividad que Micaela se empeñó en catalogar como peligrosa, en esa época daba prestigio y, con suerte y un buen manejador, mucho dinero. Betulio González era famoso y estaba en la cúspide, cualquier paisano sabía quién era Alfredo Marcano y todavía se hablaba con admiración y cariño del Morocho Hernández, de Rondón. Y en todo el mundo el nombre de Muhammad Alí resonaba como un anuncio tremendo. El era el show y movía mucho dinero; con Alí, el pugilismo empezó a convertirse en un negocio grande, así que quien tuviera garra y condiciones hacía bien en meter las narices en el ambiente de las sogas.
Mamá tenía sus dudas porque había visto a más de un peleador fulminado y convulso o cubierto en su propia sangre en las peleas que transmitían por televisión. Pero en esa época el desastre familiar no había llegado con toda su fuerza y la vieja todavía podía permitirse el lujo de escoger entre los centavos para la comida o la integridad física de su hijo. Quien tomó la decisión final fue Santos: en diez minutos de disertación el viejo desbarató a mansalva las dudas de mamá Micaela y también las mías, nos pintó con colores y palomas el futuro y unos días después estaba yo llenando una planilla de solicitud ante la Comisión de Boxeo. Tras un par de diligencias encontré un apoderado y poco más tarde se me avisó que mi debut iba a producirse en febrero de 1974.
Por esos días debí tomar en serio el rumbo de mi vida, y comencé por eliminar las distracciones más fuertes: abandoné el liceo y su gloria mezquina, no llegué a terminar el tercer año de bachillerato. También debí disminuir el ritmo de mis desmanes en el barrio donde vivíamos, allá en La Guaira, donde ya los vecinos me tenían un poco de miedo porque mi ocupación favorita de adolescente, cuando estaba fuera del ring y de las aulas, era convertir las más estúpidas discusiones en masacres con diez o quince heridos; las fiestas, en cacerías de muchachas que terminaban con mil tipos celosos, diez o veinte virgos menos que proteger y dos o tres hogares destruidos por adulterio; y las jornadas de pesca, en borracheras colectivas después de las cuales no eran extraños los enfrentamientos con los policías cuando pretendían detenernos por desaforados y bulliciosos. Mis pocos amigos de confianza se convirtieron en un ejército de lacras que le fueron cogiendo el gusto a los robos, más tarde a los atracos a mano armada y poco a poco a las violaciones. Algunos de ellos no pudieron apartarse jamás de ese camino, pero yo, ayudado por el entusiasmo de Santos y su cuento de la fama y los billetes, decidí darme un largo receso para reconciliarme con el gimnasio y asumir a conciencia mi papel de boxeador: adiós libros, adiós festines callejeros. Eran tan notables mis condiciones que, apenas un mes después de la última borrachera de anís, estaba ya en mi categoría, el peso Pluma –57 kilos– y en forma para saltar al ring como peleador profesional.
Quizá recuerdes aquella noche de mi combate de estreno, en el Nuevo Circo. El viejo Santos, Micaela y tú estaban allí cerca, en el ring side. Todo salió perfecto porque mi rival de esa noche fue un payaso a quien le fracturé la mandíbula en el primer intercambio de golpes y no salió a pelear para el segundo round. Mi pegada y mi estilo impresionaron a los comentaristas y esa misma noche firmé para pelear dos semanas después. Además, el dinero que me pagaron sirvió para resolver algunas urgencias en la casa. Demasiado perfecto para una familia de pobres pelabolas como nosotros.
La vieja Micaela estaba contenta, y Santos ni se diga, pero a ella el ambiente y la tensión le parecieron insoportables y no volvió a ir a ninguna de mis peleas, que fueron cinco más. El, en cambio, no se perdió ninguna, y se exaltaba tanto al presenciarlas que los policías siempre se ubicaban muy cerca y pendientes de él, porque a aquel frenético del carajo se le notaban demasiado las ganas de subirse al cuadrilátero para ayudarme a rematar a mi rival. Estaba borracho de alegría, y cuando llegué a cuatro victorias sin derrotas, con dos nocauts a favor, le dieron unas fiebres de fantasía que lo hacían hablar de peleas contra colosos de la talla del Púas Olivares, Ernesto Ñato Marcel o Danny Coloradito López, los mejores peleadores del planeta en el peso Pluma, en el que yo militaba. Nadie se explicaba, por otra parte, cómo era que en una lista donde figuraban tantas estrellas se hubiera metido un venezolano con buena pegada pero bastante gris como Leonel Hernández. Mi entrenador y mis manejadores comenzaron meses después a buscar un combate contra este Leonel para procurarme un puesto entre los primeros del mundo. Los esfuerzos dieron sus frutos: los manejadores de Leonel se interesaron en la pelea y hasta se habló de montar el combate en Catia La Mar, en el término de dos meses.
Cuando el anuncio de la pelea apareció en el periódico del litoral el fanatismo de Santos terminó por contagiársele a todo el barrio, a la gente le empezaron a parecer ya no crueles sino más bien graciosas las maldades que yo hacía y de repente Gerardo Leiva se convirtió en el ídolo popular, el joven inquieto que –¡bueno, en fin, la juventud!– quizá no era tan sano pero al cual se le podían perdonar algunos excesos porque iba a pelear contra Leonel Hernández –nada más y nada menos– y eso significaba que tenía un brillante futuro. Sí, era imposible dejar de admirarlo, aunque mientras tanto, mientras llegaba ese brillante futuro, seguía armando escándalos en esta y otra fiesta, prolongaba hasta las calles su oficio de tiracoñazos profesional y de paso se cogía a cuanta hembra de doce años para arriba comenzaba a dejarse ver en esas playas.
Santiago y tú, contentos también pero un poco lejos del sabor verdadero de mis triunfos –tú tenías 17 años y ya se te notaba un tumbao extraño al hablar, Santiago tenía 14 y su cerebro no llegaba a cinco–, apenas participaban en las celebraciones. Una vez te preguntaron si querías ser boxeador como yo y tú respondiste que no porque ese era un deporte muy violento. Entonces comenzó a sospecharse por primera vez que eras maricón, y por esa y otras razones incómodas te fuiste del barrio para siempre, ¿me equivoco?
Por su parte, Santiago decía que sí iba a seguirme los pasos, no sé si para evitar que las sospechas de mariconería lo alcanzaran a él también o por su facilidad para entusiasmarse con todos los oficios conocidos, aunque después quedaba demostrado que no servía para ninguno.
No sé si recuerdas su primer día como ayudante en un taller mecánico, cuando dejó caer un envase de gasolina encima de unos cables y estuvo a punto de incendiar toda la cuadra. Y aquella vez que fue a probar suerte en una fábrica de muebles y estropeó 120 kilos de madera de pino tratando de hacer las perforaciones en el lugar correcto. Y la pelea con el dueño de la cafetería en la que le dieron empleo: el hombre le reclamó muy seguido algo sobre un dinero mal contado, Santiago tuvo un arranque de mal humor y dejó al tipo encerrado hasta la noche en una cava refrigeradora. Y aquel anuncio solemne de su ingreso a las filas del ejército: hizo llorar de lo lindo a la vieja Micaela con su larga y cruel despedida, para luego aparecer de regreso al día siguiente explicando que lo habían rechazado por tener los pies planos. Y su expulsión de la escuela por sucio, grosero y desconsiderado, porque en una clase de Lengua y Literatura la maestra le puso como asignación una composición poética, y él le llevó un estribillo incluido en un cassette de chistes colombianos que le gustaba mucho:
Tengo un gargajo en la boca
tengo un moco en la nariz
un litro de leche en la pinga
y en el culo una lombriz
Y todo esto sin contar las veces que había demostrado ser nulo, incapaz y cobarde para los asuntos de hombres, para la sangre, el puñal y el carajazo, incapacidad que terminó siendo su perdición, y también la mía. Todo lo cual nos trae al punto más amargo, y acá es cuando se me cansa el hígado de tanto forzar el tono de abuelo narrador de leyendas. Pero como se trata justamente de revisar todos estos recuerdos importantes para no perder la brújula del ahora, llegó el momento de hablar de Mario, aquel borracho infeliz. Creo estar acostumbrado a echar a la basura del olvido a los muertos, pero por estos días el Mario se ha empeñado en volver a atormentarme, sobre todo en las noches más solas de esta temprana vejez.
Ocurrió una semana antes del que iba a ser mi combate profesional número siete, el más importante de mi corta pero exitosa carrera, el muy esperado duelo contra el vulnerable aunque famoso –famoso aunque vulnerable– Leonel Hernández. Ya todo estaba estudiado, toda la estrategia estaba en su punto: el desplazamiento hacia la derecha para evitar su peligroso gancho, la forma como debía buscar el combate desde la media distancia para mantenerme lejos de su alcance y castigarlo con el upper. Y hasta la celebración, Carlos, hasta la celebración: las cajas de cerveza, la cazuela de mariscos, res y gallina, el rumbón al aire libre y los cohetes de mi victoria estaban ya estudiados y planificados.
Aquel Mario era un sujeto que a la cuarta cerveza se iba por todo el barrio a joderle la paciencia a los demás, molestaba en todas partes pero con la molestia inofensiva del pobre tipo a quien sólo se le da un empujón y se le manda a dormir. Una mala noche se le ocurrió instalarse a cantar frente a la casa, a todo grito: "Ayayay, Micaela se botó", con la letra y música de un conocido bugalú, y ponía énfasis en el nombre de Micaela para sacarnos la madre y hacer reír a todo el barrio con su mariquera. Cuando yo llegué y escuché el escándalo del hombre y las risas de toda la gente de la zona, le grité algo desde la puerta y le lancé una botella que le cayó cerca, nada más para espantarlo. El hombre se quedó mudo un rato pero después comenzó otra vez: "Y cuando yo bailo con ella, atrás me dejó. Ayayay, Micaela se botó". Le pedí a Santiago que saliera a callarlo, que fuera hasta allá y le diera unas cachetadas para ahorrarme el trabajo de tener que hacerlo yo mismo, pero el hombre lo recibió con insultos y redobló la jodedera en contra de mamá Micaela.
–Quiero cantarle esta serenata y esta noche la saco a pasear.
Santiago se quedó callado frente al Mario y éste empezó a gritar con más fuerza. Esperé unos segundos para ver si Santiago por fin reaccionaba, pero este pedazo de cabrón dio la espalda y se devolvió para la casa sin cobrarse el honor mancillado. Entonces se me metió el demonio en el cuerpo, salí a la calle y me dispuse a cerrarle la boca al maldito borracho por las malas; como al niño Santiago le faltaba carácter para resolver las situaciones incómodas tuve que resolver yo aquella a cuenta de varón ofendido. Poca gente en aquel arrabal había visto u oído en su vida una pistola como no fuera en las películas de vaqueros, pero esa noche veinte o treinta testigos tuvieron ocasión de ver una de verdad rugiendo dos, tres, cuatro veces frente a la cabeza del viejo Mario, y tuvieron ocasión también de cobrarme todas mis faltas anteriores echándome encima a la policía y a la judicial cuando fueron a recoger el cadáver.
Dos años estuve encerrado en la cárcel Modelo por culpa de la pobreza de ánimo del Santiago. Desde entonces se acabaron los sueños de combatir con el Púas Olivares, o con el Coloradito, o con Eder Jofre, y ni siquiera con el saltimbanqui de Leonel Hernández. Ahora los rivales a liquidar, y sin público, televisión ni honorarios, fueron bichos como El Quemao, Olegario, El Caliche, Mierda Seca, una banda de perros sin fama ni corona en este mundo pero con un cartel de maravilla en eso de preparar y traficar cuchillos, chuzos y espadones, violar muchachos indefensos, sacarle las tripas al prójimo y al enemigo por igual y dejarse hacer cosas indignas por un tabaco de marihuana. En esa categoría me tocó defender mi prestigio de gladiador, y el título que conseguí fue la sobrevivencia en el basurero más repugnante del planeta.
Mientras yo estaba en la prisión comenzó contra la familia una guerra fría que ni tú, ni el viejo Santos, ni mamá Micaela, ni Santiago estaban en condiciones de soportar. Después de unos cuantos ataques a pedradas, varias pintas escritas en las paredes –"Ayayay, Micaela: prepárate"– y un par de consejos de la gente que todavía apreciaba a la vieja, decidieron vender el rancho y salir del barrio, lo cual hubiera resultado una buena decisión si en lugar de mudarse a un lugar más decente no hubieran escogido ese otro cerro miserable en Catia La Mar, adonde no tardó en llegar la noticia de lo mal muchacho que yo era y, por supuesto, de la urgente necesidad que había de liquidarme para no darle mala nota a un lugar tan distinguido como ése.
Cuando salí de la cárcel, favorecido por las diligencias de mi entrenador y las autoridades deportivas, y me tocó llevarme por el medio a los siguientes buscadores de pleitos, comencé a criar un prestigio de los peores ya no en la familia, sino también en una zona donde el más idiota tenía tres muertos y cinco violaciones, sin contar los atracos y los carros desvalijados. El lugar estaba tan lleno de lacras y la vida en la casa se estaba retorciendo de una manera tan rápida que el viejo Santos prefería no quedarse allí por las noches, sobre todo cuando tenía que regresar tarde de su trabajo en el puerto. Aquella era entonces una familia arrinconada, con una vergüenza que se le notaba a veinte cuadras, y esto me movió a tratar de enderezar el rumbo y recuperarme de los largos meses de encierro.
Volví, al principio un poco tibiamente, al gimnasio de La Guaira. Problemas de peso no tenía porque en la prisión el menú era a base de unas zambumbias repulsivas que enfermaban del estómago hasta a los ratones, y que sin embargo eran preferibles a la comida hecha con cariño pero sin ninguna habilidad por mi vieja Micaela. El resultado estaba a la vista: bajé de 57 a 51 kilos, una enormidad para un atleta sin grasa en el cuerpo.
En pocas semanas ya entrenaba con la concentración de antes, recobré poco a poco mi peso y el tono muscular, pero cuando se hizo pública mi intención de regresar al ring algún envidioso removió el caso de Mario, y la poca gente dispuesta a ayudarme, comenzando por el entrenador Jacinto Vergara, decidió darme la espalda para no mancharse las manos con semejante pupilo. Así, cuando no hubo ni siquiera quien me entrenara, ni representara, ni manejara mi carrera, decidí olvidarme del boxeo, cuando todavía no cumplía los 25 años.
A Santos le dio un ataque de desilusión. Primero dejó de hablarme, y después, como para confirmar la teoría acerca del motivo de su permanencia junto a Micaela, desapareció un día del rancho y no regresó jamás a vivir con nosotros. Se le había terminado la luna de miel y el espejismo del parentesco con un campeón mundial de boxeo. El viejo lo pensó bien, se dio cuenta de lo mal negocio que era seguir compartiendo su sueldo con un poco de parásitos y prefirió irse a la mierda. Nunca se lo comenté a nadie y menos en aquellos momentos, pero la partida de mi más entusiasta admirador tuvo su sabor a mutilación.
Santos tenía otras razones para odiarme, además de mi divorcio del pugilismo, y era mi incapacidad para regenerarme y convertirme en un caballero inmaculado, que supongo era lo que se esperaba de mí. En poco tiempo volví a mis tiempos de pandillero y de jodedor y el barrio comenzó a conocerme las facetas más perversas, ya no me interesaba sino hacerme respetar e inspirar terror en las calles y lo intenté con la misma energía que había puesto años antes en prolongar mi condición de peleador invicto, y en erigirme como figura ascendente entre los mejores pesos Pluma del país.
Mientras tanto, al Santiago lo animaron para que probara suerte en el gimnasio y en algunos programas como peleador aficionado, así como había probado antes en los estudios, la carpintería, el taller, la fuente de soda y el ejército, y yo ni siquiera me ocupé de estimularlo ni de darle pistas porque, según lo que había visto en dos peleas suyas, en el boxeo iba a irle tan mal como en los otros oficios, así se metiera en el cerebro un barco lleno de instrucciones. Pocas veces había visto yo pasar tanto trabajo a un hombre como el que Santiago pasaba cuando se montaba en el ensogado, peleando al mismo tiempo contra su miedo y contra el empuje de sus rivales; aquello daba un poco de lástima. Su forma de caminar en el ring era algo así como una mezcla de Charles Chaplin con Celia Cruz. Al lanzar los golpes –los pocos que lograba lanzar en la pelea– pegaba o intentaba pegar con la palma de la mano en vez de hacerlo con los nudillos, como si en lugar de guantes de boxeo tuviera puestos un par de zapatos en las manos.
Terminó derrotado, por supuesto, esas dos veces que lo vi en acción. Lógico. Si tú acudes a un combate a recibir golpes de todo tipo, sin ensayar una defensa más o menos exitosa, y lo único que te mantiene de pie es la esperanza de que el otro se va a atravesar un día en la trayectoria de tus puños y a dejarse conectar en la mandíbula, lo más seguro es que te canses de perseguir al hombre o que el árbitro detenga la masacre, te despida con una palmada en el hombro y te recomiende irte a dormir a tu casa. Eso era lo que Santiago entendía por boxeo: hacer unos desplantes, lanzar un par de manotones aquí y allá, aguantar el vendaval de carajazos del contrario de turno y esperar la salvación de la última campana. Un desperfecto así en un chimpancé a quien la vida le dio la oportunidad de crecer en una zona llena de guerreros, ya no tenía remedio.
En cuanto a ti, habías conseguido trabajo o cupo para estudiar en Caracas y apenas se te veía la cara una o dos veces por semana. Yo me gané un nuevo carcelazo en el 79, debido a otro asesinato que no cometí pero que de todas formas me atribuyeron. Esto terminó de hundirme como hombre –pensaron ustedes, y yo me lo creí por mucho tiempo–, porque fue otro año y medio de rabia, de soledad y de infamia. De nuevo me tocó lidiar contra delincuentes furiosos y contra los hábitos de bestia que adquirí, como ese de dormir de día y permanecer despierto en las noches para no quedar desarmado ante el enemigo. Y como ese otro, más difícil de sobrellevar, de alimentarme con la comida de la vieja Micaela y agradecérselo con una sonrisa, no fuera a pensar que le estaba despreciando el gesto de bajar todos los domingos al infierno nada más para llevarme de comer.
En esta segunda temporada entre rejas me tocó conocer el sabor de la derrota por primera vez en mi trayectoria de hombre de combate. Una madrugada, viejos rivales entraron en nuestro pabellón en plan de guerra y la sangre comenzó a correr como nunca. Mientras yo buscaba un arma para repeler la agresión alcancé a ver, ayudado por un rayo de luz fría de la calle, la cabeza de un compañero de celda que rodaba por el piso, separada del tronco. En medio del vaporón causé estragos en el cuerpo de dos enemigos, pero un hierro lleno de filos, óxido y orines se me hundió en un brazo con la misma facilidad con que se hubiera hundido en una barra de mantequilla. La pelea terminó después de media hora. Los muertos fueron arrojados en tres cavas y los heridos fuimos llevados a la enfermería para ser atendidos a patadas, como se atiende a los animales.
A los pocos días la podredumbre de la carne me llegó hasta el hueso porque los guardias ordenaron que sólo me lavaran y me colocaran una venda, y se negaron a llevarme al hospital. El resultado fue una amputación de emergencia, la cual me dejó de recuerdo este trozo de material ex humano que me cuelga donde debería estar el brazo izquierdo. De vez en cuando, sobre todo al intentar una proeza como amarrarme los zapatos o subirme a un autobús con una bolsa en la mano, pienso en el Gerardo Leiva boxeador, en aquel prospecto con futuro del año 74, como en un viejo cadáver que ya no vale la pena ni siquiera extrañar.
Apenas salí de la cárcel y llegué al rancho me encontré con una noticia que necesité masticar varias veces para poderla procesar: el Santiago tenía unas ofertas firmes para dar el salto al boxeo profesional y estaba a punto de firmar un contrato nada despreciable. El anuncio me produjo una risa que Micaela interpretó como un gesto de alegría y por lo tanto no me costó mucho alargarla durante un rato, pero después sentí algo que me cayó como un bloque lanzado desde el último piso en forma de brutal sorpresa. A mí, que ya pocas cosas me podían sorprender a esas alturas de la cochina vida.


Quince peleas. Quince peleas apenas y ya se sentía en condiciones de convertirse en boxeador profesional. Y lo más increíble: había un promotor, o para ser más específico, el promotor de boxeo más importante del país en ese momento, interesado en que ingresara a sus filas de inmediato, porque necesitaba poner en actividad a varios peleadores de las categorías intermedias, esto es, en Super Gallo, Pluma, Ligero Júnior, Ligero. Santiago andaba por los 55 kilogramos de peso, así que era un Super Gallo natural. Era el mes de agosto de 1980.
Mi primer impulso fue discutirlo con él, intentar algo en contra de su razonamiento paleolítico. Le dije con toda franqueza que si en el pugilismo aficionado lo vapuleaban y lo devolvían al rancho convertido en una escoba de hospital, en el profesional la emoción apenas le iba a durar para escuchar la primera campana. Pero el trabajo de seducción de la empresa llevaba varias semanas y ya lo habían convencido de dejar de pelear por puro deporte y por medallas. En realidad no se había ganado ninguna medalla, pero en la albóndiga que tenía por cerebro se veía muy nítida la idea de que era suficiente con sus quince lamentables apariciones públicas, de modo que ya estaba por estampar en los papeles de ley el plumazo necesario para ponerlo a ganarse unos centavos dando y recibiendo –sobre todo recibiendo– coñazos.
En opinión de mamá Micaela era mejor dejarlo probar, y los argumentos tenían su peso, sin ninguna duda. En la casa –he estado diciendo la casa, ya sabes, esa manía de ponerle nombres decentes hasta a lo más siniestro– se vivía de milagro, de la compasión de los automovilistas a quienes Santiago y Micaela abordaban en las colas de la avenida principal de La Guaira para venderles cigarrillos y golosinas, y de los ridículos centavos que tú enviabas cada siglo, cuando recordabas que tenías un aborto de familia desintegrándose en un rancho –¡una casa!– de Catia La Mar.
Yo creo que ella adivinó o sintió algo extraño en mis esfuerzos por hacer que Santiago rechazara la propuesta, porque una vez me dijo, sin que se lo preguntara, que yo le había dejado algo importante a mi hermano menor y era el ejemplo como boxeador y como hombre de cojones, ese talento para no dejarme doblegar jamás ante las dificultades. Estuve a punto de decirle que eso él no lo había aprendido ni iba a aprenderlo nunca porque era un maldito cobarde, pero me contuve porque la vieja se veía de verdad muy contenta por la oferta del empresario, y además porque capté algo muy claro en el tono de sus palabras: al abordarme para decirme todo aquello, Micaela sólo quería en realidad consolar a su pobre Gerardo, el ex buen estudiante y ex boxeador convertido en viejo prematuro, al inútil que alguna vez pudo ser alguien pero ahora, después de todos los carajazos de la vida, no tenía ni aguante para soportar una gripe, ni ánimo para enfrascarse en proyectos a futuro, ni moral para darle consejos o presentarle opciones de vida a nadie.
En cuanto a mi muy valioso y trascendental aporte para ayudar a sostener la casa, de las destrezas y habilidades adquiridas como oficio tampoco podía esperarse mucho: hasta para poner en práctica lo aprendido durante el curso intensivo de asesino hacía falta un poco de energía o de fe, y esos ingredientes hacía rato se me habían escurrido entre las manos rumbo a la letrina.


Un día, a finales de 1980, aparecieron en el rancho dos personajes que, luego de un saludo aristocrático o inglés, se dispusieron a representar un cuadro impresionante, vestidos con paltó, corbata y zapatos finos, plantados en medio de una sala que destilaba grasa, moscas y nidos de araña que daba gusto, y en medio del calor diabólico de las dos de la tarde. Trabajaban con la empresa de Rafito Cardona y querían concretar de una buena vez lo del contrato de Santiago. Apenas se presentó el muchacho ante ellos, aquellos hombres comenzaron a hablarle con mucha cortesía, y lentamente, haciendo muchos ademanes, como si entendieran –para entenderlo bastaba con verle la cara– con qué clase de mono iban a tratar.
Le hablaron de las ventajas de ser boxeador profesional en un momento como ése: el viejo promotor montaba entonces un programa semanal y la televisión lo transmitía sin falta, los sábados a las ocho y media de la noche. Tenía inversionistas, tenía un rebaño de peleadores en todos los pesos y muchas ganas de llevarlos a viajar por el mundo, de ponerlos a disputar campeonatos mundiales. Dijeron haber visto los últimos combates de Santiago, le habían notado cierta garra de campeón, "Y es un asco desperdiciarla en peleítas de aficionados". Esto me pareció un gesto en el límite superior de la hipocresía.
–Fíjate tú –le dijo uno– ese cabrón de pared llamado Pantoño Oronó. Uno le nombra a su pueblo o le pregunta por su mamá y se pone a llorar. Pero Rafito movió sus influencias para hacerle la vida más fácil. Como este flaco era muy grande para ser peso Mosca y muy desnutrido para ser peso Gallo, le inventó una categoría intermedia –la Super Mosca– con la ayuda de su amigo, el presidente de la Asociación Mundial de Boxeo, y pudo convertirlo en campeón mundial. Entonces cómo no vas a llegar lejos tú, que tienes fuerza, que tienes personalidad y que tienes un camión en cada mano.
Semejante discurso no podía quedarse sin florecer cuando llegó a las diez o veinte neuronas del más joven y más bruto de los Leiva, así que Santiago se levantó de la silla y empezó a preguntar "A quién hay que arrancarle la cabeza, dónde están los guantes, dónde hay que firmar, dónde está el adelanto de mi primera pelea, cuándo voy a estar en la televisión", lo cual le activó la lengua al otro sujeto. Dijo que había algunas trabas legales que resolver, pues según la Comisión de Boxeo para saltar al profesionalismo era preciso haber representado al país en competencias internacionales, o por lo menos haber realizado 80 combates en aficionado a nivel nacional, y por lo tanto las quince peleas de Santiago no alcanzaban ni para la cuota inicial del profesionalismo. "Pero hay ciertos mecanismos legales –recomenzó el hombre– que pueden aprovecharse, y para ello es necesaria la autorización del peleador y la de alguien capaz de representarlo en caso de", y ahí es cuando entra la vieja Micaela en escena para estampar su huella digital –su firma– con todo y su toque de cebolla y crema de verduras –el almuerzo de ese día– en un documento que no leyó, en primer lugar porque no sabía leer, pero que de todas formas no hubiera leído pues de lo que se trataba era de finiquitar un negocio consistente en recibir unos billetes sin necesidad de ir a dar lástima en la avenida principal de La Guaira, y dejarle al Santiago el trabajo de dar lástima, pero eso sí: en la televisión.
Cuando se fueron los tipos hubo brincos, felicitaciones y hasta algunos sollozos emocionados de mamá Micaela, mientras yo comenzaba a pensar en la forma de bajarlos de esa nube. Dejar que Santiago se convirtiera en boxeador profesional me parecía una aberración de las gruesas. De las quince peleas realizadas como aficionado fue descalificado en cuatro por pegar en forma defectuosa, otras cinco las perdió por una sencilla razón: no sabía pelear, y en las otras seis logró vencer por nocaut fulminante, me imagino que más por ineptitud de los rivales que por talento propio.
Es verdad, como ustedes lo sospecharon, lo dedujeron y lo comprobaron con los años, que desde el primer momento me propuse evitar que diera ese paso, y la razón me parecía demasiado sólida como para estar discutiéndola con los demás: vivir de algo o dedicado a algo es una cuestión de inteligencia. Para cualquier oficio, incluso el más irracional, se necesita cierta capacidad de análisis, de reflexión, de inventiva, y ya estaba claro que la única vocación conocida de Santiago consistía en estropear las otras posibles vocaciones. Así lo entendí en el primer momento y de esta forma me parecía más soportable y natural explicármelo, y explicárselo a los demás: "No quiero que fracase, por eso debo parar esa carrera hacia nada que está emprendiendo el muchacho". Pero muy adentro comenzaba a hervir –al principio sin querer reconocerlo; luego se me iba a revelar con toda la amargura– otra fuerza, una voz imperiosa que me ordenaba detenerlo, y era cierta acumulación de pasado, de rencores, de ciertos episodios dolorosos que, para resumir, estaban sepultándome sin remedio mientras al culpable le servían en bandeja el camino a la gloria.
¿Qué había sido mi vida a la edad de Santiago? Un montón de momentos desaforados que yo confundía con la felicidad cuando estaba en la cima de mis facultades y en plena locura adolescente, momentos salpicados además con un reguero de dolor, de mala fama y de peores anuncios. ¿Cómo no iban a quererlo a él y a considerarlo la fruta imposible de corromper? Santiago andaba por las calles en las mismas condiciones que yo pero había podido mantenerse lejos de la violencia y la perdición. ¿Cómo podía andar por el barrio más peligroso del litoral con su cara de muchacho bobo y simpático, ganándose el cariño hasta de los más sucios? ¿Y por qué esto resultaba tan sorprendente? Ah, es que a su edad el hermano Gerardo andaba sembrándole pepas de plomo a los demás para ganarse el respeto de tanto coñoemadre en la vida.
Así iba el mundo. Mientras yo hacía el papel de bestia corrupta y sin misericordia para evitar que me tomaran por un tipo débil y me devorara la jauría, el Santiago lograba todo eso –ganarse el respeto de paisanos y malandros por igual– sin haber tocado nunca una puta Magnum. Y ahora, para completar la burla del destino, iba a entrar directo y sin tocar el timbre por la puerta grande del boxeo profesional, esa misma puerta cerrada para mí por culpa de su cobardía. A la mierda con las burlas de Dios.


Antes de decidirme a hacer algo al respecto esperé que Santiago cumpliera el período de preparación con miras a su debut. Si las cosas iban bien, su debilidad y su propia torpeza iban a acabar temprano con la comedia. Tras varias semanas de ausencia reapareció por el rancho con un dinero, un préstamo o un adelanto de la empresa de Rafito para que resolviera sus carencias domésticas, y mira que había millones de ellas por resolver. Dijo que él mismo iba a pagar esas deudas con los honorarios producto de sus peleas. Nuevo sacudón de llanto de la vieja Micaela, había por fin un hombre llevando el sustento al hogar –ya sabes, el hogar– y en breve hasta lo íbamos a tener en la pantalla de televisión, aunque no se sabía si aquello iba a ser motivo para celebrar y estar orgullosos o para morirnos de la vergüenza. Yo estaba seguro de que iba a ocurrir esto último.
Después de llevar aquellos centavos volvió a perderse durante más de un mes, y cuando mamá Micaela ya estaba pensando en ir a la policía a denunciar un secuestro, una desaparición o un accidente, lo vimos entrar en la sala convertido en algo extraño para los ojos. Aquel negrito flaco, marrón tirando a verde, los ojos amarillos de anemia, el caminar macilento y la pinta de sepulturero, llegó convertido en un saco de músculos y el color negro convertido en negro de verdad, la cabeza pelada al rape y unas ganas como de romper las paredes con la fuerza de su respiración. Contó que había estado metido día y noche en el gimnasio, allá en La Guaira, porque su entrenador, mi ex entrenador Jacinto Vergara, le había recomendado recluirse ahí mientras llegaba el momento del debut, no fuera a malograrse por andar en esas calles y entonces se echara a perder el negocio. Por las mañanas se iba a trotar en las playas de Macuto y Caraballeda, y en las tardes lo llevaban a Caracas para meterse una sesión diaria de pesas con el maestro Heney Awed, forjador de campeones. Cuando la vieja Micaela nos dejó solos yo traté de prevenirlo contra los muchos peligros que lo acechaban. Era muy arriesgado endeudarse sin estar seguros de cómo le iba a ir en su carrera. Traté además de aflojarle la ilusión y las esperanzas con algunos comentarios técnicos.
–Estás pesado, tienes demasiados kilos para el peso Super Gallo.
–Estoy comiendo completo –respondió.
–Cuánto estás pesando.
–59, 59 y medio...
–¡Casi 60 kilos! Son cinco kilos más, siempre has peleado en Super Gallo. En peso Ligero no vas a tener chance, vas a estar más lento de lo que eras antes.
–Voy a pelear en Ligero Júnior. Y ahora estoy más fuerte.
–Las manos de los rivales van a pesar más también. Un solo derechazo y te matan.
–Me los meo. Ahora tengo buena defensa.
Le recordé que nunca la había tenido, y que con dos meses de entrenamiento no se podía pulir una guardia efectiva. De todas formas lo invité a pararse en posición de combate para observarlo, y él lo hizo. Me fijé en la ubicación de los codos, en el espacio que dejaba libre junto al mentón al colocar su mano izquierda adelante, y entonces no pude controlarme. La comezón de los viejos tiempos y la oportunidad de hacerle daño me despertaron el instinto. Casi sin pensarlo cogí impulso y le disparé un gancho de derecha que viajó como un soplo hacia la cara, pero el golpe sólo encontró el vacío porque Santiago lo esquivó con un ligero movimiento del tronco hacia atrás. El muy pendejo no tuvo malicia para descubrirme las puercas intenciones, y mucho menos para ensayar un contragolpe que me hubiera dejado frito en el piso por cinco días.
–Ahora tengo defensa –repitió, con una risita de tipo sobrado.



Capítulo 2




29 de julio de 1971, 4:30 de la madrugada; antiguo rancho de La Guaira. Yo soñaba desde hacía un rato con Adela, la muchacha a quien había sometido a la fuerza la noche anterior. En el sueño había algunos pequeños cambios con respecto a la verdadera situación: ella no era la mujercita patética de la realidad sino un maravilloso ejemplar hembra muy parecido a la actriz Lupita Ferrer. No estaba vestida con aquellas hilachas hediondas a trapo de cocina, sino con el vestido que Lupita había lucido en el capítulo anterior de la telenovela de moda, Esmeralda. Ella no estaba llorando ni clamando a gritos por su mamá –como en efecto– sino que se desvestía lentamente, se humedecía los labios y me desafiaba con aquellos ojazos que resplandecían incluso en el blanco y negro del televisor. El lugar del encuentro no era un baño clausurado de la escuela municipal, sino una habitación de ese hotel escalofriante que llaman Caracas Hilton, con su cama de agua incluida. Por último, no era ella la virgen de la partida: era yo quien estaba a punto de realizar mi estreno sexual.
Lupita-Adela se ubicó a medio metro de distancia y me tomó suavemente una mano. De pronto me dio dos golpes de feria en el hombro, me sacudió con fuerza por las costillas y a mí no me quedó más remedio que despertar. Quien me estaba estremeciendo era el viejo Santos, amanecido, mal afeitado y cayéndose de la borrachera pero emocionado como un niño porque aquel era un día especial, fuera de lo común. "Ya va a empezar la pelea", me gritó en el oído al ver que yo intentaba dormirme de nuevo para finiquitar mi asunto con la hembra del sueño, y entonces recordé que ese día uno de nuestros ídolos, el cumanés Alfredo Marcano, iba a pelear en Japón por el título mundial Ligero Júnior, a las cinco de la mañana hora de Venezuela.
Santos fue a la cocina a preparar dos plastas de café, una mezcla que según él debíamos tomar los hombres arrechos como nosotros: dos cucharadas grandes de café y una de azúcar disueltas en media taza de agua, la suficiente para convertir el preparado en un buche caliente y espeso como el petróleo. Nosotros masticábamos y chupábamos aquello hasta escupir una arena seca y descolorida, y en pocos minutos no había borrachera, sueño ni cansancio que se resistiera, pues el menjurje tenía la propiedad de dejarlo a uno bien despierto y hasta alegre.
Nadie en Venezuela se había atrevido a pronosticar un triunfo de Marcano sobre el campeón mundial, un japonés llamado Hiroshi Kobayashi que había defendido su título con éxito en seis ocasiones. Marcano, por su parte, venía de realizar una pelea aceptable contra el consagrado Ernesto Ñato Marcel, pero había perdido por puntos, de modo que ni el físico, ni la moral ni el escenario le favorecían. Esa madrugada, pues, nos sorprendió haciendo preparativos para ver por televisión un combate que muy probablemente iba a culminar con un fracaso del boxeo venezolano, algo resentido después de las caídas consecutivas del Morocho Hernández y de Betulio González, aunque prevalecía un buen ambiente por el campeonato conquistado cinco meses atrás por Vicente Paúl Rondón.
Fue preciso esperar hasta las seis de la mañana porque la transmisión no comenzó a la hora prevista. El viejo Santos parecía sereno, adormecido o en vías de dormirse, pero cuando Carlos Tovar Bracho anunció que estaban recibiendo la señal y sonó el himno nacional de Venezuela –algo distorsionado por la distancia que tuvo que viajar desde el culo del mundo hasta nuestro televisor– volvió a la vida y comenzó a caminar de un lado a otro con un frenesí de caníbal.
Los 38 minutos siguientes se me quedaron grabados en la memoria para siempre, tanto por los acontecimientos que vimos en el ring de Aomori, Japón, como por la actitud esquizofrénica del viejo Santos, allá en el rancho. Mientras en la pantalla los dos gladiadores protagonizaban una de las peleas titulares más salvajes y emocionantes en que se hubiera visto envuelto peleador venezolano alguno, Santos llevaba a cabo su propia pelea particular en la sala, lanzando unos alaridos de paraulata cada vez que Marcano conectaba una buena derecha y palideciendo y guardando un silencio fúnebre cuando el japonés se burlaba del poder de los nudillos del nuestro, y contragolpeaba con la fuerza que lo había llevado a convertirse en uno de los campeones más sólidos del momento.
El noveno round fue pavoroso. Kobayashi había recibido en su esquina instrucciones de acabar con aquella suerte de juego de ajedrez sin solución que, si bien parecía diezmar con mayor dramatismo y rapidez a Marcano, se estaba tornando demasiado larga para ambos. El japonés acató las instrucciones al pie de la letra y desde el primer segundo se adivinó su disposición de liquidar de una vez por todas a aquel maldito retador que le había aguantado más de la cuenta. No bien sonó la campana comenzó a castigar con una combinación de gancho de izquierda-recto de derecha que vulneró la defensa de Marcano con una facilidad preocupante. En un momento de ese asalto el réferi intervino para contarle ocho segundos de protección al venezolano aun sin haber caído éste a la lona, pues no parecía estar en condiciones de soportar y mucho menos de responder al sostenido ataque del rival. Un fugaz close up mostró la cara del venezolano convertida en una mueca deforme de la cual caían colgajos de saliva mezclada con sangre y sudor, pero cuando el árbitro le preguntó si deseaba continuar respondió que sí. Miles de televisores en Venezuela se apagaron de vergüenza en esos instantes, porque Marcano parecía un pedazo de alfeñique bamboleado a placer por el asiático, y el desenlace, según podía verse con toda claridad, iba a resultar grotesco y humillante, no sólo para el púgil sino también para el boxeo nacional. El japonés se acercó casi trotando y en las rayitas que eran sus ojos se le notaba el placer que iba a causarle rematar de una vez por todas al aparatoso latino a quien le había dado ese día por echárselas de difícil.
Kobayashi atacó con un gancho de izquierda y el cumanés logró esquivarlo por puro instinto, antes de tomar impulso hacia arriba. De pronto, con el mismo movimiento, y nadie sabe de dónde ni con qué ganas, sacó una derecha en upper que se encajó con un sonido compacto en la primera mandíbula que consiguió en el camino, y el japonés se derrumbó en el centro del ring como un muñeco de trapo. El grito de Santos tronó más alto que los anteriores –y él mismo se elevó por los aires en un salto prodigioso– pero no más alto que el coro de gritos que salieron disparados de los ranchos vecinos: no éramos los únicos madrugadores que estábamos padeciendo aquel combate terrible. El barrio se llenó de gritos de triunfo, jamás tantos imbéciles juntos celebraron con tanto ruido por una suposición, y la suposición de todos nosotros en ese momento era que el japonés no iba a poder levantarse por sus propios medios, debido al potente vergajazo que lo había tirado a la lona. Pero, ante la angustia general, lo logró, cuando el réferi llevaba la cuenta por siete. El asiático se movía como si su columna vertebral estuviera hecha de gelatina, pero, increíblemente, estaba de pie. Asquerosa, milagrosa, desesperadamente de pie ante los ojos de millones de aficionados japoneses y venezolanos.
Entonces se escucharon mil plegarias implorando que el árbitro mandara a detener allí las acciones, no fuera a ser que Kobayashi se recuperara y reiniciara el trabajo interrumpido en el cuerpo de Marcano, el cumanés que hacía pocos segundos parecía haberse encontrado un boleto de ida a la tumba pero que de repente tenía a la gloria cogida por la cintura. Quiso el avance del reloj que la campana sonara en ese preciso momento y todo quedara en unos miserables puntos a favor del venezolano, aquí no ha pasado nada y a comenzar todo de nuevo en el round 10, con ambos boxeadores destrozados, muertos en vida, y con un público maligno a más no poder como el público japonés pidiéndole a Kobayashi la cabeza, el hígado, las tripas, la mierda y la sangre de Alfredo Marcano.
En el minuto de descanso la estrategia se decidió en las esquinas respectivas, pero la cuestión del honor no podía decidirse sino en el corazón y en las bolas de ambos púgiles, exterminados ya físicamente. Si alguien necesitaba comprobar si de verdad el alma y la hombría pueden más que cualquier técnica depurada cuando se trata de resolver situaciones cruciales, eso que llaman la chiquitica, aquel era el momento de comprobarlo.
Sonó la campana. El venezolano salió al centro del cuadrilátero arrastrando los pies, con la visión casi nula debido a la hinchazón de los ojos y tan mermado en sus condiciones como el japonés. Pero cierta carga extra de municiones comenzó a burbujear en lo secreto de la sangre, cierta reserva construida en el aprendizaje sin maestro de la guapeza, esa cosa anterior al aprendizaje de los recursos técnicos en el gimnasio. Sólo teniendo en cuenta ese elemento invisible, que no se enseña ni se transmite, puede uno explicarse cómo en pocos segundos, después de haber sobrevivido a nueve rounds de candela y barbarie, pudo Alfredo Marcano derribar tres veces más al monarca universal de los Ligeros Júnior con una docena de golpes furiosos y desordenados. Venezuela pareció un enorme y múltiple viejo Santos, celebrando con mucho ruido y mucho orgullo desde la madrugada el nacimiento de otro campeón del mundo, apenas el tercero del boxeo venezolano.
Micaela apareció en la sala, desgreñada, con una cara de no haber dormido en varias noches y asustada porque en medio del escándalo recordó que tal día como ese, pero en 1967, un terremoto le había dado en la madre a Caracas y al litoral. Cuando verificó en la televisión el motivo del alboroto se limitó a decir: "¿Y esa es la cara del ganador? A ustedes sí les gusta esa porquería". Y Santos me estrechó la mano con fuerza para confirmarlo con un grito etílico: "Nos gusta, nos gusta que jode".
Esa misma mañana terminé de convencerme de que en mi porvenir estaba proyectada, esperándome, una pelea como esa, gloriosa y bestial, por el campeonato del mundo. Pobre gusano, incapaz de darle una revisión de control al mañana.


El 31 de enero de 1981, a eso de las 8:30 de la noche, nueve años y medio después de tanta gloria y tanto derroche de gallardía y emoción patriótica, un cabrón de florero, un rolitranco de inútil que respondía al nombre de Santiago Leiva, nuestro hermano menor, se disponía a insultar con su debut al boxeo profesional y a esa categoría tan llena de heroísmo como la Ligero Júnior. En todo lo ocurrido aquella madrugada de 1971 pensaba yo con mucha amargura, recostado de una pared en el rancho de Catia La Mar, mientras esperaba la transmisión del combate de Santiago por Venezolana de Televisión.
Micaela se había armado de sinceridad para confesarle que no iba a poder asistir en persona a una pelea de él, su menor hijo, porque ahora sí era verdad que los nervios podían fulminarla, pero le prometió seguir las incidencias del combate por la TV. "Total, yo nunca he visto a nadie de mi familia en esa pantalla y el orgullo va a ser grandísimo", razonó, y yo aproveché para decirle que tampoco podía ir porque debía acompañar a la vieja.
La situación en el rancho era en esencia la misma de hacía una década aunque con sus tremendos cambios, lo cual me hacía pensar también en la secuencia Adela-Lupita. El televisor de ahora era a color, lo cual por supuesto no era la diferencia más importante. Santos ya no estaba; en su lugar, unos quince vecinos y vecinas, que hacía un mes ni saludaban al pasar, de pronto querían mucho a Micaela porque su hijo iba a salir en la TV y se dignaron llevar al rancho comida y unas cuantas cervezas, obsequios que al parecer los hacían sentir importantes y llenos de derechos pues ocupaban los muebles y sillas y estremecían la sala con sus comentarios idiotas, casi todos para opinar que Santiago iba a ganar por nocaut porque ese muchacho era muy fuerte y muy sano y muy aplicado y todo lo demás, mientras preparaban a Micaela porque esa noche le salía celebración.
Por mi parte, yo dudaba que las pesas y el entrenamiento le hubieran dejado al Santiago algo más que un montón de músculos y una pegada regular, pero no dije nada porque no estaba de humor para ponerme a rebatir estupideces. Allí en el ring, Santiago tendría que fajarse con un tipo más grande, más pesado y, sin duda, mejor preparado que todos los curracos que había enfrentado hasta entonces. Como no había nada que hacer mientras llegaba el momento en que al Santiago y a mi vieja Micaela los iban a despertar de su sueño con una estremecida de las feas, simplemente me dediqué a esperar frente al televisor.
A las 8:30 en punto, una voz dijo "Promociones internacionales Rafito Cardona y Venezolana de Televisión presentan, a nombre de", mencionó un puñado de anunciantes y después tronó: "Boxeo profesional". Un boxeo que, por cierto, ya venía en decadencia y esto se veía con mucha claridad en el paisaje. Pero semanalmente, sin falta, el canal 8 transmitía aquellas jornadas desde la plaza de toros del Nuevo Circo –meses más tarde se realizarían en el Poliedrito, y luego en el Poliedro de Caracas.
En las semanas anteriores a este programa del debut de Santiago se habían producido dos descalabros terribles, dos derrotas de aspirantes a ídolos del boxeo venezolano. El 17 de enero, en Boston, Fulgencio Obelmejías –un barloventeño inmenso, todo un caballo de 160 libras– perdió su invicto frente al único peleador de verdad que había enfrentado en su vida, el campeón mundial de los Medianos, Marvin Hagler, quien lo destrozó en el octavo round. Y el 24, Rafael Oronó entregó su corona mundial de los Super Moscas ante el surcoreano Chul Ho Kim. Sorprendió y dolió esa derrota, pues el muchacho había ganado ese título en una pelea memorable. Se había fracturado la mano derecha en el segundo round y estuvo los trece asaltos siguientes golpeando a su contrincante, un pedazo de coreano anónimo, con la mano izquierda, con lo cual obtuvo un triunfo más o menos épico. Tanto esfuerzo para venir a perder de manera ridícula pocos meses después frente a Ho Kim, otro boxeador coreano de tercera. Oronó lo había estado dominando a placer por espacio de nueve rounds, cuando de pronto un izquierdazo se le metió hasta el codo en pleno hígado y el moreno no pudo levantarse en toda la noche. Ocurrió en la plaza de toros de San Cristóbal. Así que no había mucho ánimo entre los aficionados al boxeo, después de ese par de bochornos.
Y ahora venía lo de Santiago. Sí, señor, es oficial: el boxeo estaba en decadencia.
Los invitados de mamá Micaela guardaron silencio, por fin, cuando un súbito salto de la transmisión equivocó la onda y se fue directo a un capítulo de la serie National Geographic. La cámara enfocó una especie de danta que chapaleaba en una jaula y se revolvía como con problemas para incorporarse, luego trepó por las paredes y volvió a caerse porque olvidó sacar una de las patas de una cuerda ubicada en la parte inferior, mientras otro ejemplar de su misma especie permanecía a su lado y lo observaba con una mezcla de sorna e indignación. Como nadie en la sala ni en la televisión se atrevía a decir la verdad acerca de lo que estaba ocurriendo en la pantalla, yo lo solté con todo el desparpajo, como parecía corresponder al nefasto acontecimiento: "Mire a su hijo, Micaela, lo están coñaceando".
La frase fue como un conjuro, una oración de esas que tienen la propiedad de sacarle los malos espíritus a la gente. Todo el mundo de dio cuenta entonces de que el programa de la National Geographic no era en realidad el programa de la National Geographic, el narrador que estábamos escuchando no era el gallego que suele traducir del inglés la descripción de los hábitos de los animales sino el muy conocido locutor Antonio Madrigal, y aquel engendro de aspecto lamentable que chapoteaba en el piso no era una especie en extinción de Nueva Zelanda sino el joven boxeador profesional Santiago Leiva, quien a las primeras de cambio había sufrido un resbalón y sus piernas no encontraban la fortaleza ni la plataforma para levantar con buenos auspicios al resto del cuerpo. El árbitro le secó los guantes, lo llamó a combatir y entonces comenzó una mala danza folklórica. El rival de Santiago era un tal Eduardo Briñoles a quien presentaban como un prospectazo llamado a escalar posiciones en muy poco tiempo. Si por rivales le iban a poner siempre a sujetos como nuestro hermano, pensé yo entonces, con toda seguridad íbamos a tener no a un boxeador, sino a un alpinista escalando tan alto como el monte Everest, a fuerza de tanto masacrar esa clase de lagartos sin sangre en las venas.
Los dos primeros rounds –en una pelea pautada a cuatro– transcurrieron con la misma tónica, un par de galápagos dándose unos dulces manotazos incapaces de lastimar a una anciana, mientras los pocos aficionados presentes en el Nuevo Circo bostezaban hasta las lágrimas. El rancho, entretanto, parecía la sala de emergencias de un hospital debido a los gritos, y Micaela estaba por desollarse a mordiscos los dedos cuando ya no le quedaron uñas por devorar. En el tercer asalto, una de las cordiales bofetadas del Briñoles le rozó una ceja a Santiago y éste arrugó la cara como si le hubieran dado con un martillo. Sin embargo, el poco oficio del otro le hizo más fácil la vida y la tercera vuelta culminó sin novedades.
En la puntuación de los jueces con toda seguridad Santiago iba perdiendo, pero el descalabro no se veía tan aplastante como para dejarme satisfecho. Comencé a rogar con todas mis fuerzas por que el bailarín o pianista Briñoles tuviera un momento de iluminación y diera el golpe decisivo para liquidar aquella farsa por nocaut. Mis oraciones fueron escuchadas, sí, porque hubo un golpe sorpresivo y tremendo cuando faltaban unos quince segundos para finalizar la pelea, pero el golpe no lo dio quien debía darlo sino Santiago: Briñoles recibió aquella derecha en forma de recto en el centro del rostro y cayó de espaldas en la lona, pero se levantó en el acto con una expresión asombrada, como si de pronto le hubieran contado que él era boxeador y estaba peleando contra un saco de cebollas puesto allí para ayudarlo a escalar posiciones, y se suponía que debía ganarle muy fácilmente.
La explosión de gritos en el rancho se multiplicó por diez millones y aumentó un poco más cuando, unos segundos más tarde, sonó la campana final y cada peleador se fue a su esquina. La puntuación de las tarjetas, anunciada momentos después, fue de 38-37 a favor de Santiago por parte de dos jueces, y un tercero votó empate 38-38. El triunfo le correspondió al hermano, nada se podía hacer, y allí estaba Micaela llorando otra vez de la emoción, como si acabara de presenciar la resurrección del Crucificado.
Por enésima ocasión no tuve hígado para estropearle la fiesta, me reservé los comentarios y dejé la celebración prendida para ir a acostarme. Me dormí tan profundamente que ni me enteré del regreso de Santiago ni del curso de la fiesta.
Al día siguiente el flamante boxeador profesional me despertó para dos cuestiones. La primera, regalarme una entrada para verlo pelear en persona tres semanas después. En medio de la euforia de su triunfo se había acordado de su hermano el parásito, así que yo podría, después de tantos años, ver un programa de boxeo desde las tribunas, pues para protagonizarla en el ring estaba incapacitado. Acepté el obsequio pero, por supuesto, no iba a ir a verlo. La segunda razón era que deseaba pedirme mi opinión respecto a su pelea de anoche, y se la di. No se puede ser mezquino con los hermanitos menores.
–Cómo la viste.
–Qué cosa.
–La pelea.
–Aburrida. Muy mala. La gran cagada, hermano.
–Pero ¿no viste esa conexión, ese derechazo?
–Sí. Me extrañó mucho que no le hubieras dado diez más. Ese tipo con que peleaste ayer era un pendejo, cualquiera lo hubiera noqueado en menos de un minuto. A ti te duró cuatro rounds.
–¿Cómo me vi en la televisión?
–Mal. Pero no te mortifiques, por ahí anda Micaela muy contenta.
Micaela alcanzó a oír la conversación y se metió en mi cuarto después que Santiago se hubo ido. Por supuesto, me reprochó aquella forma de tratar al muchacho. Sin embargo, tuvo la honestidad de confesarme algo que debió haberla atormentado durante toda la noche, porque me lo dijo con una cara de preocupación de esas que sólo pueden poner las madres afligidas: "No me gusta que le hables así, pero sinceramente yo también lo vi muy mal. Tú deberías aconsejarlo". Le dije que eso era exactamente lo que yo había hecho durante los últimos meses, y ella lo había tomado como una ofensa.
–No estoy diciendo que lo aconsejes para que se retire –me aclaró la vieja–. Quiero decir, sería muy bonito si tú lo enseñaras a moverse mejor, a tirar los golpes, no sé. Cuando tú peleabas por lo menos se entendía lo que estabas haciendo.
–Hay un entrenador que está cobrando una bola de billetes por enseñarle a pelear a Santiago –le respondí, fastidiado–. Y además tiene sus dos brazos sanos y completos; no me jodas, Micaela.


Mucho de su ritmo habitual recuperó la vida en la casa en los días siguientes, aunque se notaban algunos cambios. Mamá Micaela no podía levantarse a las diez de la mañana como de costumbre sino a las seis, porque Santiago se despertaba a esa hora para salir a trotar. Micaela le daba una taza de café y se quedaba preparándole un proyecto de desayuno que él devoraba dos horas más tarde, cuando regresaba. Las ganas con que Santiago se comía aquello, moviendo todos los músculos para masticar y gruñendo elogios como si se tratara de un banquete de reyes, me producían algo parecido al asco. Pero no, él no lo hacía para disimular ni por consideración hacia Micaela, como yo sospechaba. Santiago se embutía con aquellas combinaciones fantásticas –espaguetis con lentejas, huevos fritos con mayonesa, plátanos maduros con diablitos, jamón con sardinas– por una razón más elemental: le gustaba aquella comida, incluso parecía agradecerle las recetas a su madre –no con hipocresía sino con el corazón– porque sencillamente tenía un mal gusto de antología.
Mi opinión respecto a su gusto fatal se confirmó pocos días antes de su segundo combate. Una tarde apareció por el rancho tomado de la mano con una negra raquítica y desteñida que, con un hilo de voz, moduló la palabra "Carmencita" cuando Micaela le preguntó el nombre. Mi mente enferma la bautizó enseguida como Etiopía. Esto casi me reivindicó con la vida, porque después me enteré del sobrenombre que los muchachos del barrio, con su mente muy limpia, le habían puesto: Mojón de Momia. No, Etiopía estaba bien. Tampoco era para martirizar a la mujercita con semejante apodo.
Mojondemomia fue al rancho de mamá Micaela el sábado 21 de febrero, fecha del segundo encuentro profesional de Santiago. Otra vez el Nuevo Circo recibió a un puñado de fanáticos que pagaron su entrada para ver a los campeones del futuro –mentira infame de Cardona para venderle al público ignorante sus caricaturas de boxeadores– y nuevamente el rancho se llenó de ruidosos admiradores del hijo de Micaela. Una vez más permanecí de pie junto a la pared del fondo para ver a Santiago cumplir con su trabajo.
Guardaba su interés para mí aquella pelea, no tanto por lo que hiciera o dejara de hacer nuestro hermano sobre el ring, sino porque la empresa le había prometido incluirlo en la cartelera de la semana siguiente si ganaba ese combate sin agotarse demasiado. El motivo no era que quisieran ayudarlo a ascender en poco tiempo, sino que Santiago había contraído una serie de deudas con la empresa para comprar a crédito algunos artefactos y darle aspecto habitable a nuestra barraca del litoral, y las deudas, ya se sabe, son para pagarlas. Había que verlo. El tipo tenía fuera del ensogado unas responsabilidades que debía comenzar a enfrentar dentro de él, y esa situación iba a atacarle de frente los nervios, sin duda alguna. Había que ver si podía soportar el acoso de tantos rivales al mismo tiempo: el miedo, los apuros monetarios, el ojo atento de la empresa de Rafito Cardona, los puños y la destreza del otro gladiador. En fin, el tremendo rival que es la vida de un pugilista.


Una fanfarria anunció el inicio de la transmisión de la cartelera boxística, la voz del pelotero Antonio Armas pronunció en un comercial una parrafada incomprensible: Acumacumán –traducido al castellano, "Algo más que un Banco", eslogan del Banco de los trabajadores de Venezuela–, y enseguida la imagen del ring ubicado en la arena del Nuevo Circo. "Señoras y señores, muy buenas noches", y la figura de un boxeador de nombre Orlando Orozco –récord de dos peleas, una ganada y un empate– dando pequeños saltos de calentamiento mientras le colocaban los guantes en su esquina. En el otro ángulo, el espanto produciendo muecas en la cara sudada de Santiago Leiva. Estaba por comenzar la primera pelea de la noche.
En el rancho, los aplausos de los vecinos y la angustia de Micaela crecían al mismo ritmo. En cuanto a Mojondemomia, se encontraba muy distraída intentando sacar de una botella los restos de una pepsi cola congelada, de modo que la pelea comenzó sin que esta pobre criatura se diera cuenta del histórico momento: su papito lindo estaba en la TV, disparado por la atmósfera rumbo a miles de antenas en todo el país, y ya el tal Orozco le había lanzado los dos primeros ganchos de izquierda y derecha como ensoberbecido por la campana inicial del encuentro.
Santiago esquivó el ataque con un brusco desplazamiento hacia atrás, y hubiera seguido corriendo en eterna huida de no ser porque a pocos pasos de él había unas cuerdas que le impedían volar a esconderse bajo una roca en las planicies de Australia. El golpe siguiente de Orozco –muchacho fogoso y valiente, pero demasiado novato– fue una izquierda que hizo diana en las costillas de Santiago. Este dobló la cintura, pero cuando el otro se le vino encima le fue fácil agarrarlo por el tronco para impedirle mayores libertades.
Dos o tres veces más se amarraron aquellos señores en aparatoso clinch –un clinch, Carlos, es la acción de abrazarse al rival para evitar sus golpes; ¿ves qué fácil es el boxeo? ¿Conoces otro oficio tan sencillo?– sin haber logrado colocar un golpe más o menos regular, pero en la casa el griterío era tal que aquella pobre gente parecía estar viendo en acción a los mejores boxeadores del planeta. En cuanto al árbitro de la pelea, sudaba piedras para separar a aquellos esperpentos sin más motor que el instinto y sin más motivación que la desesperación por no caerse a la lona. El narrador del combate se limitaba a referir situaciones más importantes y entretenidas, como la parrilla a la cual había asistido por invitación de un amigo, los quince años de una ahijada, el bingo organizado por el comité de damas de Santa Mónica, el estado de la ciudad después de las últimas lluvias.
Así marchaban los pesados minutos en aquella refriega, cuando Santiago aprovechó un descuido de su oponente para colarle una izquierda por encima del hombro. Para mi decepción, aquel caramelo marca Orozco trastabilló como si hubiera sido alcanzado por una bomba y puso una rodilla en tierra. Mientras mamá Micaela elevaba una plegaria, los vecinos explotaban de júbilo y Mojondemomia daba señales de vida con una risa llena de dientes devastados, el réferi contó hasta cinco, Orozco se levantó sin problemas y en seguida sonó la campana decretando el final del primer round.
Durante el minuto de descanso de los boxeadores Micaela volvió a llorar de la emoción, los vecinos aseguraban estar en presencia del boxeador más maravilloso después de Sugar Ray Robinson y yo intentaba distraer mi dolor de tripas prestándole atención al comercial en que el pelotero balbuceaba la frase: Acumacumán. La tortura que significaba el soportar a todos aquellos estúpidos –quienes además me miraban de reojo, esperando quizá que yo caminara por las paredes de felicidad por tener un hermano tan insigne– acabó pronto, por fortuna.
Apenas sonó la campana para el segundo asalto, Santiago salió al frente con una decisión inusitada, atacó con un gancho –defectuoso– de izquierda que se perdió en un enredo de brazos, pero con el mismo impulso disparó un recto de derecha que fue a encajarse en la cara del Orozco, que esta vez no pudo conservar la verticalidad y cayó debajo de las cuerdas con estrépito. El árbitro contó hasta ocho y, cuando el caído pudo levantarse, estaba en tan malas condiciones que ni siquiera respondió a la pregunta de rigor: "¿Puedes seguir?". En consecuencia, Santiago Leiva se anotó su segundo triunfo como profesional y dejó abierta la posibilidad de un nuevo encuentro para la semana siguiente, promesa que Cardona y los suyos cumplieron con celeridad.
El 28 de febrero, pues, la escena en el rancho y en la TV se repitió con insoportable precisión: Micaela contenta y hecha un mar de mocos cuando su hijo apareció en la pantalla, los vecinos –casi los mismos de las otras veces, aunque ahora se sumaron unos señores recién aparecidos– eufóricos y prodigándole a Santiago y a Micaela unas adulaciones colosales. Mojondemomia enterrada de cuerpo entero en el sofá y susurrando de cuando en cuando "Ay, qué bueno" –el comentario más entusiasmado que era capaz de producir su energía de sifilítica–, y yo esperando con indignación al hombre capaz de encender los motores de la realidad ante tanta farsa, mientras me distraía saboreando el Acumacumán de Antonio Armas en la propaganda.
Aquella pelea –la tercera de Santiago– prometía, de verdad. El nuevo oponente de nuestro hermano era un sujeto de apellido Rojas cuya única presentación había culminado con un feroz nocaut en el tercer round a David Siso, un prospecto que había mostrado sus buenas condiciones en combates previos. Este Rojas tenía suficiente fuerza para desbaratar a cuanto escollo se le presentara en su incipiente carrera, sobre todo porque su mano derecha parecía estar cargada con electricidad, según había quedado claro en su pleito de estreno en el profesional. Iba a ser un momento interesante, pues, cuando al Santiago le tocara asimilar la contundencia de un golpe bien conectado por un joven con poder.
El momento llegó y se esfumó con enorme velocidad. El eco de la campana todavía reverberaba en el ambiente cuando de súbito apareció Santiago a medio metro de distancia del tremendo prospecto que era Rojas y le encajó un upper en la mandíbula. Un upper que todavía, más de quince años después, debe dolerle al masticar. El réferi ni siquiera se molestó en contarle los diez segundos reglamentarios, porque apenas sonó la trompada y el muchacho cayó en la lona las tribunas rezaron un "¡Coño!" asombrado, y tanto el entrenador como los seconds subieron al ring para recoger a su marioneta fulminada: tercera victoria para Santiago, sin derrotas, con dos nocauts a favor.


Aquella noche, como cosa rara, los invitados apenas gritaron un poco, felicitaron a Micaela y comenzaron a partir uno a uno y en silencio, sin esperar la llegada del campeón, hasta que al final sólo quedaron unas viejas amigas de Micaela y la Mojondemomia. Puede entenderse. A medida que la magia del sujeto-protagonista de televisión se iba disipando ante la verdad del sujeto cotidiano y de carne y hueso, se disipaban también las ganas de celebrarle tantas veces seguidas sus dudosos laureles. Más de uno de los asistentes a las peleas y a la celebración posterior parecía además conocer algo del boxeo de verdad, por lo cual la supuesta gloria de Santiago no debía haberlos impresionado mucho. Por otra parte, aunque el rancho de nosotros no era todavía el peor de la zona, a los vecinos les estaba comenzando a fastidiar esa rutina del tipo famoso a quien no le alcanzaba para pagar ni una sola de las cervezas que se consumían en su honor. Era como demasiado, eso de gastarse los pocos centavos en casa de un señor que al llegar lo único que repartía era sonrisas y muchas gracias, vainas que uno le puede aguantar a una reina de belleza pero nunca a un negro más feo que el hambre, por lo menos no antes que demuestre ser capaz siquiera de mudarse de un nido de gorilas como aquél y de comenzar a vivir con un poco de dignidad.
Esa última victoria tuvo la particularidad de ayudarme a cambiar de actitud –actitud aparente, se entiende– hacia Santiago. No es que de pronto le reconociera alguna virtud, pero las circunstancias, los vuelos de la mente, algo relacionado con la supervivencia y con la necesidad de aliviar a cierta bestia interior, me hicieron reflexionar mejor sobre determinados puntos: ¿no era preferible permanecer cerca, muy cerca de Santiago, de su carrera profesional, en lugar de mantenerme al margen, siempre rabiando y estableciendo una distancia entre yo y el muchacho? Cada vez lo veía más claro. Si el animal que me estaba creciendo en el pecho estaba interesado en salirse con las suyas, las oportunidades para darle rienda se iban a presentar más seguido si me mantenía lo más involucrado posible con la carrera y la vida de Santiago. Después de analizar esto, aquella noche de la pelea con Rojas fui a recibirlo aprovechando que la mayoría de los vecinos se habían marchado, esperé a que Micaela y Mojondemomia lo abrazaran y me acerqué para decirle unas palabras que me dejaron al salir una estela caliente desde el estómago hasta la boca.
–Muy bueno, ahora sí aprendiste a lanzar esa derecha.
Y le estreché la mano con fuerza, con la misma sonrisa que debía tener Judas cuando fue a darle el beso a Jesucristo.
La reacción de Micaela fue otra sesión de llanto. Sus retoños se estaban saludando al fin con afecto, qué lindo, qué acontecimiento. Y no sólo me quedé en ese gesto, sino que estuve varias horas de la noche conversando con él sobre algunos detalles tácticos.
Le dije, por ejemplo, que a pesar de su estilo arrollador y su pegada fulminante, y a pesar de que su tamaño no le iba a permitir pelear de una manera muy distinta a la actual, era importante aprender a utilizar el jab de izquierda para abrirle camino a la derecha, a golpear en los primeros rounds en la zona media del cuerpo para minar la resistencia del otro antes de lanzarse al remate. Y lo más importante: a esquivar los golpes con un movimiento de cintura, el weaving, y no con esos saltos de energúmeno que lo dejaban siempre mal parado y en una posición muy vulnerable. Santiago escuchó mis consejos y explicaciones con mucha atención, y yo hubiera creído que su interés era real y sincero si no hubiera descubierto la sombra de Micaela, nítida en la pared: la vieja, parada a mis espaldas, le pedía con señas a Santiago que se dejara aconsejar, que me diera la razón y me agradeciera la enseñanza. Esto no me desanimó, por el contrario: aquella lástima que me tenían iba a ser el instrumento a explotar para ganarme su confianza. En una pausa de la conversación se lo solté, casi sin pensarlo: "Me gustaría estar en el gimnasio contigo, trabajar para ti. Tú sabes, como ayudante, como second en las peleas, para hacerte algunas observaciones".
Pobrecito él, no pudo negarse. Su buen corazón y las súplicas de mamá Micaela lo obligaron a decidirlo en el acto: debía complacer al hermano lisiado, no se fuera a ofender o a sentirse más inútil de la cuenta. Así que días después regresé al gimnasio de La Guaira, ante la sorpresa del entrenador Jacinto Vergara y de todo caminante que me conociera, pero no para calzarme otra vez los guantes –no faltaba más– sino para enseñarle algunos secretos, atajos y trucos del oficio a mi hermanazo del alma, el novel Santiago Leiva.
Y a sangrar, corazones. Acababa de sonar la hora de la trampa y el puñal.



Capítulo 3




El espectáculo de Santiago en el gimnasio me hizo felicitarme por mi decisión de convertirme en su ayudante –cosa que el entrenador Vergara aceptó mordiéndose la lengua; él había sido uno de los primeros en desahuciarme cuando yo empezaba a despeñarme en el abismo–, pues el verlo con detenimiento en las prácticas me fue sugiriendo pistas y soluciones, y al mismo tiempo me ayudaba a echar a un lado algunas apreciaciones equivocadas que la rabia me había hecho albergar.
Ciertamente, Santiago no era en ese momento el garabato enclenque de hacía poco menos de un año. Ahora era un garabato pero musculoso, con una conformación física muy sólida aunque mal distribuida. La cabeza, siempre afeitada al rape, parecía encajada a la fuerza en un tronco cuyos pectorales tenían la potencia suficiente para aspirar en un solo chupido todo el aire del océano. El cuello casi no existía. En su lugar, desde la base de las orejas partían un par de músculos que caían directo sobre los hombros, y más abajo remataban en unos brazos cortos y fuertes. La cintura era algo abultada y casi del mismo grueso de los pectorales, algo entendible porque era un peso Super Gallo, casi un Pluma natural de 56 kilos convertido a punta de pesas en un Ligero Júnior de casi 59, con perspectivas de fajarse en peso Ligero contra rivales de 61. Esa cintura gruesa se convertía de repente en unas nalgas hundidas, y más abajo en unas piernas delgadas, definitivamente inútiles: allí estaba el punto débil, el defecto mayor en un cuerpo nada elegante, aunque –no había forma de seguir negándolo– efectivo en eso de demoler a los oponentes.
Las sesiones de entrenamiento en el gimnasio del maestro Awed le habían ensanchado el tórax a fuerza de pesas y aparatos, le habían aumentado la capacidad pulmonar y la potencia de los biceps y triceps, pero había obviado o dejado para después –nadie sabe– el detalle vital, impostergable, crucial, importantísimo, de las piernas. Se puede ser un pegador letal, y Santiago lo era, pero si a todo el edificio de músculos y pegada que es el tronco y los brazos de un peso Ligero Júnior lo sostienen unas bases habituadas a trasladar de un lado a otro a un peso Super Gallo o Pluma, nada bueno se puede esperar cuando a ese edificio lo estremezca un impacto con cierta fortaleza, o cuando transcurran cuatro o cinco rounds y el rival de turno todavía continúe de pie y disparando alguno que otro golpe. La ocasión de comprobarlo se presentó cuando llegó el momento de guantear en una sesión de varios rounds contra un sparring.
El sparring asignado era un muchacho más alto pero de su mismo peso. El intercambio de golpes no se hizo esperar. Como en estas sesiones se utilizan protectores de cabeza además de guantes más grandes que los de combatir, los movimientos se hacen más lentos y menos contundentes. El entrenador Vergara gritaba sus instrucciones desde afuera del ensogado, tratando de corregir algún defecto, orientando al peleador dentro de la acción. Santiago soportó con buen pie todo cuanto le tiró el otro muchacho y tendía a imponer su fortaleza, pero a los dos minutos del segundo round ocurrió lo que yo suponía que iba a ocurrir: el sparring, con los brazos muy cansados, decidió dejar de pegar a la cabeza y lanzó un golpe más abajo, hacia el hígado. La rodilla derecha de Santiago se dobló y todo el cuerpo se inclinó hacia ese lado. Cuando el muchacho lo fue a rematar recibió una izquierda neta en el rostro y, aunque llevaba protector, se fue hacia las cuerdas tambaleándose como un títere. El entrenador les concedió unos segundos de descanso, luego ordenó intercambiar golpes cuerpo a cuerpo, donde Santiago se lució –en la corta distancia, sus brazos compactos fluían con facilidad entre los brazos larguísimos del otro–, y al final de la tanda salió del ring sudando como un caballo. Enseguida se secó el sudor con una toalla y fue a la balanza, donde registró 58 kilos 300 gramos. Muy cómodo, 700 gramos por debajo del límite de la categoría Ligero Júnior.
Antes de dirigirse a la ducha, el entrenador lo abordó.
–Esas piernas parecen de galleta. Tienes que dejar la flojera. Si no trotas tus dos horas diarias como debe ser, cuando te conecten en la mandíbula te vas a caer en esa lona como un saco de papas.
Cosa que me reafirmó en mis observaciones, y me dio las explicaciones que necesitaba. Esas piernas no estaban funcionando bien, eran la parte débil –además del carácter– de un peleador cuyo aspecto era muy sólido debido a la potencia de sus golpes. Vergara pasó cerca de mí y no pudo evitar dirigirme la palabra:
–Santiago me dijo que te quiere como second. ¿Le vas a poner cariño al trabajo, por esta vez en tu vida?
–Ya usted va a ver cómo convertimos a ese lagartijo en un campeón.
–Va a ser un campeón –me replicó– pero no porque tú lo ayudes.
Me provocó romperle la cara, pero a esas alturas ya el instinto había aprendido a comportarse delante del cerebro. A respetar los planes. Fíjate la clase de escuela que es el desorden.


Su cuarta pelea tuvo lugar el cuatro de abril, ante un dominicano llamado Ender Bolívar. Por primera vez desde el salto de Santiago al profesional yo asistía a una de sus peleas. Mi nuevo papel, mi trabajo, consistía en atenderlo en la esquina después de cada round.
El dominicano asustaba no sólo por su apellido, sino por su récord. Según sus manejadores, tenía ocho peleas, siete ganadas, una perdida, cuatro triunfos por nocaut. Unos numeritos interesantes, sí, pero ya todo el mundo en el medio boxístico sabía que una de las argucias que utilizaba Rafito Cardona para generar interés en el público consistía en eso de inflarle el currículum, con números ficticios, a los boxeadores importados. Nada tenía de complicado el procedimiento: se traía a cualquier caimán al borde de la desnutrición que aceptara pelear por unos pesos, le inventaba una campaña más o menos brillante y se lo arrojaba en un ring a los peleadores del patio. Sólo sabiendo esto podía uno explicarse las impresionantes cadenas de victorias tejidas por un Obelmejías, un Oronó, un Bethelmí, antes de salir al exterior para dar lástima cuando les ponían enfrente a buenos boxeadores en lugar de globos de aire como los que enfrentaban en Caracas.
Pues bien, el Bolívar dominicano traído como carne de cañón para mantener activo al Santiago –y que según las promociones de TV era uno de los peleadores con más futuro de su país– resultó tener en realidad un papel bastante magro. Había peleado siete veces, de las cuales había ganado dos por nocaut, tenía cuatro derrotas y un empate. Santiago, informado de la trampa, nunca se vio tan seguro de sí mismo sobre el ring como esa noche. Bolívar resistió con algo de mártir la turbulencia del primer round, pero en el segundo se desplomó sin sentido apenas fue alcanzado con una izquierda neta en gancho. Por primera vez se le notó algo de soltura al hermanito. Al menos para entrar en confianza estaba sirviendo ese desfile de niñas candorosas que le estaba regalando el promotor Rafito Cardona.
Dos semanas más tarde, el 18 de abril de 1981, volvió a tener acción, esta vez frente a un colombiano de apellido Céspedes. Este muchacho, si bien se veía a kilómetros que jamás llegaría a ninguna parte como no fuera de fakir o de vendedor de quesos, al menos tuvo la honestidad de presentarse con su propio récord y no con uno fabricado de acuerdo con los planes de Rafito. Tenía ocho victorias, dos derrotas y un empate, y tres nocauts en su haber. Nada mal, nada desdeñable. Había llegado el momento de ejecutar otras fases del plan. Mi propia inercia me tenía un poco aturdido.
Tres días antes de la pelea subí a Caracas para averiguar algunos datos. Me interesaba conocer los sitios donde entrenaba y se alojaba el Céspedes, así como los ejércitos de víctimas que Rafito traía de Colombia y el Caribe para entregárselas como ofrendas a sus pollos de pelea. Durante una ronda por el gimnasio de El Paraíso obtuve toda la información. Céspedes estaba entrenando allí mismo, y su lugar de residencia era un hotel miserable del centro de Caracas ubicado en la avenida Baralt. Lo observé en sus entrenamientos. Era bastante más alto que Santiago, noté que tenía buena movilidad, se desplazaba con rapidez por el ring y conectaba el gancho de izquierda con soltura antes de escabullirse con sus rápidos movimientos de piernas. Buen muchacho. Merecía que le revelara algunos secretos.
No quería arriesgarme a que alguien de la cuadra del Rafito me viera conversando con el próximo rival de mi hermano, así que lo dejé salir del gimnasio y llegar al hotel de la avenida Baralt, esperé unos minutos afuera y luego pregunté por él en la recepción. Salió con un poco de desconfianza pero no fue difícil empezar a conversar con él; es dura la soledad cuando se está en otro país. Me presenté como un boxeador del pasado, frustrado en mi carrera por esta desgracia del brazo y blablablá, y de pronto estábamos tomando café en un hueco de las cercanías.
Supe que había venido no sólo para enfrentar a Santiago sino para probar suerte en el país durante unos meses, dependiendo de las oportunidades que le dieran. Había nacido en Barranquilla, no tenía familia en Caracas pero sí unas ganas tremendas de quedarse en el país y de arrancarle la cabeza a todos los enemigos disponibles, por eso había firmado un contrato casi sin verlo para fajarse con un Ligero Júnior, a pesar de ser un Pluma natural con unos kilos de sobrepeso por falta de entrenamiento. Su último combate había sido contra Reinaldo Hormiguita Hidalgo, un panameño de los duros y uno de los mejores pesos Pluma del mundo. Se trataba de un fajador que pegaba como una mula y tenía los cojones cuadrados. La pelea había sido en el mes de enero y a raíz de ella el pobre Céspedes debió reposar durante tres meses, porque el recto de derecha al mentón con que el Hormiguita lo remató en el tercer round lo había puesto a dormir durante dos horas. Los médicos le habían aconsejado alejarse de los cuadriláteros, o por lo menos que lo pensara mejor antes de continuar en la profesión. Pero la mamazón, hermano, la peladera de bolas, el hambre, son sirenas demasiado irresistibles, y este Céspedes, muchacho sencillo y taciturno pero con estilo, talento y ganas de apuntar hacia grandes metas, decidió que lo del reposo no podía durar más tiempo y aquí lo teníamos, fuera de su país, metiéndole el pecho a un desafío más de la puta vida.
Un tipo así tenía que caerme bien. Pero aunque no hubiera sido ese el caso, el plan estaba trazado, y con la mente fija en él me dejé de rodeos y puse las cartas en la mesa. "Caballero, usted tiene suerte. Ese tipo que lo va a recibir el lunes no puede ganarle". Céspedes me dio las gracias, creyendo que se trataba de una palabra de aliento en abstracto, nada más.
–No, lo que quiero decir es que yo conozco al Leiva como al forro de mis bolas y sé que tú puedes ganarle, si tomas las cosas con calma.
El muchacho se interesó y yo pasé a darle ciertas informaciones. Le hablé de las piernas flojas de Santiago, de su estilo loco de atacar de frente, sin una guardia capaz de evitar los golpes del otro. Le detallé con toda la exactitud posible que pude su previsible forma de dejar adelante la mano izquierda antes de tirar fuerte con la derecha. Le aseguré que, si lograba permanecer de pie y pegándole en los costados hasta el tercer round –la pelea estaba programada para realizarse en seis asaltos– en los tres restantes iba a tener a su disposición a un bulto sostenido por dos flanes en lugar de piernas. Celebré con un golpe fuerte en el mostrador la imagen de Santiago herido, Santiago aterrorizado, Santiago tembloroso. El muchacho celebró también, con una risita de zorro. Ya me parecía que esa cara era demasiado cándida para pertenecer a un colombiano de pelea.
Por último le advertí sobre la pegada de Santiago, "Cuidado con acercarte mucho, sobre todo en los primeros rounds". Le pregunté, sólo para saber, cómo andaba de peso, si tenía problemas con la balanza. La respuesta me dio un poco de risa: Cardona lo tenía pasando hambre, el riesgo ahora no era el sobrepeso sino la falta de kilos.
Nos despedimos. Me dio las gracias y me preguntó cómo era que yo conocía tanto a ese Santiago Leiva. No sé si fue un error, pero se lo dije con toda franqueza y de buena fe:
–Porque yo soy su second, y el día de la pelea voy a estar en su esquina.
Se volvió a reír, pero mientras caminaba hacia el hotel la risa se le fue apagando, y al entrar ya tenía otra vez esa cara cándida de los sentenciados, esa cara que por lo general no sirve para tranquilizar ni para anunciar nada bueno.


Llegó el sábado 18, fecha de la quinta pelea de Santiago Leiva. El público asistente al Nuevo Circo de Caracas lo recibió con algunos aplausos. Sus nocauts consecutivos habían generado cierto interés en la afición y ya los narradores y comentaristas de TV no hablaban de las parrillas y los amigos mientras él estaba en el ring; eso ya era un germen de prestigio. Cuando Céspedes entró al cuadrilátero hubo un tibio silbido en las tribunas, un par de aplausos cerca del ring side y el murmullo propio de los momentos preliminares de un combate.
El anunciador oficial los presentó uno por uno, con su peso y su récord. Santiago había registrado en la balanza 131 libras (casi 59 kilos), y Céspedes 129 y tres cuartos, esto es, 58 y fracción. Debido a su confesión de la otra vez respecto a los muchos kilos de antes y el hambre de ahora, me extrañó notarlo armónico en sus proporciones y ágil en sus movimientos. Se veía bastante mejor parado en el ring que Santiago, tenía largas piernas y un buen alcance de brazos, y esa risa de zorro que revelaba al tipo agresivo que llevaba por dentro. Por un momento me miró, evitó saludarme y continuó riendo. Hubiera dado mi brazo izquierdo por saber en qué pensaba en ese momento.
En mi condición de second de confianza estaba obligado a decirle algo a Santiago, darle unas instrucciones mínimas, pero dejé que Vergara lo hiciera. Justo antes de sonar la campana me limité a decirle "Jódelo", y lo vi salir al centro del ring al encuentro de su oponente.
En el primer round un Santiago feroz, irreconocible, lanzó la derecha con todo, sin apuntar, y Céspedes hizo gala de un buen movimiento de cintura para dejarlo un poco fuera de balance. Santiago volvió a atacar, esta vez menos ciegamente, y logró conectar a medias con la izquierda. Se amarraron en clinch, el árbitro intervino para separarlos y se reanudó la acción. Santiago volvió a arremeter, ahora con una izquierda al cuerpo y una derecha que cayó sobre la oreja. Céspedes se abrazó a él con la mirada sorprendida y el árbitro volvió a separarlos. Round para Santiago.
En la esquina, Vergara le recomendó que se tranquilizara un poco y esperara el ataque del otro para ensayar un contragolpe. Yo le dije tres palabras para animarlo. Lo estaba haciendo bien.
Céspedes cambió de táctica y recibió a Santiago con varios jabs de izquierda. Este se desesperó un poco al no poder quitarse de encima el golpe defensivo de Céspedes y se lanzó en una aparatosa embestida que no funcionó, pues los largos brazos del colombiano lo mantenían fuera de su alcance. Además sus desplazamientos daban gusto, como también dio gusto la derecha que conectó casi al terminar el round, sacándole el protector bucal a Santiago. Por primera vez veía a Santiago recibir un impacto decente, pero la campana vino en su ayuda. Round para Céspedes.
Santiago regresó a la esquina jadeando, con los ojos húmedos. Y apenas estaba comenzando la pelea. Regaño fuerte de Vergara: "Te dije que no lo buscaras, deja que él se te acerque".
El colombiano, animado por el derechazo del round anterior, cometió una equivocación. Atacó a Santiago de cerca, se animó con los primeros golpes y entró en el combate cuerpo a cuerpo. Ni más ni menos, en el terreno que más le favorecía a los brazos cortos y potentes de Santiago. Creo que fue un gancho de izquierda; el golpe sonó a hielo resquebrajado y Céspedes cayó de rodillas con medio cuerpo fuera de las cuerdas. Se levantó a fuerza de hombría, ayudado sólo por la moral, porque el cuerpo no estaba respondiendo bien.
Entonces llegó el fin para sus aspiraciones. Apenas fueron llamados a combatir de nuevo una bola de acero cayó en su pómulo. Céspedes se fue a la lona y se levantó rápido, quizá demasiado rápido. El réferi contó hasta ocho, le preguntó si podía seguir, él respondió que sí y la pelea continuó. Otra derecha de Santiago voló directo al mentón y el noble Céspedes cayó inerte en una esquina para no levantarse en varios minutos. Nocaut número cuatro para Santiago Leiva, con un total de cinco victorias.
Al subir al ring escuché al narrador Antonio Madrigal comentar: "Parece un tanque de guerra". Un tanque de guerra. Vaya manera de engañar. Rompía y hacía daño, sí, pero no alcanzaba la categoría de tanque; quizá se parecía más a un tractor.


La euforia del triunfo mantuvo a Santiago alejado de los entrenamientos hasta el jueves. Ese día Jacinto Vergara lo recibió en el gimnasio con un reproche, "Eh, nuevo, ¿ya te crees campeón mundial?". Yo aproveché esos días para merodear por el hospital Clínico, donde habían recluido a Céspedes después de la pelea. No averigüé su estado y ni siquiera me aventuré más allá de la entrada del hospital, simplemente llegaba, daba un vistazo, permanecía un rato bajo un árbol, con la vista fija en la puerta, y luego me iba. En el hotel de la Baralt sí pregunté por él, varias veces, y me dijeron que un hombre había ido a recoger unas ropas suyas y que la empresa de Rafito seguía pagando la habitación, pero Céspedes no había ido a quedarse.
Cinco días estuve alimentando este interés inexplicable por conocer la suerte del peleador colombiano. No sé si me mortificaba su salud o el que Céspedes pudiera decir algo sobre mí y sobre mi inútil maniobra, pero allí estuve, agotando horas de vigilancia, hasta el miércoles, cuatro días después del nocaut. Ese día vi llegar a un periodista y un camarógrafo del canal donde transmitían las peleas. Vi a aquella gente entrar en el hospital, me acerqué al jeep de la televisora y le pregunté al conductor el motivo de la visita. El hombre me respondió, aburrido.
–Parece que uno de los boxeadores que noquearon el sábado está muy mal.
–¿El que perdió con Leiva?
–Sí, ese.
Guardé silencio. Después volví a arremeter:
–¿Y a usted qué le parecen esos peleadores de ahora?
–Hay muchachos buenos. Pero los ponen a pelear con esa clase de peluches. Así, hasta yo me convierto en una estrella.
–¿Y qué le parece Leiva?
–Ese va a ser campeón mundial. Yo no sé si se lo merece, pero va a ser campeón mundial.
–Yo creo que es bueno, y pega duro –insistí, para llegarle hasta el fondo del alma–. ¿No cree que se lo merece?
El hombre se acomodó en el asiento del jeep, sacó un cigarrillo, soltó una risa divertida.
–Mire, mi hermano, yo vi pelear en su momento a Sonny León, al Morocho, a Antonio Gómez. Esos eran peleadores. Yo no debería estar hablando pendejadas porque trabajo en una empresa donde el Rafito Cardona casi es el que manda, pero Rafito es capaz de convertir a un burro en un caballo de carreras.
La reflexión de aquel hombre me hizo respirar de alivio. Parece que no estaba solo en mi vergüenza. No era mi rabia lo que me hacía verlo todo de ese color. De verdad estaban pasando cosas deshonrosas en el boxeo, y el protagonismo de Santiago era la mejor prueba de ello.
Al poco rato salió el periodista, se ubicó en un lugar algo alejado de la puerta del hospital, le ordenó al camarógrafo que le hiciera una toma y comenzó a hablar del gladiador caído y de la pegada de Santiago. "El joven Augusto Céspedes está fuera de peligro, pero los médicos le han recomendado retirarse del boxeo. Los golpes mortíferos de Santiago Leiva casi le provocan una lesión cerebral considerable, lo cual habla del poder del joven púgil venezolano". Luego pasó a hablar de Céspedes, de quien dijo que era uno de los mejores pesos Ligero Júnior de Colombia, pero que nuestro compatriota lo había enviado a un temprano retiro con aquel nocaut fulminante.
Días después, al regresar al hotel de la avenida Baralt, me dijeron que Céspedes acababa de salir con sus maletas. Hasta ese día se quedó en la habitación. Obedeciendo a la intuición, me fui hasta el terminal del Nuevo Circo, y allí lo vi, acompañado por su entrenador y otros dos hombres, esperando el autobús que iba a llevarlo a la frontera con su país. Me reconoció al verme. Hablamos de la pelea, de lo mal que había planteado el combate. Me habló de la entrevista que le hicieron en la cama del hospital. Allí les había contado todo sobre la vieja lesión, el mal comer, el mal dormir, la falta de entrenamiento. Pero el periodista parecía muy interesado en oírle decir que Santiago era el mejor boxeador de cuantos había enfrentado en su vida. Céspedes, atormentado por la preguntadera, aceptó decírselo para que lo dejaran dormir en paz.
–Además, cómo iba a negarme, si me trataron tan bien.
Fíjate la clase de infeliz. Después de todo se merecía el ultraje. ¿Valía la pena seguir lamentando su fracaso? Nada de eso. El único fracaso digno de ser lamentado es el propio, el del pellejo que duele, el de la sangre que no se está tranquila dentro del cuerpo.




Capítulo 4




El mes de mayo del 81 comenzó para mí con buen pie, como para esperar de él avances interesantes en los planes. Para mamá Micaela también tuvo su hora y media de felicidad. Un día apareció Santiago por el rancho con una nevera nueva para sustituir al camastrón oxidado que ocupaba media cocina. La situación –decía Micaela– estaba mejorando.
Este aparato tenía cierto aire de autobús abandonado pero la vieja le había cogido cariño, quizá porque fue el primer refrigerador que tuvo. Por el precio que Santos había pagado por el rancho nos lo habían dejado como un recuerdo adosado a un rincón, el más lleno de grasa y basura superpuesta de toda la casa. Justo cuando lo sacaban de allí, el armatoste soltó un millón de costras, telarañas y ratones recién nacidos –los suficientes para espantarle a Micaela el cariño– y de paso obligarla a hacer una limpieza de emergencia en esa área del rancho.
No iba a durarle mucho tiempo más su felicidad de ama de casa. Por primera vez en años tuvo que limpiar el piso, luego ubicó la nevera en su sitio, se sentó un momento a descansar al lado de sus hijos y fue entonces cuando le aterrizó en la mente el detalle: las apariciones televisadas de Santiago habían causado muchas alegrías y generado buenas expectativas, pero, cosa extraña, ni ahora ni nunca, desde que Santiago se hizo profesional, había nada con qué llenar esa nevera, sin duda la más hermosa –también las más cara– de todo el cerro. Y a cré-di-to, como en las familias organizadas y solventes, pues. Micaela le hizo saber que estaba muy contenta con las mejoras del hogar y con eso de tener un hijo famoso, pero le interesaba mucho saber qué diablos íbamos a comer en los próximos días, y cómo iba a hacer Santiago para cancelar esas deudas millonarias. Porque aquellas eran deudas millonarias, al menos para una familia de indigentes como la nuestra.
Fue el primer conflicto para Santiago en su nuevo rol de hombre de la casa. Allí estaba, todo confundido, tartamudo y tratando de explicar, entre cuentas nerviosas, contradicciones y sorpresivos descubrimientos –"Ah, es verdad. Si en un mes gano 540 bolívares no puedo pagar los 750 por la cocina, la nevera, el radio y el televisor, ja ja ja"– cómo era que Rafito Cardona le había cogido mucho cariño, aunque no tanto como para pagarle al día, ni para pagarle completo. Bueno, el gordo Rafito sí le estaba pagando completo, pero se estaba cobrando con grandes tajadas el dinero adelantado a Santiago cuando todavía no había tirado un solo golpe como profesional. "Pero este mes peleo tres veces", era el razonamiento de Santiago. "O sea, le termino de pagar con las dos primeras peleas y después, con la tercera, cancelo la deuda...". Abominables matemáticas. Por cada pelea le pagaban 180 bolívares, y 180 por tres son 540, mucho menos que los necesarios 750. La discusión se acabó cuando Santiago se rindió ante el acoso de Micaela y ante su propia estupidez, mandó al carajo a la voz repentinamente sabia de su madre y salió del rancho escupiendo unas parrafadas de orangután.
Micaela todavía humeaba del furor cuando de repente apareció en la puerta una sonriente Mojondemomia, saludando y preguntando por su marido. No me costó mucho convencer a Micaela, a espaldas de la recién llegada, de que ésta era la culpable de nuestras escaseces. Le insinué que Santiago le regalaba a su mujer buena parte de su sueldo y por eso no le alcanzaba para traer el pan al hogar. Hastiada y ciega, Micaela se mandó el gran desahogo descargando a la Mojondemomia, esa pobre criatura que a lo mejor lo único que recibía de Santiago era un puñado de manotazos en forma de caricias.
La tensión llegó hasta allí, al menos por esta vez. En la tarde, la oveja descarriada estaba de regreso y no le fue difícil remendar unas cuantas explicaciones para asegurarle a Micaela que sí, cómo no, por supuesto, ya habría con qué comer, vivir y pagar. Y, mientras la angustiada madre esperaba el momento de los almuerzos con todas las de la ley y la mudanza hacia otros lares menos repulsivos, ahí le quedaba la emoción: encienda la televisión, vieja, allí verá a su muchacho haciéndose famoso gracias a su genio sin igual, a sus artes de guerrero invencible.
Para variar, ese mismo día reapareciste tú por la casa. Bienvenido fuiste, Carlitos, después de una ausencia de casi un año –¿qué edad tenías? creo que 24; yo andaba por los 28, y Santiago tenía 22– y no puedo decir que a Micaela le desagradó tu actitud de muchacho cooperador. Apenas saludaste y diste un vistazo alrededor te calzaste unos pantalones cortos y completaste la labor de limpieza que mamá Micaela había iniciado. Eso le gustó, sí, y también le gustó tu anuncio de que habías conseguido donde vivir, además de un trabajo muy bueno en Caracas, y por eso estabas en condiciones de depositarnos un dinero en el banco cada mes. Pero lo que sí le causó consternación fue la exploración visual de tu cuerpo, mientras limpiabas. ¿Qué podía significar ese cabello pintado de rojo, ese corte de pelo tan –no sé, quién sabe, tú sabes– tan delicado, esas uñas resplandecientes, esas ropas ajustadas, esas cejas tan bien delineadas? Quizá recuerdes que yo te lo pregunté sin disimular las ganas de humillarte y de sacarte a empujones de la casa, y recordarás también que Micaela me mandó a cerrar la boca, sobre todo cuando dijiste lo del depósito bancario de cada mes.
Pero luego la propia Micaela, hablando consigo misma en voz muy baja, aunque audible para los oídos alertas, se dio a sí misma la respuesta que no te había permitido revelar. Agazapada de dolor en el baño, lo resumió todo con una frase de esas que tumban paredes y pasan a la historia: "Ahora sí nos jodimos: un hijo loco, uno asesino y ahora el otro marico".


El anuncio de la séptima pelea de Santiago llegó al mismo tiempo que el de una nueva oportunidad para un venezolano de ganar un título mundial. Cuando escuché al portavoz de Rafito dar la noticia sentí un frío en el espinazo: Samuel Serrano, campeón mundial Ligero Júnior, vendría a Caracas el 29 de julio para enfrentar a Leonel Hernández.
Leonel Hernández. Ese nombre me entraba en los oídos con un ruido de toros furiosos en el corral, me removía pensamientos trascendentales y también muy íntimos. Me traía a la memoria al buen peleador que yo fui, al inmenso peleador que pude llegar a ser. Creo que ya no vale la pena ocultarte ciertas verdades. Por ejemplo, que en mi sueño más terrible e insistente me veo de regreso a aquellos días de gloria en gestación, con mis dos brazos enteros, preparándome a conciencia para el combate con Leonel, el mismo que había de catapultarme a la fama en un tiempo en el cual el boxeo todavía era un territorio de gladiadores y no ese baile de maricones en que lo habían convertido. En el sueño me veo entrenando diez horas diarias, trotando por la orilla del mar de Caraballeda, sacando del camino a cuanto sparring me ponen enfrente, hasta que llega el momento del combate y una multitud pide a gritos el comienzo del festival de bolas y coñazos que promete ser esa pelea. Subo al ring, toda la gente querida y las mujeres bellas de mis deseos están en ring side, las cámaras de televisión nos apuntan y el narrador habla maravillas de los dos combatientes. Los seconds y entrenadores se retiran del cuadrilátero, sobre el ensogado quedamos Leonel, yo y el árbitro, suena la campana, doy dos pasos al frente, voy a castigar con la derecha al consagrado Leonel Hernández. Entonces la imagen se diluye porque de pronto estoy despierto. Indefectiblemente, con precisión de cronómetro, así es como ocurre: jamás he podido, ni siquiera en sueños, pegarle un maldito derechazo a Leonel Hernández.
Ahora un Leonel envejecido, aunque muy vital y mucho más veterano que el de mis sueños de 1974, había sido llevado a un combate titular contra este Serrano que, por cierto, también comenzaba a quitarle el sueño a alguien más, ni más ni menos que a nuestro hermano. La razón era, básicamente, que Serrano era el campeón mundial de la categoría en la cual militaba Santiago. Acababa de recuperar esa corona el 9 de abril de manos de un japonés nombrado Yasutsune Uehara. Era la segunda vez que obtenía esa corona, y su veteranía era tanta como de 49 peleas, con 45 triunfos (15 por nocaut), tres perdidas y un empate. Los desvelos del Santiago comenzaron cuando a alguien se le ocurrió mencionar la posibilidad de que Rafito le consiguiera un combate por el título con ese Samuel Serrano. Y además ya se comentaba por allí que la terrible pegada de Santiago iba a ser demasiado para el campeón del mundo, quien en honor de la verdad sí tendía a caerse con facilidad cuando le pegaban con cierta contundencia, y sus nudillos tenían tanta fuerza como para matar moscas: apenas había propinado 15 nocauts en 49 peleas. No se trataba pues, de un monumento a la reciedumbre, y Santiago iba a tener la ocasión única de verlo pelear en persona. Ya tenía fecha el combate. Sería el 29 de julio.
Dios del cielo, ¿de verdad Rafito Cardona tenía tanto poder como para llevar a un combate titular a un muchacho de pañales, con apenas cinco peleas realizadas? Por supuesto que podía. Malas artes no le faltaban. Además, había un lapso de unos meses en el cual Santiago podía hacer varios combates más, adquirir algún fogueo contra rivales incómodos. Diablos, sí se podía, Rafito podía.
Pero de momento había más razones para preocuparse que para soñar. Aquel ofrecimiento de tres peleas en el mes de mayo no iba a poder concretarse, era imposible. La razón era mitad elogio, mitad afrenta: pocos peleadores de su división se atrevían a montarse en un ring con él debido a su fama de arranca cabezas a destajo, y por otra parte tampoco era tan fácil ni tan barato seguir trayendo becerros de Colombia para el matadero. La siguiente pelea que le consiguieron tuvo lugar el 23 de mayo, y fue contra un cumanés desprevenido. El muchacho salió a atacarlo con la frente adelante y Santiago lo dejó clavado en una esquina con el primer y único derechazo disparado en la pelea, que duró sólo 26 segundos. De esta manera llegó a seis victorias, cinco de ellas por nocaut. Para su fortuna, apenas concluyó la pelea le hablaron de un puertorriqueño interesado en venir a pelear, pero en peso Ligero. Como no había más rivales a la vista, el promotor se apresuró a firmar ese combate. Su pelea número siete se programó para el ocho de junio, en la categoría de las 135 libras –61 kilos–, a seis rounds.
Un día, durante los entrenamientos, Santiago me confesó una táctica secreta utilizada por él para engañar al entrenador Vergara. Consistía en salir a correr a todo vapor por la orilla de la playa durante diez minutos para llegar sudado y aparentemente extenuado al gimnasio, y hacerle creer a Vergara que venía de trotar una hora el tiempo reglamentario. No tengo que decir cuánto celebré y aplaudí esa táctica, y apoyé con energía la reflexión del muy analítico Santiago. El pobre estaba seguro de que jamás iba a necesitar la fortaleza de las piernas, esa obsesión del entrenador. "El boxeo es a coñazos, no a patadas", repetía, como si se tratara de un axioma inconmovible. Sencillamente, a él le parecía que con saltar la cuerda durante unos minutos y realizar una sesión de ejercicios abdominales ya tenía garantizada la estabilidad y la ligereza de los desplazamientos. No había quien lo convenciera del error y tampoco había tenido tiempo de verificarlo en los hechos debido a lo poco que sus víctimas permanecían de pie frente a él.
Para su séptima pelea hubo cierto revuelo, pues la propaganda comenzó a moverse alrededor de las virtudes del eximio pegador. Las peleas estelares del lunes 8 estaban a cargo de Luis Primera y de Carlos Piñango, dos ídolos de pies de barro encargados de liquidar, cada uno por su lado, a sendos rivales recién desembalados de su caja de regalos por Rafito. El puertorriqueño que le tocó a Santiago era un sujeto con aspecto de camionero, algo lento pero sin duda bastante fuerte, a quien presentaron con récord de siete victorias y tres derrotas, con seis nocauts. No tuve forma de verificar este récord, pero seguramente era falso como la mayoría de los que traían los extranjeros. Pues bien, en las promociones de televisión se anunciaban "Seis candelosos encuentros. El corajudo Welter Luis Primera, octavo en el ranking, versus el peligroso coreano Plim Plam Plum; el temible fajador peso Pluma, sexto en el ranking mundial, Carlos Piñango, contra el veloz puertorriqueño Carlos Antonio Luis Lovera Méndez González; el poderoso pegador Santiago Leiva versus la esperanza borinqueña de los Ligeros, Julio Morales...". Era la primera pelea de Santiago programada a 10 rounds, por lo cual era presentado como estelarista.
Días antes del programa –a realizarse en el gimnasio Leopoldo Márquez, pues el contrato con el Nuevo Circo acababa de finalizar–, durante un espacio deportivo anunciaron una primicia para todos los aficionados: un micro sobre el peleador en ascenso, el potente Santiago Leiva. Yo lo vi por casualidad, en un televisor ubicado en un bar de Catia La Mar, y no podía creer aquella vaina. El presentador era el mismo periodista que había entrevistado a Céspedes en el hospital. Pasaron unas tomas en el gimnasio de Vergara, un día de prácticas, y luego otras en un pedazo de rancho que, según deduje mientras veía el programa, era donde vivía la Mojondemomia.
En ese increíble programa me enteré de otras novedades. La Mojondemomia tenía dos hijos, uno de dos años y otro de cuatro, y Santiago le había dicho a los entrevistadores que eran sus hijos, y además que esa casa era suya y de su mujercita. Luego transmitieron pasajes de sus peleas y un testimonio del colombiano Céspedes, según el cual Santiago era el peleador más rudo, fuerte, inteligente y poderoso que el barranquillero había enfrentado jamás. Pero sobre su derrota a manos de Reinaldo Hormiguita Hidalgo, ni una palabra. Nada del nocaut fulminante que le había propinado el panameño tres meses atrás, nada del reposo que ya le habían recomendado antes, nada de su sobrepeso ni de las pésimas condiciones de su comida, su alojamiento y su físico. Nada. Si esto se contaba nadie iba a creer en la invencibilidad de Santiago Leiva. Así se construye un ídolo de papel.
Lo demás fue paisaje, calor humano, edificante espectáculo. Como el de aquellos niñitos lombricientos que lloraban de pena ante las preguntas de los reporteros, y su madre luciendo una sonrisa pavorosa ante las cámaras, mientras repetía con su dulzura sin igual: "Mi marido es un altista".
Volé al rancho alterado, no sé si por el espectáculo de Cardona y sus boxeadores de juguete, por las mentiras de Santiago con lo del rancho y los hijos de Mojondemomia, o por su deslealtad. ¿Qué significaba eso de haber recibido a una gente de la televisión y no haberme dicho nada? En cualquier caso, apenas estuve frente a mamá Micaela le pregunté si había visto el programa. Ella dijo que no, pero se lo habían contado. Entonces aproveché para relatarle la noticia con lujo de exageraciones. Aseguré haber oído decir a Santiago, por ejemplo, que su mamá estaba muerta, y juré haber visto aquella casa que compartía con su negra toda llena de lujo y comodidades. Micaela enmudeció de la indignación. Ya llegaría el momento de su furioso estallido. Y llegó bastante rápido.
Dos horas después de yo haber iniciado aquella campaña en el corazón de Micaela apareció la mala nuera, la pérfida, la ladrona, la destructora de hogares Carmencita Mojondemomia. El concierto de insultos, escupitajos y groserías fue espantoso. La negrita apenas soportó diez minutos, al cabo de los cuales se marchó sin poder aguantar el llanto. Pero eso no fue lo mejor. Como resultado de esta jornada, cuando nuestro hermano se enteró de la actitud de Micaela hacia su querida pareja, decidió irse también de la casa. Así, sin más, se largó del rancho porque vio mancillada la dignidad de su mujer. La decisión era una delicia por lo desproporcionada, todo estaba resultando bien. Yo mismo convencí a Santiago para que hiciera su hogar aparte, "Mientras mamá Micaela se contenta".
Micaela no iba a contentarse nunca. De hecho, entró en un estado de histeria tal que me obligó a ofrecerle alternativas concretas y visibles ante la deserción del sostén de la casa. Le dije que a mí debían pagarme por mi trabajo como ayudante de Santiago, y con eso podíamos ayudarnos. No eran unos ingresos muy altos, pero para qué lamentarse, cuándo en la vida habíamos sido ricos. Le prometí también hablar con Santiago y hacerlo regresar a las faldas maternas, pero no lo hice ni intenté hacerlo jamás, por supuesto.


En los días previos al ocho de junio de 1981 quise retomar mi arruinada –y también infantil, es cierto– estrategia, consistente en abordar al próximo rival de nuestro hermano, en este caso el puertorriqueño Morales, en el hotel habitual de las víctimas de Rafito, allá en la avenida Baralt. Pero antes acudí al gimnasio de El Paraíso para verlo en acción.
No puedo decir que el sujeto era una luminaria del ensogado, pero se le notaba un empuje nada desdeñable. Era un tipo grueso, evidentemente excedido de libras, y era más o menos de la estatura de Santiago, un metro 65, quizá 1,67. Duro, fajador frontal, excelente pegador. Buena parte de la sesión de prácticas estuvo golpeando el saco, ensayando sus ganchos, rectos y uppers con una especie de convicción aprendida de memoria. En esa cara había algo más de indio que de afrocaribeño, tenía una mirada parecida a la del Roberto Mano’e Piedra Durán de los años 70, y por lo tanto tenía algo de asesino de bajos fondos; algo de Charles Manson, de camorrero de botiquín, de borracho impertinente. Y dentro del ring, en la sesión de guanteo con su sparring, su fiereza me lució fiel a ese aspecto: era más atropellador que pensante, el suyo era un estilo o anti estilo consistente en ir hacia adelante a matar, a terminar con la fiesta de un solo golpe, por nocaut, sin importarle si el fulminado iba a ser él mismo. Nada de movimientos laterales ni de estrategias para esquivar o contrarrestar los golpes, lo suyo era el cuerpo a cuerpo, el toma y dame a sangre y fuego, la candela en crema. ¿Me creerías si te digo que esa descripción de su forma de pelear, tal cual, sin ninguna letra fuera de su sitio, es la misma que le correspondía a Santiago? ¿Cómo reconocer ahora, sin que me tiemble la voz, que cada vez me creía menos a mí mismo cuando decía o pensaba que el Santiago era un tipo cobarde y sin gasolina en la vejiga?
La sesión culminó y entonces volví a apelar a mi vieja maniobra. Dejé que llegara al hotel con sus acompañantes, esperé unos minutos y pregunté por él en la recepción. Al poco rato bajó, pero no bajó solo; con él venían dos de los sujetos que lo acompañaban en el gimnasio. Tuve un momento de duda, no sabía qué hacer delante de aquellas caras interrogadoras. Uno de los tipos, alto y gordísimo, parecido a Bud Spencer, me miró con una boca torcida de asco. El otro se limitó a bostezar mientras se rascaba la bola izquierda con una mano. Morales preguntó: "Qué quiere". Acorralado, cogido de sorpresa, no se me ocurrió otra respuesta mejor: "Yo conozco al tipo que va a pelear contigo el lunes. Vengo a explicarte cómo hacer para ganarle". El que me miraba con asco hizo "Psch" y me salpicó con un poco de saliva, y el que jugaba con su bola izquierda siguió en lo suyo pero esta vez riéndose, supongo que de mí, de quién más se iba a burlar. Morales se limitó a darme la espalda y regresar adentro sin despedirse. Algo se me removió en la vejiga. Sólo para buscar un poco de bronca, le dije al amigo Manoenlabola "De qué te ríes, cabrón".
Otra humillación para la cuenta de Santiago. Bud me metió un empujón con la mitad de su fuerza y yo fui a caer en la acera, fuera de la recepción del hotel. Busqué con la vista algún objeto, cualquier objeto bueno para reventar cráneos, pero no había nada a la mano. Todavía no había decidido si emprender la retirada o enfrentar a aquellos tipos así fuera a mordiscos, cuando ya tenía a Bud y a Manoenlabola a dos pasos. Bud me torció el brazo contra la espalda, mientras Manoenlabola me decía "Anda a espiar a la madre que te parió". Nuevo empujón, esta vez con tres cuartos de la fuerza de Bud, y otra vez caí tendido en la acera, delante de tres docenas de ojos.
Nunca me había sentido tan inútil, tan poca cosa, tan viejo pordiosero. La gente me miró con una lástima infinita mientras me levantaba, y alguien indignado propuso llamar a la policía y sacar del hotel a esos abusadores, "Ah, qué par de tipos tan indolentes, venir a maltratar así a esa piltrafa, a ese pobre hombre". Huí del lugar, maldije, creo que lloré y estuve a punto de romper todos los parabrisas y vitrinas de la cuadra. No lo hice, simplemente me fui, porque un rayo de advertencia me ubicó cara a cara frente a lo que podía pasar: la policía confrontándome con los puertorriqueños, la indagación en mis antecedentes penales, otra vez la cárcel, adiós a la libertad, adiós al Plan Santiago. Dejé que el ácido corriera por dentro y partí hacia La Guaira.
Llegué al gimnasio. Santiago acababa de ducharse y se preparaba para ir a casa de Vergara. Este quería mostrarle unas grabaciones importantísimas, algunas peleas recientes de Samuel Serrano. La cara del entrenador se retorció como mordida por una piraña, pero Santiago me invitó y Vergara no tuvo corazón para negarme la entrada a su fabuloso apartamento.


Fabuloso apartamento. Un par de sillas destrozadas, una mesa en cuya madera debía haber más de un fósil prehistórico enterrado, unos trapos malolientes regados por el piso y dos niños más malolientes todavía llorando a moco suelto en la sala. Ese era el palacio al cual el distinguido Vergara quería negarme la entrada. Ah, pero eso sí: bajo una falda más sucia que la mujer que la utilizaba de vez en cuando –la mujer del entrenador– había un VHS, un aparato donde veríamos las películas. En fin, allí en la pantalla del televisor teníamos al aparentemente frágil Samuel Serrano. ¿Aparentemente? Bueno, hay cuestiones relativas, que sólo se comprenden cuando uno ve de cerca ese asunto de los estilos.
Están los boxeadores demoledores, los que avanzan, lanzan golpes desde el inicio del combate porque confían en su pegada y por lo general cuando ganan lo hacen en muy pocos rounds, por nocaut. Estos suelen tener problemas cuando se enfrentan a otro tipo de boxeadores más inteligentes y de largo aliento –los que mueven el cuerpo, pegan y se van, se escabullen, hacen girar el tronco, dan dos golpes en la zona media, se amarran, bloquean y son un fastidio porque nunca se paran a pelear cuerpo a cuerpo–, y no logran fulminarlos en los primeros rounds. Al primer grupo pertenecía Santiago y al segundo Samuel Serrano, con el agregado extra de que Serrano no era un novato, sino un veterano con combates contra alguna que otra leyenda del boxeo, como por ejemplo el filipino Ben Villaflor, el japonés Uehara. A Leonel Hernández le había ganado por decisión en 15 rounds en un combate bastante aburrido, en Puerto La Cruz, y se disponía a repetir la gracia el 29 de julio en Caracas.
En resumen, Serrano era heredero de un título que habían ostentado ciertos monstruos de la estatura de Alfredo Escalera, y compartía el alto sitial con otro mito llamado Alexis Argüello. Argüello y Escalera fueron campeones del Consejo Mundial de Boxeo y Serrano de la Asociación, pero la categoría era la misma. ¿Con qué historial contaba Santiago para retar a un caballero metido en tan alto lote?
Pero la ignorancia es una maravillosa generadora de espejismos, y he aquí al Santiago analizando, con sus ojos de pulpero, las peleas del campeón Serrano, que más de una vez a lo largo del vídeo cayó a la lona y cuando pegaba él su rival no parecía darse por enterado, al menos en los primeros rounds. Serrano se desplazaba con elegancia, esquivaba los golpes, contragolpeaba sólo cuando el contrario descuidaba la guardia. Era cierto, este monarca parecía bastante vulnerable. Vimos unos rounds de la segunda pelea contra Villaflor, luego una defensa del título contra un coreano, y la última pelea, íntegra, contra Yasutsune Uehara. Serrano no tenía un miligramo de pegada. Cuando lograba conectar un golpe neto rara vez enviaba a la lona a su oponente, aunque de vez en cuando aporreaba y abría heridas en el rostro. El, en cambio, solía caerse cuando lo conectaban en el sitio y en el momento precisos. Aporreador más que pegador, analítico más que apasionado; tal es la definición del peleador Samuel Serrano. Pero era el campeón mundial, y ese título no se lo había ganado por sorteo al comprar una caja de detergente.
Santiago miraba las peleas con la misma cara que ponen los niños al entrar en una tienda de golosinas. Esa fragilidad –aparente– de Serrano era todo un banquete para las esperanzas, y nuestro hermano se lo devoraba embobado, incrédulo, gozoso, hipnotizado. ¿Era posible que hubiera un campeón tan a la disposición de cualquiera que pegara con fuerza? ¿Un título mundial tan al alcance de la mano? Eso era lo que pasaba por el cerebro del hermano. Algo bastante distinto, mucho menos noble, que mi juvenil –y ahora muerta– aspiración, que no era sólo ganar un título, sino ganarlo en una pelea de esas que estremecen la sangre de las multitudes.
Salimos del fastuoso castillo donde vivía Vergara y nos fuimos a tomar el autobús de Catia La Mar. Sólo un rato más duró la fascinación de Santiago. Duró exactamente hasta que le hablé de la casa y de su decisión de marcharse. Sólo entonces aterrizó. "¿Cómo está la vieja?", preguntó. "Va a estar bien", lo animé. "Creo que es mejor que hagas tu vida afuera. Hacer un hogar aparte es una decisión de hombres". Me confesó entonces que el rancho donde vivía ahora quedaba en la parte alta de Montesano, allá mismo en La Guaira. Ni modo. Esta familia –te excluyo, Carlos, te excluyo con mucho gusto– nació para vivir en cerros.
–¿Está muy molesta la vieja? –insistió Santiago.
–Está arrechísima. Olvídate de la casa, yo me encargo, o mejor dicho, ya estoy encargado. La rabia se le va a pasar. Sobre todo cuando regreses hecho un campeón del mundo.
Cosa extraña. Al decirle esto último me pareció sentir algo parecido a la sinceridad. Hasta con un poco de emoción me salieron esas palabras. ¿Qué diablos me estaba pasando? ¿Ahora iba a quebrarme y a desearle éxitos a ese cabrón del coño? Me dieron ganas de vomitar.
Pero no, un veloz recorrido mental a los sucesos del día me hizo dar con un valiosísimo descubrimiento. Había un hijo de puta a quien tuve que haber matado esa tarde, y no lo hice porque este cuerpo ya no daba para más gestos viriles. Entonces comenzaron a encenderse luces y a sonar campanas. ¿No será una buena idea utilizar a Santiago para que hiciera por mí el trabajo de la destrucción, primero dentro, y luego fuera del ring? ¿No sonaba misterioso, tan extraño como genial, el repentino dictado de esa voz oscura, ese dictado que clamaba: utiliza a Santiago como un arma? ¿No estaba claro que eso era el preámbulo de la fase más ambiciosa de mi plan, aquella que quedaba resumida con sólo completar la frase: utiliza a Santiago como un arma contra sí mismo?



Capítulo 5




Gimnasio Leopoldo Márquez, llamado también El Poliedrito; ocho de junio de 1981. El puertorriqueño Julio Morales había registrado en la balanza 135 libras y tres cuartos, algo así como 61 kilos. Santiago, forzado a aumentar un poco su peso ideal para no presentarse con una desventaja demasiado amplia de kilos, pesó 59 con 900 gramos. Todavía le llevaba algo de ventaja el puertorro.
Cuando estábamos en el vestidor, antes de salir al ring, Vergara le dio las instrucciones básicas de siempre, le recordó las generalidades. Luego lo abordé yo mismo para darle nuevas recomendaciones. No era ningún desperdicio hacer de vez en cuando el papel de second útil para algo, de hermano preocupado de veras. Le dije que había visto al tal Morales en el gimnasio y que no era la gran verga de Cristo, que era más bien un gordito entusiasta aunque tanto o más lento que él, pero había que tener mucho cuidado con su upper y con ese gancho de derecha.
Le aconsejé que olvidara, al menos en esta pelea, el tecnicismo consistente en pegar fuerte a los costados para restarle velocidad en las piernas al enemigo y ablandarlo por debajo antes de rematarlo. No, la grasa del abdomen del sujeto iba a amortiguar muy bien la mayoría de los impactos, y además me constaba que Morales no había venido a bailar ni a correr en el cuadrilátero. Era hombre de pelea, de toma y dame y nocaut fulminante. Le recomendé que, en lugar de ello, golpeara en los hombros, en esa zona donde se juntan los hombros con las clavículas. Vergara me dijo desde el otro lado de la habitación que no confundiera al muchacho con ideas locas, pero yo insistí: "Cuando estén en la pelea adentro, en el cuerpo a cuerpo, pégale en el hombro derecho. Ese golpe no da puntos, no es espectacular, pero te aseguro que funciona, le tumba los brazos al otro, se los duerme. Eusebio Pedroza lo hace. Y Thomas Hearns, y Argüello, y Benítez".
Alguien llamó a la puerta del vestidor y anunció que era el turno de la pelea de Santiago. Hora de salir a la arena.


"Señores, buenas noches", tronó a un lado del ring el narrador emblemático del boxeo venezolano, Miguel Thoddé. No dejó de impresionarme el hecho. La voz de Thoddé y su ya famosa expresión de "Buenas noches" para indicar que un peleador podía perder por nocaut o ya estaba fulminado –y también como recio y lacónico saludo al comenzar las transmisiones, como en esa ocasión– había sido oída en peleas históricas, de gran envergadura, en varias del Morocho, Antonio Gómez, Marcano, Rondón, Betulio González. Ahora por primera vez se preparaba para narrar por Venezolana de Televisión un combate de Santiago Leiva, el Ligero Júnior que hacía delirar al público venezolano con su fuerza y sus condiciones. Tuve un nuevo ataque de vergüenza, pero hice el mejor esfuerzo por soportar todo aquello. Para esta pelea las condiciones eran otras, el hombre a derrotar estaba allá, en la otra esquina. En este combate era preferible ver ganar a Santiago.
En la esquina contraria apareció Julio Morales, sudado, brillante de grasa, amenazante en su expresión de Charles Manson sin escrúpulos. El Manoenlabola y Bud Spencer lo acompañaban, eran sus seconds. Al verme, Bud hizo "Psch" y Manoenlabola le hizo honor a su nombre y se llevó su mano a la bola izquierda.
El anunciador oficial hizo las presentaciones de rigor. Yo pude escuchar cuando Thoddé se refería a Santiago.
–Este muchacho tiene eso que llaman una pata de mula. Hombre que se deja tropezar por una de sus manos se va directo y sin escalas a la lona. Pocas veces se encuentra uno a un peleador de las categorías bajas con una pegada tan mortífera. Es común ver esa cualidad en un peso mediano, un semipesado o un peso completo, pero resulta que este jovencito es apenas un Ligero Júnior, tal vez un Pluma pasado, y ha metido unos nocauts de fábula una y otra vez, como si fuera la cosa más natural del mundo. Miren esos brazos. Miren ese pecho. Miren esa cara. Esa es la estampa de un campeón. No lo pierdan de vista. Pongan atención. Cuando choca un guante contra el otro suena como si estuvieran chocando dos ballenas. Roberto Riveiro tiene sus numeritos.
Roberto Riveiro, el hombre de las estadísticas y los números, a quien llamaban La Biblia del Boxeo, respondió a su lado:
–Santiago Leiva nació el 29 de abril de 1959 en Río Chico, estado Miranda, pero vive en La Guaira desde que tenía cinco años. Ha realizado seis combates, está invicto y tiene cinco nocauts. En el boxeo aficionado no tuvo una campaña muy rica, pero en sus peleas como profesional ha dado muestras de un poder impresionante. Su rival de esta noche, Julio Morales, nació en San Juan de Puerto Rico en 1957. Tiene 10 peleas, ha ganado siete y ha perdido tres, pero tiene seis nocauts. Así que la pelea no es fácil, es el clásico choque de trenes, dos hombres que lo único que saben hacer sobre el ring es avanzar sin dar cuartel. Vamos a ver quién pega primero. Yo creo que esto puede terminar por nocaut muy rápido.
–Bueno, allí los tienen. El puertorriqueño no es ningún corderito. Leiva es un trueno marino. Un auténtico trueno del litoral. Los entrenadores y los seconds salen del ring, suena la campana y comienza la pelea. Este es el primer round de la primera pelea estelar, pautada a diez asaltos. Leiva se planta en medio del ring, Morales se acerca, ensaya con una izquierda y falla. Leiva lo mide, Morales parece bastante más corpulento que él y su récord indica que pega duro. Leiva ataca con la derecha, falla también, queda un poco fuera de balance. Morales lo busca, los brazos de los dos peleadores se enredan, prefieren amarrarse, el árbitro interviene para separarlos. Morales gira hacia su derecha, amaga con la izquierda, lanza la derecha y llega a medias. Leiva lo toma con calma, sigue plantado en medio del ring. Hay que tener en cuenta que su rival es más pesado que él, tal vez por eso no se atreve a... ¡Tremenda mano! ¡Bárbara la derecha del Trueno del Litoral! ¡Buenas noches, señor Morales! ¡Buenas noches!
La derecha de Santiago acababa de formar un abanico que para efectos de la jerga boxística podría ser un gancho, pero en realidad fue una especie de aspa de ventilador que salió de algún lugar de su cuerpo y reventó en el pómulo izquierdo de Morales. El borinqueño cayó de espaldas, esperó que le contaran hasta seis, se incorporó con cierta lentitud, sacudió la cabeza y respondió con firmeza que sí cuando el réferi le preguntó si quería continuar. No parecía demasiado afectado, pero cuando se reanudó el combate dos chorros largos de sangre le salieron de la nariz. Aún así salió al ataque, era todo un hombrecito. Miguel Thoddé se dio un gustazo con la continuación de la pelea.
–El público se pone de pie. El puertorriqueño ataca, ¡golpea fuerte con la derecha! ¡Han tocado a Santiago Leiva! ¡Peligro! ¡El borinqueño está vivo y está mostrando su potencia y su velocidad de manos! ¡Leiva se agarra! ¡Está tocado!
Un ligero descuido de Santiago lo había hecho recibir aquella mano en el centro de la cara y estaba acusando el castigo. Aspiró aire, se recompuso, trató de retomar la iniciativa.
–Leiva esquiva esa izquierda, creo que está doblando demasiado el tronco. ¡Pega la derecha! ¡a la lona otra vez el puertorriqueño, parece que ahora sí está listo!
Pero la campana decretó el final del round, justo cuando Morales caía sentado producto de un derechazo corto a la barbilla. El puertorro llegó tambaleándose a su esquina, y allí lo reanimaron colocándole sales de amoníaco bajo las fosas nasales. Santiago tampoco estaba muy bien, la derecha de Morales le había producido un pequeño corte en el pómulo izquierdo, se veía mareado, resoplaba y las piernas le temblaban un poco. Bendita eventualidad, la falta de piernas. Vergara le aconsejó que dejara los escrúpulos y fuera a buscarlo, que la orden era salir a matar lo más pronto posible porque ese tipo pegaba demasiado, y pesaba como un toro. No podía dejar que se recuperara. Miguel Thoddé siguió narrando las acciones.
–Suena la campana para el segundo round. Santiago Leiva corre hasta la esquina de Morales, el puertorriqueño lo recibe con una derecha y una izquierda que se pierden en la guardia del venezolano. Leiva contragolpea, esa derecha roza la cara de Morales. El público permanece de pie, Leiva ensaya con un upper de derecha pero Morales lo bloquea. Morales castiga fuerte con la izquierda a la cabeza, Leiva se detiene, ¡otra izquierda de Morales!, parece ser muy franca la guardia de Leiva por ese lado. El venezolano lanza el recto de derecha, pega la izquierda, pega la derecha, ¡tremenda izquierda! ¡El protector del borinqueño vuela por los aires! ¡La derecha! ¡Otra izquierda de Leiva! ¡El árbitro detiene el combate! ¡Ahora sí! ¡Adiós, Borinquen querida! ¡Buenas noches, señor Morales, buenas noches!
Una combinación caótica pero con toda la potencia de Santiago hizo que la cabeza de Morales bailara sin control dos, tres, cuatro veces al compás de cada impacto, y el árbitro se apresuró a detener la masacre. Los seconds y el entrenador de Morales y el médico de la Comisión de Boxeo subieron al ring para atender al púgil, que caminó tres pasos hacia su esquina, sólo por reflejo, antes de desplomarse con los ojos vidriosos y dos grifos de sangre abiertos en la nariz y en la ceja izquierda. Santiago acababa de completar siete victorias y continuaba invicto, con seis nocauts.
Después de decretarse la victoria de Santiago Leiva un reportero del canal 8 lo llamó para entrevistarlo. Unas luces lo enfocaron, la cámara tomó por primera vez un close up suyo después de una pelea y, también por primera vez, alguien se dirigió a él como El Trueno; el apodo improvisado por Miguel Thoddé tuvo suerte y habría de acompañar a Santiago para siempre, o al menos durante su tiempo de gloria. El Trueno del Litoral. Qué basura. Un nombre tan sonoro para un carajo que nada más sonaba cuando comía, o en las noches, cuando roncaba o dejaba escapar sus gases de alcantarilla.
Le hicieron las mismas preguntas estúpidas de siempre: qué le había parecido el rival, cuándo se sintió triunfador, "¿Te dolió alguno de sus golpes?", infeliz, claro que duelen los golpes. Luego, cuando hablaron del futuro, el resentimiento y la obstinación de Santiago le hicieron cometer una impertinencia: "Bueno, ya gané esta pelea, ya complací al gordo Rafito, ahora que cumpla él. ¿Cuándo me van a traer a Samuel Serrano?". El entrevistador le recomendó que tuviera paciencia, "Las oportunidades no llegan tan rápido y Serrano tiene otros compromisos. Tienes que aprender a esperar". La molestia que le causó el consejo del periodista lo hizo incurrir en dos nuevos errores en una misma oración, al despedirse: "Bueno, un saludo a la afición venezolana y también al señor Rafito, donde se encuentre. Acuérdese que yo necesito pelear, necesito plata".
Error uno: el acoso al empresario Cardona. Error dos: en medio de la turbación se le había olvidado enviarle un saludo a mamá Micaela –eso deben hacerlo todos los boxeadores, saludar a su mamá– con lo cual a ella se le reforzó la idea de la ruptura de relaciones. Su hijo la estaba mandando al mismísimo carajo, por omisión.


Un día después del programa el empresario Cardona ofreció una recepción para sus colegas y visitantes de Puerto Rico en el hotel Caracas Hilton. Un mensajero suyo se había acercado al vestidor, justo después de la pelea, y había dicho que Rafito nos invitaba al brindis. Seguramente el empresario se alarmó al escuchar a Santiago expresarse con aquella amargura y quería aclararle algunas cuestiones. Era lógico, era natural. Uno de sus pupilos en ascenso se le estaba sublevando y había que halagarlo un poco para hacerlo volver al carril.
El entrenador Vergara dijo que no podía o no quería ir a aquella recepción. Yo, por alguna razón, o por ninguna, o por miles de ellas, sí sentía la necesidad de acompañar al recién bautizado Trueno del Litoral a su presentación en sociedad. Así que el martes lo fui a buscar a su rancho. El cargaba el blue jean menos destrozado que pudo encontrar bajo las ollas y los vasos llenos de café de Mojondemomia, y un suéter de esos que llaman cuello de tortuga, de color verde. Yo, por mi parte, saqué de un cajón mi mejor camisa a cuadros y mi mejor pantalón de pana, un par de prendas muy elegantes, sí, pero diez años atrás.
Llegamos al hotel a eso de las ocho de la noche. Bajo esas lámparas, caminando por esos pasillos, en medio de aquellas personas, Santiago y yo nos sentíamos tan cómodos como un par de ovejas en la jaula de los tigres. Al fin vimos a lo lejos el salón donde sería el encuentro y nos acercamos. Dos hombres que custodiaban la entrada nos dijeron que el albergue de los mendigos quedaba afuera, a dos cuadras del hotel. Entonces se operó un prodigio, un milagro de película. Desde el centro del salón se escuchó un alarido que era mitad júbilo, mitad orden terminante: "¡Se volvieron locos, vergajos! ¡Cómo no van a dejar entrar al campeón Santiago Leiva!", y la figura obesa –muy bien trajeado pero con unos ademanes y un hablar de tahúr– de Rafito Cardona se abrió paso entre los invitados para venir a estrecharle una mano y colocarle un trago de whisky en la otra al peleador estrella. A mí me permitieron también entrar por ser el acompañante del campeón. Conseguir un trago de whisky me costó un poco más, y conseguir quien me estrechara la mano ya fue imposible.
A Santiago lo arrastraron por varios rincones, se lo presentaron a varios grupos y personajes. Aparte de él había otros boxeadores en la reunión, entre ellos Fulgencio Obelmejías, Bernardo Piñango y Rafael Oronó. Después supe que a algunos de los peleadores de la cuadra de Rafito los hospedaban en las residencias Anauco Hilton, una extensión del hotel. Malos peleadores, buena vida.
Más tarde, Rafito llamó aparte a Santiago. No aguanté las ganas de acercarme a ellos, y lo hice. De todas formas alrededor de los dos se formó una rueda de escuchadores sin voz ni voto en el diálogo. El tema de la conversación era, increíblemente, la obsesión de Santiago con Samuel Serrano. Rafito le pidió que se calmara, porque había un problema. La próxima defensa de Serrano era contra Leonel Hernández, ese viejo y experimentado batallador, y si ganaba ese combate con seguridad ya tendría otro en mente o a punto de ser firmado, casi nunca ocurría que un campeón le diera dos oportunidades seguidas a dos peleadores del mismo país. Además, por ser un campeón tan vulnerable, era muy solicitado por los 10 peleadores que figuraban en el ranking, es decir, los que tenían derecho a un combate titular, y Santiago ni siquiera figuraba en esa lista. Así que de momento era imposible firmar una pelea con él, eso estaba fuera del alcance de la habilidad de Rafito. Otro problema, que Cardona se aseguró de explicar en voz muy baja, mirando hacia los lados.
–Aquí en esta misma reunión están los manejadores de Serrano. Ellos te vieron pelear anoche y se echaron a temblar. ¿Tú crees que quieren arriesgarse a que tú le arranques la cabeza al campeón?
–¿Entonces para qué tanto joderme si nunca voy a pelear por el título? –dijo Santiago desconsolado. Rafito quiso parecer generoso y lo animó con una promesa desproporcionada.
–No va a ser tan rápido como tú quieres, pero te prometo que en dos meses estás en el ranking, y antes de terminar este año te consigo una pelea por el título. Pero tienes que seguir ganando. Tengo dos peleas para ti en junio, y te vamos a subir ese sueldo. La semana que viene te fajas contra José Rosso. ¿Qué te parece? ¿Lo vas a dejar vivo? No te vuelvas loco, esto se va a poner bueno.
Santiago volvió a la vida, brindó por eso y se tomó un trago largo. Entonces Cardona le hizo la propuesta:
–¿Por qué no te vienes a vivir aquí, en este hotel? Aquí tengo ubicados a varios muchachos. Vas a tener comida, piscina, un buen gimnasio, una buena cama.
La respuesta de Santiago, un poco tartamudo ya con el primer trago de whisky, fue celebrada con aplausos por varios aduladores y por el mismo Rafito, y habría de ser citada muchos años más tarde, cuando los periodistas se empeñaban en compadecerlo como a una víctima del monstruo que era su hermano, Gerardo Leiva:
–Quédate con tu frío de mentira, gordo. Yo me quedo con el calorcito de verdad de la playa.


A esa playa que la simpleza de Santiago prefirió antes que al aire acondicionado del Caracas Hilton llegamos en la madrugada del miércoles. En Macuto, mi viejo escenario de conquistas, revolcones y perdición, nos atacaron las ganas de caminar por la playa, y fue lo que hicimos. Santiago, que estaba borracho hasta las cejas, hablaba sin parar, no se cansaba de referirse a Samuel Serrano como al regalo más lindo para un retador con coraje. "Tú lo viste, Gerardo, tú lo viste. Es una mamita. Ese hombre es una mamita", decía. Le di la razón. Seguro que sí, le dije. Samuel Serrano era un lagartijo, un pedazo de gafo, un minusválido.
Dejé que su fantasía cobrara forma, que el hambre de gloria le hiciera chorrear saliva. Aproveché ese momento de euforia, esa inconsciencia, y entonces lo hice: saqué del bolsillo unos gramos de polvo, halé duro por esa nariz. Después le ofrecí. El se rió con esa risa boba de siempre, miró la montañita blanca unos segundos y de pronto le cayó encima con unas ganas tan dramáticas que casi me sentí mal por no haberle ofrecido antes. Así quería verlo, con la nieve de los atorrantes en el cerebro. Estaba ansioso por ver cómo reaccionaba cuando bajara del ensueño.
Le dije que se olvidara de la pelea contra Serrano. Era más fácil y más realista esperar un combate contra el otro campeón, Cornelius Boza Edwards, un ugandés con dinamita en las manos, pero con él Rafito no podía hacer nada porque era el monarca del Consejo Mundial de Boxeo, y los tentáculos del empresario se movían sólo en la Asociación Mundial. Además estaba en el medio la pelea contra Leonel. ¿Cómo estaba tan seguro de que Leonel Hernández no iba a aprovechar primero que él esa ganga?
Le expliqué que en todas partes del mundo el negocio funciona como Rafito hacía funcionar el suyo. Los empresarios como él sólo quieren explotar un poco a sus pupilos, hacerlos crecer como la espuma para atraer gente a los programas de boxeo. Los halagan un poco, los ponen a combatir contra bultos sin agallas, contra paquetes, mientras que a otros, los consentidos, les reservan los combates que mejor los pueden promover en el exterior, los hacen foguearse de verdad para elevarlos hasta el ranking cuando nadie se lo espera, y luego venían los chances titulares y toda esa paja. En el caso de la categoría de Santiago, el verdadero consentido de Rafito era ese tal José Rosso. Ese tipo, que también andaba invicto (ocho peleas, sin derrotas, con cinco nocauts) había sido llevado con más cuidado pero también con más firmeza. ¿No era verdad que Rosso venía de cumplir campaña en República Dominicana, mientras a él lo tenían protagonizando peleas sabaneras en Caracas?
–¿Por qué piensas tú que de pronto te pusieron a pelear contra un peso Ligero, el gordo Morales, y ahora te llevan a pelear en Ligero Júnior? ¿No se ve muy claro que te quieren sacar de forma, descontrolarte el peso? ¿No te das cuenta de que vas a pelear contra Rosso, el mejor Ligero Júnior joven que queda en el país, pero primero tienes que bajar unos kilos en menos de una semana? ¿No te parece que has ganado muy fácil y eso es parte del plan? ¿Hacer que te sientas una estrella para fabricarte un nombre más o menos sólido, para que la gente se entusiasme y vaya a ver cómo te revienta a coñazos el verdadero ídolo de la cuadra? ¿Y esos whiskys? ¿Rafito te los brindó porque eres su amigo del alma o porque quiere que estés fuera de forma cuando pelees con su pupilo? ¿No te parece lógico que el lunes, cuando te toque fajarte con Rosso, éste va a bailar toda la noche en ese ring hasta que te canses, te va a obligar a ir más allá del sexto o séptimo round, donde nunca has llegado, y te va a fulminar como a un pendejo cuando le dé la gana? ¿Y si la pelea llega a decidirse por votación de los jueces, no crees que ya todo está arreglado para darle la victoria a Rosso, así le des una paliza? ¿No te diste cuenta de que te están haciendo como a los cochinos? ¿Engordándote para sacrificarte y llevar a Rosso con toda calma hasta el campeonato del mundo?
Santiago hizo un gesto de fastidio, después soltó una lenguarada sin sentido, se apartó de mí a manotazos y corrió hasta la avenida. Entonces comenzó a llorar a gritos. Lo seguí desde lejos, me sentía desahogado y feliz. Cuando llegué a la avenida principal vi un espectáculo de lo más interesante. Santiago se había quitado toda la ropa y se había lanzado a correr por el medio de la vía, en sentido contrario al de los carros. Nunca en mi vida había rogado tanto por ver aparecer a una patrulla de la policía.
Frenazos. Gritos indignados. Ladridos de perros furiosos. Alguna carcajada. Bellísimo espectáculo.


Ese miércoles, por supuesto, no fue al gimnasio, y tampoco lo encontré en el rancho de Mojondemomia. Cuando comenzaba a imaginarme lo peor –lo mejor–, busqué a Micaela, y ella me contó.
–Por ahí vino en la madrugada, antes que tú. Estaba hecho polvo. Creo que lo robaron. Andaba desnudo y cargaba unas sábanas encima.
Esperé que me dijera algo más. No parecía muy interesada en decírmelo.
–¿Te dijo algo?
–Nada. Cogió una ropa tuya y se fue otra vez.
Entre el jueves, cuando por fin apareció, y el lunes, día de la pelea con Rosso, casi ni me dirigió la palabra. Se dedicó a entrenar suave, según recomendación de Vergara, y por primera vez en la vida hizo un esfuerzo por salir a trotar el tiempo establecido. El pánico le había dado por prepararse a fondo, pero ya no había mucho que hacer. Faltaban cuatro días para el combate y tenía apenas tres para entrenar. Y debía aprovecharlos para bajar el kilo que le sobraba, nada de ensayar tácticas que no hubiera aprendido hasta ese momento.
Las veces que me acerqué a él bajaba la mirada y se apartaba hacia otro lado. Ni me dio las gracias cuando le devolví su cartera con sus papeles. Yo lo dejé en paz, quería ver si él mismo se acercaba para decirme algo. No lo hizo, pero el lunes, cuando me preparaba para subir a Caracas, estaba esperándome en la parada del autobús. Me preguntó cómo lo había visto, quiso saber si había hecho algo indebido en casa de mamá Micaela. Su molestia no era conmigo, sino con su propia inmadurez, y esto me tranquilizó. No dejé pasar la oportunidad para devastarlo anímicamente todavía más.
–Ve olvidándote de volver para allá. Me dijo que le pegaste. Tuve que convencerla de que no te denunciara en la policía.
Volvió a bajar la cabeza. Después, guardó silencio hasta que llegamos a Caracas.
Le reiteré mi apreciación sobre Rafito, según la cual ese señor sólo lo había llevado hasta allí para convertirlo en un payaso. La fase del engorde de su carrera estaba terminando, ahora venía el capítulo donde iban a devolverlo a tierra sin paracaídas, y después iba a tener que pelear en pésimas condiciones y en cualquier peso para pagarle las deudas a Rafito y a los acreedores. Yo conocía casos así, boxeadores convertidos en despojos humanos, pobres diablos que deambulaban de gimnasio en gimnasio y de ring en ring, aguantando coñazos para ganarse unos centavos sin esperanzas de subir a ninguna clasificación, unos pobres pendejos que existen sólo para engrosarle la lista de victorias a los demás. Le puse como ejemplos las víctimas que le habían puesto enfrente a él mismo. ¿Quiénes eran y a dónde podían llegar unos pobres diablos como Céspedes, Rojas, Orozco, Bolívar, Briñoles?
–¿Y Rosso? ¿Qué tiene ese Rosso de especial? Bueno, no mucho. Pero me parece muy sospechoso que a él lo hayan llevado al exterior y de pronto lo hayan traído para pelear aquí. Yo pienso que quieren traerlo para demostrarle al público que es indestructible, el primer peleador sólido de verdad de la cuadra de Cardona. Yo te quiero dar un solo consejo. Si la pelea llega al quinto round y no has podido noquearlo, tírate a la lona. El boxeo es demasiado mierda para que te sacrifiques por él, y mucho menos por Rafito. Tú eres para él una mercancía más de su negocio.
En ese punto iba el largo sermón cuando llegamos al Poliedrito. Afuera estaba el entrenador Vergara, esperándonos. Volteé un momento antes de bajar del autobús para verle la cara a Santiago; tenía los ojos brillantes, estaba un poco sudado. Pensé en las mil vainas que pasaban por su mente, en su deterioro físico y moral. Entonces le solté el consejo definitivo.
–No les des el gusto. Abandona esa pelea antes de que termine. Retírate de toda esta porquería.
Santiago siguió caminando con la cabeza baja. Antes de llegar a donde estaba Jacinto Vergara, reaccionó.
–¿Sabes una vaina?
Me quedé callado para que lo dijera. Estaba loco por escuchar su sentencia final.
–¿Sabes una vaina? Rafito es muy vivo, ese coñísimo de su madre. Pero yo puedo ganarle a ese pendejo que me traen para hoy. Apuéstalo, para que te metas un billete. A Rosso lo parto por la mitad, lo revuelco, me lo cojo, me lo meo.


Rosso salió a girar y a moverse por todo el ring, tal como se suponía que iba a hacerlo. Era un estilista, un efectivo estilista capaz de desinflar a Santiago en varios rounds y dejarlo sin fuelle, antes de iniciar su ataque y comérselo vivo. El Poliedrito estaba lleno, la propaganda de Rafito al enfrentar a sus dos peleadores invictos había funcionado. El Trueno del Litoral contra el excelente esgrimista José Rosso; uno de los dos tenía que conocer por primera vez la derrota esa noche, la del 15 de junio de 1981. Santiago embistió dos, tres veces, y Rosso lo evitó con sus largos brazos y sus rápidos desplazamientos. Nueva derecha de Santiago, nuevo movimiento de Rosso hacia la derecha. Además de buena estatura, el flaco Rosso tenía un estilo bastante depurado. Dos veces logró Santiago ubicarse cerca de él, dos veces optó Rosso por neutralizar su acción amarrándole los brazos. Santiago intentó castigarlo con la izquierda en la zona del hígado, y Rosso bajó el codo para bloquear ese golpe. Pero no se conformó con eso.
Súbitamente, ante la gritería de la multitud, atacó con una seguidilla impresionante de izquierdas y derechas. Yo alcancé a contar seis golpes, y al menos tres llegaron al cuerpo y la cabeza de Santiago..
Vergara le pidió, al llegar a la esquina, que no se dejara impresionar. Le dijo que todo era cuestión de acercarse y golpearlo en los costados, en la zona media.
Como si se tratara de una pelea callejera y no de un combate profesional, Santiago corrió a buscar a su rival y lo bloqueó con el brazo izquierdo mientras le metía unas derechas abajo. El réferi los separó y le llamó la atención al Trueno del Litoral; si volvía a hacer una cosa como aquella iba a quitarle puntos. El combate se reanudó, Santiago se notaba desconcertado y todavía faltaban siglos para llegar a la mitad del combate. Rosso siguió adelante con su estrategia: mantenerse a distancia ayudado por su jab y por su constante girar alrededor de Santiago. Nuestro hermano lanzaba un golpe de vez en cuando y se replegaba, seguramente le causó respeto la seguidilla de golpes del round anterior.
En el cuarto asalto, Rosso volvió a tener un momento de inspiración, y atacó. Santiago recibió una derecha y pudo asimilarla. La asimiló tan bien que, apenas Rosso emprendía la retirada, dio dos pasos al frente y ripostó con una izquierda loca y desordenada, uno de esos golpes sin forma que tanto comenzaban a gustarle al público: una izquierda que impactó en la frente de Rosso con un sonido de botellas despedazadas y lo arrojó contra las cuerdas. Quizá fue el rugido de los fanáticos, quizá fue su poca experiencia, pero lo cierto es que Santiago tuvo un momento de duda y no alcanzó a rematar a un Rosso congelado por la sorpresa. Cuando los dos comenzaban a reaccionar sonó la campana.
Recomendación de Vergara: "Está bien que ensayes el contragolpe, pero tienes que tratar de acercarte, meterle duro por las costillas, abajo en el estómago. Esa bailadera no te conviene".
En los asaltos siguientes Santiago se mantuvo al ataque, un poco ciego y desesperado. Rosso no tuvo problemas para torearlo como a cualquier novillo. Santiago intentaba encontrarlo y lo hacía de verdad, con honestidad, pero Rosso no tenía ningún interés en enfrascarse en un toma y dame contra un sujeto con una pegada bestial como la de Santiago. En uno de esos ataques sin brújula, el hermanito consiguió conectarlo abajo, en el costado derecho. Rosso dobló el tronco pero esta vez no se dejó aplastar por la sorpresa, fabricó un látigo con la izquierda y castigó tres veces con el jab a Santiago, sacándolo de balance. Una parte del público abucheó a Rosso, como es lógico; a la gente sólo le gustan los intercambios de golpes, la acción y la sangre, y este muchacho se limitaba a hacer su trabajo: pegar y evitar que le pegaran.
Por primera vez en su vida Santiago llegó al quinto round y más allá. También por primera vez en su vida, al menos desde que se hizo profesional, estaba recibiendo castigo. Y lo mejor era que Rosso se veía entero, fuerte y veloz. Me felicité por mis dotes de profeta. ¿No le había descrito a Santiago ese combate y esa estrategia, casi golpe por golpe? Mientras Vergara le rogaba que buscara el combate adentro, pasara lo que pasara, creí ver que Santiago me miraba con actitud interrogadora, casi de reproche. Sólo por no dejar, le dije que el otro también estaba cansado, que lo buscara hasta que cayera. Es posible que se me haya notado en el rostro la falsedad y también la alegría. Pero ya poco importaba, el daño estaba hecho, pensé. Hasta que llegó el séptimo round.
Una derecha en recto de Rosso, durísima, pasó rozando la cabeza de Santiago. Esa fue su última acción en el combate, porque, herido como estaba, movido por la misma frustración y el mismo pánico que lo habían llevado pocos días atrás a echarse a correr desnudo desde Macuto hasta La Guaira, Santiago tomó impulso y le encajó un derechazo con un estruendo que reverberó en todo el gimnasio en forma de gritos enloquecidos. José Rosso acababa de caer de espaldas en el centro del ring, convulsionando, mostrando lo blanco de los ojos, porque el carajazo de Santiago Leiva, El Trueno del Litoral, le había incrustado el protector bucal en la garganta. El médico y los asistentes subieron de emergencia al ring para sacárselo; la muerte por asfixia asomaba el hocico desde una esquina.
Cuando pudieron extraerle el protector a Rosso, lo voltearon boca abajo sobre la lona para que expulsara lo que tenía que expulsar; juro ante ti, Carlos Leiva, ante quien no tengo nada que jurar, que esas piezas blancas que salieron de la boca de Rosso, mezcladas con los colgajos de sangre, la saliva y el protector, eran tres, cuatro, cinco dientes, con sus respectivos trozos de encía viva adheridos.
"Para qué estremecerse, para qué morir de envidia, por qué negarse a celebrar", me dijo la voz oscura. "Si eso es lo que nos tiene reservado este juego, hagamos fuerza para que la carrera de Santiago Leiva siga en ascenso. Que suba, que se eleve hasta el éter; que ascienda hasta el infierno, mucho más de lo que él mismo ha soñado. Que suba lo suficiente para hacer que se vea microscópico. ¿Acaso no es más fuerte el carajazo al caer cuanto más alto se llega?".



Capítulo 6


Fraterno Carlos Leiva:
No tengo que explicarte cómo reaccionó mi hígado delante de aquella evidencia: Santiago se había convertido, contra toda lógica y contra mis deseos, no en un boxeador eximio ni en un noqueador imponente, sino en un artefacto de demolición. Lo cual tenía su lado provechoso para mí, puesto que ya había tenido tiempo de verificar lo manejable y desordenado que era ese afán de destrucción. Todo estaba –o parecía estarlo– servido para las maniobras siguientes.
Aquella noche lo convencí para que celebráramos su nueva victoria en los bares de putas, en los huecos más podridos y sabrosos de Caracas. Antes, por supuesto, lo colmé de felicitaciones y hasta le pedí perdón por mi feo análisis de antes. Después de todo –le dije– él era un peleador fuera de serie y le sobraba fuerza para destrozarle los planes a Rafito Cardona –ese ladrón–, pero mi deber era prevenirlo contra las maniobras de los tipos tramposos. Convincente o no mi argumentación, lo cierto es que Santiago se la comió completa, casi sin saborearla. Algo comprensible debido a su idiotez, pero de todos modos un poco extraño. ¿No le había dado suficientes muestras de generosidad el empresario Rafito? ¿No era más fácil confiar en él que en mí? Esa misma madrugada había de llegar a mis oídos la sensacional respuesta a esas preguntas.
Al ser entrevistado para la TV, Santiago aprovechó para lanzarle un nuevo recordatorio al empresario. Reveló a todo grito y ante miles de televidentes la promesa de Rafito: "El gordo me va a conseguir una pelea por el título antes de diciembre. Eh, gordo, no se te vaya a olvidar. Ya te reventé al lagarto que me trajiste hoy. A ver si me traes a un rankeado ahora". La reacción tomó por sorpresa a los comentaristas, quienes intentaron salvar la imagen del ídolo y sacarle un comentario gallardo hacia el caído, pero ante la turbación general Santiago lo despachó con una agria despedida: "Los lagartos a su monte, los monos a su palo y los pendejos a su cueva. Que aprenda a pelear". Rafito, muerto de la risa, le canceló el dinero por su pelea de esa noche y también por la siguiente, y además, para acabar de tranquilizarlo y ganarse su voluntad, le perdonó la deuda de los próximos dos meses.
Fue fácil, pues, convencer a Santiago para que saliéramos a festejar. Según un acuerdo inicial, sólo gastaríamos la parte del pago que me correspondía, pero los planes cambian, sobre todo después de cargar diez o quince cervezas en el cerebro. Vergara le aconsejó un poco de control, casi le suplicó que se mantuviera cuerdo, pero al parecer para Santiago era muy importante complacer al buen Gerardo, su hermano del alma, tan sacrificado y tan merecedor de un poco de atención. Vergara me miró por dos segundos. Aquellos ojos eran dos candelas de odio o terror, pero al final decidió tragarse sus comentarios y le dijo a Santiago: "No te pongas bruto. Te conviene estar sano". Dio la espalda y se fue, mordido por una preocupación que se le notaba hasta en la forma de caminar.
Nuestro tour comenzó en la avenida Nueva Granada, que no se caracteriza precisamente por ser la zona más distinguida de la ciudad, sobre todo después de la medianoche. Vimos el desfile de diablas y transformistas que se venden por un tabaco aliñado, un tubo de nieve o cualquier billete de miseria. Vimos a diez o veinte lobos solitarios y parejas de lobos de los que asaltan en serie, siempre en la misma cuadra, sin que las patrullas que de cuando en vez se dejan caer por el lugar logren pillarlos jamás. Estábamos de suerte esa noche. Justo al pasar por el cruce de la avenida Roosevelt vimos en acción a uno de aquellos equipos de dos. El primero intentó inmovilizar a la víctima –un señor gordo y bien trajeado– aplicándole por detrás una llave de lucha olímpica, mientras el otro le metía sus buenos carajazos por la barriga. El hombre, más fuerte de lo que ellos se imaginaban, derribó al que lo sostenía por detrás con un manotazo desesperado. El de adelante levantó de la acera una botella, la partió y trató de amedrentar al gordo colocándosela cerca de la cara. El hombre retrocedió un poco, miró a los lados y no vio a nadie. Miró hacia la acera de enfrente y nos vio a nosotros, instalados en primera fila en plan de espectadores. Pidió auxilio tímidamente, tal vez porque supuso que éramos del equipo de los malos. Entonces se soltó a gritar con unos gritos a los que nadie respondió, entre otras cosas porque ver a un hombre implorando por su vida no es ninguna novedad en esas calles. El gordo trató entonces de correr hacia donde estábamos nosotros, pero antes de llegar a la isla ya tenía encima a los ladrones. Uno de ellos lo atrapó de nuevo por detrás y le abrió el pescuezo con el pico de la botella. Después vino la revisión de la chaqueta y del pantalón, el saqueo rápido, el despojo de los zapatos. Y después el temblor del gordo tratando de gritar y de levantarse. No logró nada de eso, porque la muerte le pesaba tanto como la tonelada de grasa de su cintura. Tuvimos que marcharnos. No es bueno hacer de testigo cuando los protagonistas no han dejado rastros.
Caminamos más hacia el norte y entramos en el primer bar-cabaret, justo a tiempo para ver el show estelar. Sentimos un olor desnudo y de pronto, frente a nosotros, comenzaron a moverse las mulatas más recias, los culos más redondos y sudados de la noche. Aplaudimos a rabiar la actuación de unas tipas que respondían por igual a los halagos y las groserías con una sonrisa que parecía sacada de la tumba, una mueca mal entrenada de agradecimiento a los que reconocían la excelencia de su arte. En ese sitio estuvimos hasta cerca de las dos de la madrugada. Previa revisión de sus bolsillos para verificar que había fondos suficientes para multiplicar por diez las cervezas consumidas hasta esa hora, partimos hacia otros locales. Nos detuvimos unos pocos minutos en un local que ya pasó a la leyenda del Caribe, gracias a una voz inolvidable: el Tíbiri-Tábara, convertido en un botadero de basura y de centavos capaz de espantar muy lejos a cualquier leyenda y a cualquier fantasma, incluso a la leyenda y el fantasma de Daniel Santos. Vimos y manoseamos más putas en La Orquídea, nos dejamos embelesar por el show de Mi Bombo, donde unas niñas de cuerpos de fantasía se enredaban en un culebrismo todo loco bajo un vulgar chorro de agua, como el que sueltan los grifos de los lavaderos.
Serían las cuatro de la madrugada cuando llegamos a La Piña de Oro, una sala de billar con unas luces rojiamarillas, precarias. La hazaña allí no era ganar un partido, sino pegarle a la bola correcta. A esa hora ya teníamos adentro suficientes cervezas, y suficiente euforia en el ánimo. En una noche habíamos tenido un triunfo –una derrota, en mi caso–, sangre, muerte, putas, alcohol, aire nocturno, cosas buenas para el animal de adentro. Justo cuando pensaba en mi propio animal cuando me fijé en el que tenía delante, recostado de la barra. Santiago parecía un gorila, una mole o una estatua. El ojo izquierdo aporreado, la mitad del rostro un poco más oscura que la otra a causa de los golpes, el sudor bajándole en gotas gruesas hasta la franela, el agua tibia de los ojos desparramando brillos, la desorientación mental manifestada en sus pocas frases. Lo que mejor se le entendía era su rosario: "Serrano es una mamita. Rafito, gordo, tráeme a Serrano".
Estábamos tomándonos la segunda cerveza de ese lugar, y quizá la número treinta de la travesía, cuando Santiago me hizo la invitación. "Vamos a jugar. Yo pago la mesa". Acto seguido, llamó al encargado del billar y le pidió una piña y unas bolas. "Vamos a jugar", insistió. Lo miré de frente, con tanta fijeza como pude. Santiago también me miró. Intenté congelar la mirada en él, a través del humo de docenas de cigarrillos, y él quizá se esforzaba por hacer lo mismo. Un minuto después volvió a insistir: "¿No sabes jugar?", ya preparado para iniciar con el taco en la mano. Seguí callado, tratando de que interpretara la situación por sí mismo. Pero mi silencio no era suficiente para explicarle nada a este gusano infeliz. Entonces me subí la manga izquierda hasta el hombro, y levanté el fragmento de brazo.
Santiago pareció despertar, se dio un manotazo en su cabezota pelada –un manotazo que resonó como un correazo en una nalga desnuda–, como quien recuerda de pronto algo muy importante, se frotó los ojos, retrocedió y regresó a su puesto en la barra. Allí se apoyó en los codos, metió la cabeza entre las dos manos y empezó a llorar. Y a pasear esos mocos. Por segunda vez lo veía reducido a su condición original de niño retrasado. Me acerqué con el falso objeto de consolarlo y pedirle que se calmara, pero en realidad fui a esperar que hiciera su confesión. Y qué clase de confesión, hermano, qué clase de confesión.
Dijo, en un idioma bastante claro si estuviera hablando con un mandril, pero apenas entendible para mis ansias de información, cuánta pena le había causado aquel episodio de Mario, el borracho que tuve que matar debido a su cobardía. Dijo que nunca se hubiera imaginado que callar a aquel pobre tipo era tan importante, y por eso no había puesto todo el empeño. Dijo que yo era su ídolo, que nunca se había perdonado a sí mismo mi tragedia y por eso se había hecho boxeador, nada más para lavar mi nombre, y en mi nombre tenía que conquistar ese campeonato mundial que yo nunca pude ganar. Dijo también que mamá Micaela no había llorado tanto como él por mi muerte, perdón –"No quise decir eso, cómo voy a decir que tú estás muerto"– por mi problema, y que él y la vieja lo habían arreglado todo para no causarme más molestias, hiciera lo que hiciera, "Ni falta hace que trabajes, yo voy a darte algo de lo que gane", pero no porque me tuviera lástima sino por un gesto de admiración, "Usted es un hombre grande, Gerardo, yo quiero ser como usted, no me odie, no crea que yo estoy gozándome esta fama, yo tengo pena por lo que le pasó a usted", y aquel chorro de lágrimas y líquidos verdes de su nariz mezclándose en la barra con la cerveza y los vapores de sudor convertidos en un rocío salado.
No puedo decir que después del festival de tragos y del coñazo de la revelación estaba al cien por ciento en capacidad de planear cuál debía ser mi actitud correcta, pero mientras Santiago se ahogaba en su remordimiento y su culpa me tomé un par de minutos para pensar. Tuve que hacer una selección entre el respeto al plan y lo que me dictaban las ganas, entre aprovechar que esa gigantesca espalda estaba allí, entregada, franca, para hundirle una botella partida hasta los tequeteques, o aprovechar esa postración moral para hacer lo que tenía proyectado sin necesidad de ir preso otra vez. Al fin le di una palmada en la espalda, lo animé, "No me jodas, un monarca no llora. ¿No quedamos en que Samuel Serrano es la mamita y tú eres el campeón?". Le dije que dejara esas preocupaciones pendejas porque en mí no había rencor –¿contra mi hermano? ¡nunca!– y además lo importante era el futuro, el pasado había quedado atrás y blablablá, toda esa paja loca que uno aprende de tanto andar entre hipócritas y traidores. Le pedí un poco de dinero y él me lo dio en el acto, aunque un poco preocupado, "No te vayas a ir". Lo tranquilicé, "No, ya vuelvo", y salí a la avenida. A los cinco minutos regresé con unos gramos de nieve. Un perico más o menos puro, nada más para alegrar los sentidos.
Santiago no tuvo reparos en aceptar cuando le ofrecí la primera vez. Y, por supuesto, tampoco la segunda, ni la tercera, ni las demás. Al cabo de un rato cambió el llanto por una actitud de coloso y se lanzó un potente discurso sobre Gerardo Leiva, el mejor peleador del mundo, y Santiago Leiva, su digno continuador. Cuando hubo terminado de gritar, un hombre con aire de ecuatoriano se le acercó y dijo que lo reconocía. "Yo vi su pelea anoche, maestro. Muy buena". Santiago le dio las gracias.
–Nomás se le veía un poco lento, ¿qué le pasaba? De verdad, parecía una vaca.
El primer impulso de Santiago fue celebrarle el chiste al hombre. Pero yo intervine a sus espaldas: "¿Qué vaina es esa de llamarlo vaca, rolitranco de pendejo?". El hombre se puso tenso.
–No es con usted, viejo, es con el señor acá –dijo.
–¿Cómo que vaca? ¿Tú vas a ofender a mi hermano, enano siniestro, relambepipe y maricón?
Silencio en el billar. La mayoría de los presentes se fueron arrimando a las paredes, otros se quedaron muy cerca frotando los palos con las manos.
–¿A quién le dices vaca, maldito estúpido, coño de tu padre, y no te nombro a tu madre porque hace tiempo no me meto con putas?
–Un momento –reaccionó el hombre, quitándose la camisa con un gesto de desafío–, no me nombres a mi vieja.
–Bueno, Santiago, un campeón de verdad no deja que un pendejo como éste le busque pelea.
Santiago había permanecido como ausente de la discusión, pero al escucharme se estremeció, se quedó quieto un momento, volteó a verme, la sonrisa de idiota apagada y la boca abierta. No, no era en broma, mi llamado era en serio, tan serio como aquel otro de 1974. Miró hacia los lados, casi dormido. Luego se movió lentamente, se torció los dedos hasta hacerlos tronar, se dobló hacia abajo como si fuera a amarrarse los zapatos y cogió una silla por las patas. La silla se desarmó entre sus manos como una bolsa llena de espaguetis crudos. En cada mano le quedó una pata.
Apenas tuve tiempo para saltar dentro de la barra y mirar la escena desde allí, más o menos a salvo del cataclismo.


Cuando todo terminó, mil chispas de sangre encochinaban la tela de las mesas de billar, una docena de guapos –que al principio eran muchos más– quedaron desparramados dentro del bar, en la acera y en la calle, y siete policías sudaban ríos de tinta tratando de contener a un Santiago que no paraba de aullar, patear, morder, gritar. Serían las cinco o las seis de la mañana. Las calles empezaban a llenarse de gente y el cielo de Caracas comenzaba a llenarse de sol.
Buena pelea. Hacía tiempo no ejercitaba la vena sanguinaria, aunque esa vez no me arriesgué a salir de cuerpo entero a combatir. Creo que por mi desventaja física se me puede perdonar que haya estado todo el tiempo protegido del otro lado del mostrador, desde donde me di banquete lanzando botellas llenas y vacías y repasando a los combatientes que se acercaban más de la cuenta, todo esto después de obligar al dueño del negocio, un portugués hediondo a alcanfor, a dejarme libre el camino, bajo amenaza de destripamiento. Cuando escuché las sirenas tuve cuidado de asegurar mi retirada por dentro del local. Pasé a la cocina, subí unas escaleras de caracol y de pronto me vi montado en la azotea del bar. Santiago, por su parte, repartió palazos y hasta esquivó unos disparos en lindo estilo, antes de descalabrar a patadas al dueño de la pistola. Aunque hubiera preferido que una de aquellas balas le hubiera partido el alma, fue una delicia ver cómo reventaba a los rivales como si fueran cucarachas y, sobre todo, ver cómo lo sometían y se lo llevaban los de uniforme. Mientras ellos estaban ocupados con Santiago, yo salté por encima de un muro y fui a caer en un terreno baldío, desde donde pude salir caminando hasta la calle de atrás. Buena pelea, bonita pelea.
Caminé un rato, tratando de tranquilizar a la voz oscura, a mis ideas y a mi estómago. Como no logré calmar a ninguna de las tres cosas, seguí caminando. Dejé que el calor me ayudara a salir del embobamiento, y de repente no sentí más nada.
Desperté cerca del mediodía arrojado en una plaza, debajo de un montón de periódicos y cartones, como un despojo más en la ciudad de los despojos errantes.


Capítulo 7




Ni modo. Había llegado la hora de inventar la excusa del siglo, la gran explicación: ¿por qué diablos Santiago había caído preso y Gerardo no? ¿No andaban juntos ellos dos esa noche de los acontecimientos, como lo habría de testificar el entrenador Vergara apenas le hicieran la pregunta? ¿No se supone que el lisiado es el asesino, el hampón, el que tiene en su haber un expediente policial lo bastante grande para cubrir con papeles sellados las torres del Parque Central? Mientras caminaba Montesano arriba –serían las 4 de la tarde– hacia el rancho de Santiago y su Carmencita, y trataba de fabricar un cuento medianamente creíble. A medida que iba dejando atrás las casas más o menos bien plantadas y me adentraba en el territorio de los ranchos tasajeados por el sol, menos lograba dar con una historia decente, creíble, tragable. ¿Qué hacer, qué decir? Convertir a la buena de Carmencita en testigo de mi preocupación por encontrar al hermano extraviado parecía la única estrategia clara, al menos en lo inmediato. Carmencita, la única aliada. Quién lo diría.
Llegué al rancho con el cerebro en blanco, demasiado en blanco, y para variar Carmencita me recibió con una letanía oscura y tartamuda. Después de mucho esfuerzo entendí lo que me decía: Santiago había llegado y se había marchado pocos minutos antes para la casa de Micaela. Estaba un poco alterado y quería saber si yo me encontraba allá. Horror. Le di la espalda a la ex aliada Carmencita –quien desde ese momento volvió a ser la Mojondemomia de siempre– y me disparé a correr por esas veredas, cerro abajo en mi rodada, a ver si le ganaba la carrera a Santiago y llegaba antes a casa de Micaela. Antes de irme, Mojondemomia me gritó: "Límpiate esa frente", y entonces me di cuenta de que tenía una cortadura muy larga, aunque superficial, desde la ceja izquierda hasta la oreja derecha, quién sabe si producida por algún vidrio escapado en el billar o por alguna rama o basura en mi dormitorio al aire libre de aquella noche. Al fin tenía algo a mi favor. Por supuesto, no iba a limpiarme, sino más bien a frotarme la herida y quizá abrírmela un poco más, para que se viera lo más precaria posible.
A pesar de que ahora los planes y algo más estaba en peligro mortal, allí tenía la justificación que necesitaba. Ahí estaba, nítida y en technicolor, la trama: me habían dado una revolcada de antología durante la trifulca del billar, me metieron más patadas que una película de kung-fú, me escupieron y me vejaron, perdí el conocimiento y también el poco dinero que cargaba. Tuve que irme a Catia La Mar pidiendo limosna en aquel estado lamentable, pero eso sí, antes había pasado por Montesano porque ni con todo el dolor del mundo hubiera dejado de ir a verificar cómo se encontraba mi hermano del alma. Animado por el sabroso giro que estaba tomando el asunto, hice algo un poco más aventurado escondido en unos matorrales: tomé un vidrio y me hice un corte al lado del ombligo. En unos minutos la camisa iba a estar llena de sangre. Ya me imaginaba la escena. Yo llego al rancho y, a pesar de estar herido de muerte, casi con un pie en la urna, al ver al hermano menor el corazón me da un salto de alegría al verte vivo, sangre de mi sangre, Santiaguito, negro querido, Santiago. Y gracias a ti por la revelación, Mojondemomia. Para retribuirte el favor, algún día volveré a llamarte Carmencita.
Un poco de alivio mientras bajaba, y después la preocupación renovada, repotenciada, cuando comencé a subir el otro cerro, el de Catia La Mar. Un simple intercambio de palabras entre Santiago y mamá Micaela y mis maniobras y embustes quedarían expuestos a la intemperie. Ah, jodienda. Subí los últimos 50 metros a toda carrera, me di unos golpes extras en la frente para que el paisaje de mi cara se viera un poco más áspero, y parece que el maquillaje funcionó.
Cuando entré al rancho, sudado, jadeante y simulando un dolor que no me dejaba doblar el tronco, Micaela se echó a llorar y Santiago casi me cargó en brazos para ayudarme a acostar en una especie de tabla-sofá que teníamos en la sala. "Creo que ahora sí me jodieron", fue lo único que pude decir, y no hizo falta más. Bueno, no creo que hayan pensado que estaba a punto de morirme, pero estaban preocupados y eso me ahorró la explicación gruesa. Nada más le dije a Santiago: "Esos tipos barrieron el piso conmigo", y él se soltó a pedir disculpas por no haberse fijado dónde estaba yo en los momentos más ácidos de la contienda. Cuando Micaela desapareció para hacer un poco de café, aproveché para hacer un experimento con la memoria de Santiago. Le dije en voz baja: "No busques problemas así. No te conviene. Eres una figura pública".
–No lo vuelvo a hacer. No lo vuelvo a hacer. No bebo más, –respondió. Perfecto. No recordaba cómo había comenzado la pelea y se veía de verdad muy apenado por haberme colocado en una situación tan dura.
En pocas palabras me contó cómo lo habían llevado a la comandancia de la policía. Alguno de los agentes le había dado duro por la nuca para someterlo. No recordaba el momento en que ocurrió, pero se había dado cuenta porque al despertar y tratar de enderezarse había sentido unas tenazas de plomo en esa zona, y en general todo el cuerpo estaba a punto de abrirse en dos pedazos. Horas después, cuando logró incorporarse, los policías de guardia retrocedieron y llamaron a los demás. ¿Qué les había hecho él para tenerlos así de aterrorizados?
Más tarde, cuando estuvo más despierto, le contaron que uno de los funcionarios había reconocido al famoso Trueno del Litoral y se había tomado la molestia de averiguar el teléfono de Rafito Cardona para explicarle lo que pasaba. El gordo Rafito fue en persona a verlo muy temprano, acompañado por el mismísimo comandante de la policía, según le contaron. Rafito le dio unas cachetadas para reanimarlo, le limpió con un pañuelo sus babas y sus lágrimas, y el comandante le pidió a los agentes que no lo metieran en la celda con los demás presos. Se trataba de un atleta muy querido por la afición y etcétera, y lo mejor era que lo recostaran en cualquier rincón para que durmiera y no fuera a deambular solo por las calles. Rafito se hacía responsable de sus actos. Así mismo lo hicieron. Santiago durmió unas horas, despertó después del mediodía y corrió al litoral para informarse acerca del paradero de su hermano. Muy conmovedor.
Sobre estos acontecimientos conversábamos cuando de pronto escuchamos una voz conocida. Una voz antigua, recia, dolorosa pero muy conocida, que pronunció desde la puerta de la calle un "Amigo Santiago" mitad sumiso, mitad afable. Era el viejo Santos. Después de dos años, allí estaba, tan chistoso y preparado para la celebración como antes, cuando parecíamos ser una familia.
¿A qué había ido? ¿Qué tenía Santos que decirnos? ¿Qué tenía que explicarle a Micaela? No tuvo tiempo de decirlo él mismo, al menos en un primer momento, porque apenas comenzaba a prepararse para entrar apareció Micaela desde la cocina. La cara de la vieja realizó un cambio de formas y colores que no duró más de dos parpadeos y dejó caer las tazas de café en el piso. Yo he visto grandes boxeadores en mi vida, y puedo asegurarte que ni Alfredo Marcano, ni Antonio Gómez, ni Vicente Paúl Rondón, ni Simón Chávez, ni Betulio, ni Lumumba, ni Obelmejías, ni ninguno de los ídolos reales o falsos del boxeo de este país; ninguno de ellos, en ninguno de sus combates más célebres, había lanzado jamás un derechazo con la furia y la puntería con la que tu madre Micaela Leiva Martínez conectó a Santos, su ex marido, en el centro de la nariz. El trancazo sonó como si alguien hubiera dejado caer una panela de hielo en una iglesia.
Santos alcanzó a decir algo como "Coño", y después, al tocarse la nariz, dijo también "Ay", pero no hizo ningún intento por controlar ni mucho menos enfrentar a mamá Micaela, porque la orden única y terminante era que no se le ocurriera pisar jamás la misma porción de terreno que estuviera pisando ella, "Maldito, sucio, rata, gonococo". El viejo se limpió como pudo la sangre que comenzó a salirle en sábanas por la nariz, y fue retrocediendo poco a poco mientras Micaela completaba su descarga: "Gusano, pichón de pato, prostituto". En una pausa de la vieja, Santos le gritó desde lejos a Santiago:
–Echale bolas, carajito. Tú sí puedes llegar. No la cagues como la cagó tu hermano.
Y a ese hermano, por supuesto, ni siquiera le dedicó un saludo, ni una señal de cordialidad. Apenas detuvo en mí una mirada que duró medio segundo. Justo el tratamiento que merecen los objetos inútiles, los animales y los desconocidos.
Esa tarde miré de cerca y con detenimiento a Micaela, mientras ella lloraba. Hasta ese momento no me había fijado en lo vieja que era, o más bien en lo vieja que se veía. ¿Cuántos años tenía? ¿50? ¿Casi 60? Nunca supe su edad ni me había tomado el trabajo de preguntárselo, y tal vez por eso, por primera vez en mi vida, y a pesar del nocaut técnico que acababa de propinarle a Santos, pensé en lo indefensa que era, en lo poca cosa que parecía dentro de esas ropas vueltas mugre e hilachas, en el hambre que había pasado y la que le tocaría pasar en lo sucesivo. Pobre. ¿Cuánto más iba a aguantar antes de que perdiera para siempre el rastro de su famosísimo e ilustre hijo menor, quizás su único vínculo con la alegría?


En parte por la vergüenza que estaba comiéndoselo en vida, y en parte por mi tenaz propaganda en favor del descanso y la relajación, Santiago estuvo ausente del gimnasio por diez días. Regresó cuando por fin se sintió con energía y moral suficientes para retomar los entrenamientos y darle la cara al entrenador. No había terminado de llegar al gimnasio cuando Vergara lo llamó para que hablaran aparte. Yo quise irme con ellos.
–Quiero hablar con él. A solas –me atajó el entrenador.
–Yo soy su hermano. Tengo derecho.
–Quiero hablar con él. Vete a comprar un kilo de aire para respirar. Anda a joder a otra parte.
–Soy su hermano.
–Caín también era hermano de Abel.
Juego trancado. No pensaba dejarlos solos. Prefería que estallara una crisis de una buena vez. Si eso pasaba, Santiago se iba a ver obligado a defender a su ídolo en ruinas. Vergara cedió un poco.
–Déjame hablar con Santiago –dijo–. Después hablo contigo.
Los dejé conversar en privado. Estuvieron unos minutos dentro de la oficina del entrenador y de rato en rato se escuchaba un grito de Vergara seguido de un manotazo en la mesa. Cada vez que Santiago comenzaba a susurrar Vergara lo interrumpía con otro grito y otro manotazo. El entrenador parecía estar castigando a un hijo suyo, a un hijo de los malos. Cuando Santiago salió por fin a hacer sus calentamientos, me acerqué al entrenador. Estaba preparándome para un feroz forcejeo, para intentar todas las defensas y explicaciones, y sobre todo para detenerlo con una patada en el estómago cuando me gritara por primera vez, pero la conversación fue más bien breve. Me dijo, cansado, casi suplicante, como si estuviera a punto de llorar: "No sé qué estás haciendo con Santiago, pero sé que es algo malo y quiero pedirte que no lo hagas más. Ese carajito puede ser campeón mundial, de verdad. Vamos a ayudarlo".
–Yo estoy ayudándolo. ¿Santiago te dijo que no lo estoy ayudando?
–Eso es todo lo que quería decirte –cortó Vergara, sin mucho trámite–. Por favor, no lo jodas más. Y no trates de engañarme: cuando yo empreñé a mi tercera mujer tú todavía jugabas con tierra y te meabas en la cama.
Me fui con Santiago después de la jornada de entrenamiento. Le pregunté por la conferencia con Vergara. Me respondió fastidiado. "Nada, dice que me estoy echando a perder. Rafito le contó todo y dijo que me mantuviera vigilado por un mes. Quiere estar seguro de que estoy en buena forma antes de conseguirme otra pelea".
–¿Un mes sin pelear? –Salté de la emoción, y esforzándome por parecer escandalizado–. ¿Un mes sin pelear y sin cobrar? ¿Cómo cree ese gordo de mierda que vas a vivir? Te lo dije. Ahora está molesto porque le malograste a su Rosso. Le dañaste todos los planes.
Santiago guardó silencio, caminó todo el tiempo mirando hacia el piso. Cuando llegamos a Montesano, se despidió con la noticia que yo esperaba desde hacía tanto tiempo.
–No me busques en el gimnasio. Creo que no voy a entrenar más.


El mes de inactividad que había planeado Rafito para Santiago amenazaba con prolongarse más de la cuenta, porque el muchacho se tomó en serio lo de divorciarse del gimnasio y estuvo sin aparecer por allí hasta el 10 de julio. Llevaba más de dos semanas sin entrenar, y apenas un día de fogueo después de su pelea más reciente. En resumen, un mes perdido, sin siquiera calzarse un par de guantes, sin salir a trotar, sin intercambiar golpes con un sparring para ejercitar los movimientos y controlar la distancia: nada. Lo cual, por cierto, no fue su falta más importante en ese período. La perdición apenas estaba asomando los colmillos.
Aquella visita, aquel reencuentro con mamá Micaela que podía parecer una reconciliación, perdió su efecto pocos días después. La vieja recibió una notificación de una mueblería de La Guaira, porque tenía vencidos unos giros de la nevera, de la cocina y de la cama, y si transcurría un mes más sin que pagara iban a ir a llevarse esos artefactos –que estaban a nombre de Micaela, por un gesto de buena voluntad de Santiago–, así tuvieran que hacerlo a la fuerza. Micaela no supo qué decir cuando le leí el telegrama, y yo la tranquilicé asegurándole que iba a buscar a Santiago para pedirle ayuda. Y fui a buscarlo, sí, pero no para hablarle de esas cuestiones.
Entonces me enteré de algunas historias, en primer lugar por boca de Mojondemomia. Santiago estaba perdido desde hacía unos días. Ya antes se había quedado por largo tiempo fuera de la casa, y cuando regresaba era para dormirse como un oso, insultar a su mujer y a los niñitos con unos eructos incomprensibles, y luego salía de nuevo para perderse una, dos noches seguidas. "La última vez que vino llegó desnudo. Ojalá no se me acostumbre", remató Mojondemomia.
Más tarde bajé a La Guaira para indagar en los bares de siempre, en Macuto, en Caraballeda, y pude enterarme de algo más. Santiago había sido visto varias veces, borracho o drogado hasta los huesos, corriendo desnudo por la playa y aterrorizando a las muchachitas. Supe que en uno de esos arranques violentó la puerta del gimnasio, una madrugada, y cuando la policía llegó, alertada por unos vecinos que oyeron los golpes, lo encontraron mojado y desnudo golpeando el saco, solo, en la oscuridad. Intentaron calmarlo pero se puso bestia, lo sometieron por las malas y amaneció en la jefatura de policía de La Guaira. Igual que aquella vez del billar, Rafito Cardona fue a pedir que no lo golpearan ni lo abandonaran a su suerte junto con los demás presos, y a hacerse responsable por el ilustre detenido. Amaneció en la jefatura, escuchó el par de consejos que el comisario tuvo la delicadeza de proporcionarle y salió a la calle, encandilado, a mediodía. En la noche lo tenían allí de regreso, otra vez drogado, otra vez deshecho, otra vez desnudo.
¿Era yo culpable de esa conducta? Ah, por favor, Carlos, ya sabes que con mucho gusto lo reconocería y lo contaría como una conquista bien buscada y mejor lograda, pero no, ahora estoy seguro de que Santiago tenía esa afición por la blanca nieve desde antes, sólo que nunca nos habíamos enterado y nunca había tenido suficiente dinero en el bolsillo para conseguirla en buenas cantidades como cuando empezó a pelear y a cobrar. Y la afición por las exhibiciones de su cuerpo de orangután tampoco era una novedad. Poco después, en el gimnasio de El Paraíso, escuché decir a Fulgencio Obelmejías que ya él antes lo había visto en ese plan, causando pánico en las playas de Río Chico entre la concurrencia femenina, con sus gestos de orangután y su paloma negra de lo mismo. Honor a quien honor merece: no fui yo quien lo desvió del camino de la abstinencia y la cordura. Mis planes eran desviarlo de todos los demás caminos.
El jueves 9 de julio, a altas horas de la noche, volvió a tener aquel súbito ataque de irritación. Rompió la puerta del gimnasio, pero esta vez sólo se quedó allí dormido. No se desnudó ni golpeó el saco ni hizo ruido alguno, simplemente entró, aseguró la puerta por dentro, se acomodó en el centro del ring y durmió a pierna suelta hasta el día siguiente. El viernes, muy temprano, cuando llegó Vergara, se encontró a su pupilo tendido en la lona. Lo despertó, le metió un sermón paternal, le dijo con mucho tacto que no se dejara envolver por mi perversa influencia –con mucho tacto: hablar mal de mí delante de él ya era causal de guerra–, y le ofreció su apartamento para que se quedara unas semanas mientras se desintoxicaba, para que regresara al gimnasio con chance de recuperar su forma física. Santiago se negó. Explicó que tenía a la mujercita y a los niños abandonados y tenía que volver allá. Además, estaba muy resentido con Rafito y esa decisión de no buscarle peleas. "No seas pendejo, ya teníamos listo tu próximo combate para el 20, dentro de 10 días", lo alentó Vergara, antes de desinflarle de nuevo la esperanza: "Hasta ahora no le he dicho a Rafito que estás perdido del gimnasio, pero de todos modos en ese estado no puedes pelear. Ven a entrenar y te conseguimos una pelea para dentro de un mes".
Santiago se puso frenético. Le aseguró que había estado corriendo a diario en la playa. "Sí, ya me enteré. Ahora corres desnudo y espantas a las niñas", le dijo Vergara. Santiago puso todo su empeño: "Estoy en forma, estoy bien, me siento como un tigre, estoy rápido, fírmame esa pelea". Vergara se negó. Dijo que no quería verlo lesionado ni dando un feo espectáculo, había un físico y una imagen que cuidar. "Te invito a que vengas a entrenar otra vez, pero ahora el régimen es militar. Te espera un mes de trabajo duro, sin bebida ni cogeculos extraños, y después hablamos de la pelea". La súplicas de Santiago se prolongaron toda la mañana, y mientras los demás boxeadores se incorporaban al entrenamiento él estaba pegado del pantalón de Vergara, quien permaneció inflexible.
–Llora, jódete, pero en ese estado no vas a pelear. Ahora, si tienes tantas ganas, deberías ponerte a calentar de una buena vez. ¿Qué esperas? ¿Estar en forma ejercitando nada más la lengua?
Al escuchar esto pidió prestado un pantalón corto y fue a cambiarse, hizo un calentamiento de veinte minutos y regresó al lado del entrenador, a seguir implorando por una oportunidad. En eso estaba cuando yo llegué al gimnasio y vi el resto de la escena. Un cuadro lamentable. Vergara, agrio, le decía que parecía un saco de papas, que tenía una barriga cervecera del carajo, que se mirara en el espejo a ver si esas ojeras le parecían de atleta. En ese momento terminó de calentar Mauricio Bravo, un peso Welter que estaba bien ubicado en el ranking mundial y era una de las piezas duras de Rafito en la categoría más lucrativa del momento, la de Leonard, Hearns, Mano’e Piedra Durán. Mauricio se quejó ante el entrenador por la ausencia de sparrings de su peso. A esa hora sólo había muchachos de 55 kilos o menos, y él necesitaba cruzar guantes con hombres de 65 o más para entrenar completo. Entonces Santiago, que tal vez por la falta de ejercicio tenía cierto sobrepeso, pero no llegaba a 63 kilos, se metió de un salto en el ring de prácticas, sin pedirle permiso a Vergara: "Pásame el protector. Mauricio, vamos a guantear".
El entrenador, medio arrecho ya por la impertinencia de Santiago, lo dejó montarse, pero les indicó que sólo pelearan en el cuerpo a cuerpo, en rounds de dos minutos. Y, dirigiéndose a Mauricio Bravo: "Métele por las costillas, para que aprenda a respetar el gimnasio".
El intercambio de golpes fue intenso, pero breve. Un Santiago tambaleante, impreciso, fuera de distancia, asumió aquella práctica como un combate decisivo de su vida, pero apenas Mauricio lo tocó con la izquierda se fue hacia atrás y tuvo que amarrarse de las cuerdas. Eran las manos de un peso Welter, ocho kilos más pesado y ocho centímetros más alto que cualquier rival que hubiera enfrentado antes. Santiago se recompuso, volvió a meterse en la candela y esta vez, ante la sorpresa de Vergara, los ayudantes, los mirones y los demás boxeadores, un derechazo de Santiago explotó en el centro del pecho de Mauricio Bravo y éste cayó sentado junto a las cuerdas. Mauricio se incorporó, alisó la lona con el pie para disimular un poco y hacer ver que la caída había sido por un resbalón, y regresó al combate, a reanudar el furioso intercambio de ganchos y uppers cortos a los costados. Diez segundos antes de culminar el primer round otra derecha de Santiago alcanzó su objetivo, que esta vez fue el rostro de Mauricio, y de nuevo el mejor peso Welter del país visitó la lona, sorprendido, con el protector de la cabeza desencajado de su sitio debido a la fuerza del impacto. Esta vez se levantó, salió del ring y le dijo a Vergara: "No me pongas a guantear más con ese loco. ¿No le dijiste que era nada más una práctica?".
Santiago volvió a lo suyo.
–Te dije que estoy en forma, Vergara. Y necesito pelear, ya no hay con qué comer en la casa.
Vergara se mordió la lengua, lo llamó aparte y le anunció su decisión como si fuera un castigo: "Okey, te quedan ocho días para entrenar. Te quiero aquí en el gimnasio, encerrado desde las seis de la tarde hasta las doce del día siguiente. En la tarde vas a tu casa y resuelves lo que tengas que resolver, pero si me entero de que estás bebiendo o metiéndote mierdas por la nariz no entras más a este gimnasio y le dijo a Rafito que te cancele el contrato. Te lo advierto: nada de mirar para los lados desde hoy hasta el 20".
Santiago casi se arrodilló a besarle los zapatos para darle las gracias.


La pelea que le firmaron era contra Rubén Véliz, todo un veterano de guerra. Había sido campeón nacional peso Pluma desde 1978 hasta 1980, pero había abandonado la división por problemas de peso y ahora militaba entre los pesos Ligero Júnior y Ligero, donde no había llegado a ser una gran figura pero tampoco le había ido mal. En total tenía 31 peleas, con 27 victorias (18 por nocaut), tres derrotas y un empate, así que se trataba, ni más ni menos, del peleador más experimentado que había enfrentado Santiago hasta entonces, y además le llevaba cierta ventaja de estatura, algo así como seis centímetros. Y algo más: era un boxeador zurdo, y pocas cosas resultan tan incómodas en el boxeo como pelear contra un zurdo. La guardia es diferente a la de los derechos, se paran con la mano y la pierna derechas adelante y la izquierda atrás, y no se puede abusar con ellos con el jab, porque por encima de la izquierda de uno puede venir la derecha de ellos. Un verdadero martirio.
Santiago, por su parte, había cumplido con la totalidad de las exigencias de Vergara y había registrado en la balanza 59 kilos 800 gramos, lo mismo que su rival. Pero tenía apenas una semana de entrenamiento, y esto podía pasarle una alta factura, sobre todo si la pelea se prolongaba durante muchos rounds. En vista de eso, Vergara insistió hasta el tormento en que la estrategia a seguir era conectar a Véliz abajo, en la zona media, para no dejarlo correr mucho. No podía arriesgarse a que esta pelea tuviera el mismo signo que la de Rosso, y Véliz iba a hacer exactamente el mismo planteamiento que él: desplazarse por todo el ring, no estarse quieto ni pararse a intercambiar golpes jamás. Su plan, como buen veterano y estilista que era, iba a consistir en no dejar que Santiago llegara con sus golpes, mantenerlo siempre a raya y golpear desde afuera para aprovechar su estatura y su rapidez. "Métele por el hígado y por el estómago. Cuando se pare, le arrancas la cabeza", fueron la palabras finales de Vergara antes de bajar del ring y escuchar el tañido inicial de la campana.
Contra todo pronóstico, contra toda regla, apenas comenzó el primer round Rubén Véliz salió adelante y desechó todo lo que la teoría boxística indicaba que debía hacer. Obvió el asunto de su estatura privilegiada, ignoró el trámite de los desplazamientos y la velocidad, le supo a mierda la ya célebre potencia de Santiago, y, sin pararse a pensar en guardias monolíticas ni en maniobras escurridizas, conectó un tenebroso izquierdazo en el centro de la boca del Trueno del Litoral y éste se fue hacia atrás sin balance hasta caer sentado, íngrimo y desconcertado ante la general estupefacción. Estuvo quieto en la lona durante cinco segundos, escuchando gritar al público, que se levantó en pleno para mirar bien aquella escena tan fuera del libreto. Cuando el árbitro llevaba la cuenta por seis se levantó con lentitud, mirando con unos ojos de vidrio a Rubén Véliz, profirió la frase "Puta de tu madre" con una convicción de piedra, esperó que el réferi le secara los guantes, y entonces ya no pudo controlarse, ni él mismo ni nadie más pudo controlarlo.
La primera derecha alcanzó a Véliz en la frente, la primera izquierda describió un abanico y se perdió en el vacío. La segunda derecha, en upper, impactó en el mentón, y cinco segundos después ya el cuerpo del veterano Véliz parecía una pobre almohada dando tumbos entre los puños de Santiago y las cuerdas del ring. Cuando había transcurrido un minuto de combate Véliz logró llegar con una izquierda larga al pómulo de Santiago, pero ya todo estaba decidido. Desde la última tribuna del gimnasio Leopoldo Márquez, desde cualquier ángulo de las pantallas de televisión, podía verse con nitidez que el deseo más profundo de Véliz era, no que sonara la campana, no que Santiago sucumbiera ante su desorden y su cansancio, sino que cayera un rayo celestial que dejara sin luz a Caracas y las autoridades se vieran obligadas a suspender ese maldito combate, que ya no era tal combate sino una cacería, una persecución.
El desenlace se produjo al minuto 32 segundos. Véliz, molido ya por varios impactos, separó los brazos en un acto reflejo para apartar los indecentes pero terribles manotazos de Santiago, y recibió una izquierda sólida que lo dejó indefenso junto a las cuerdas. El réferi se percató de su pésimo estado, pero antes de que interviniera para detener la masacre y decretar el final de la pelea Santiago le puso el punto final por sí mismo. Un avión en forma de derecha se estrelló contra la boca de Véliz y éste quedó colgado en las sogas como una vulgar concha de plátano, con medio cuerpo afuera. Ante la ovación del público, Santiago apenas levantó las manos y se bajó del ring, casi huyendo, sin esperar el protocolo final, la lectura del resultado y el levantamiento de su mano por parte del árbitro en señal de victoria. En lugar de ello, se fue directo al camerino.
Aunque no tuvieron la oportunidad de entrevistarlo, los comentaristas de la televisión comentaron entusiasmados el triunfo de Santiago Leiva. Aquella última derecha le había arrancado de cuajo un diente a su rival –buen odontólogo, nuestro hermano– y lo más interesante de todo era que había demostrado tener un instinto de batallador, pues su caída no había hecho mella en su ánimo sino que le había removido la bestia capaz de convertirlo de víctima en victimario. "Recuerden ustedes esta actitud, esta fortaleza", dijo Miguel Thoddé, "y, si no les parece una herejía, compárenla con el estilo y la actitud de Samuel Serrano, quien estará la próxima semana en el Poliedro de Caracas defendiendo su título ante nuestro compatriota Leonel Hernández. ¿Será muy temprano en la carrera de Santiago Leiva para aspirar a esa corona? Preferimos dejarle a ustedes el análisis. Por cierto, a Leonel le vemos el chance que su condición de gladiador experto le otorga, pero parece que su edad y sus condiciones..." y blablablá, paja, paja, blablablá. Otra vez asomaba por allí la intención de llevar a Santiago a una pelea por el título. Lo cual comenzaba a preocuparme más de la cuenta.
Cuando fui a buscar a Santiago lo encontré armando un escándalo menor en el ring side. Estaba señalando con el dedo y gesticulando en la cara de uno de los representantes de la empresa. Vergara lo sostenía y trataba de calmarlo, mientras el interpelado hacía esfuerzos por refrescarle la memoria a Santiago: "Caballero, a usted se le pagó esta pelea por adelantado. ¿No recuerda que el propio Rafito le pagó por el combate de Rosso y por el siguiente, es decir, por el de hoy?". Santiago ya no argumentaba, ahora informaba. "Es que necesito plata, no hay con qué comer en la casa" y ese tipo de brebajes. "Hable con Rafito, pero tendrá que ser mañana, porque él se fue temprano".Nuevo arrecherón de Santiago. Tal como Vergara lo temía, no aceptó quedarse una noche más en el gimnasio, y tampoco en el apartamento del entrenador. Y algo preocupante, tampoco aceptó que yo lo acompañara. Quise insistir e irme con él, pero preferí que su rabia se cocinara sola, sin necesidad de ayuda, con sus propias candelas.



Capítulo 8




El campeonísimo Santiago Leiva estuvo de nuevo unos cuatro días sin ir al gimnasio, pero reapareció, sano, y comenzó a entrenar con regularidad. Vergara tomó aquella breve ausencia como el descanso de ley después de cada combate –aunque en realidad contra Véliz no había sudado mucho– y no lo sometió a ningún tormento en particular. El muchacho había regresado solo al carril y era conveniente llevarlo con calma, para ver hasta dónde podía decirse que estaba recuperado. Al parecer ayudó mucho el que Vergara le hubiera ofrecido un préstamo para salir de sus apuros, pero cierta bronca sin regreso estaba comenzando a distanciarlo de Rafito Cardona. ¿No había sido el gordo quien le había salvado la vida al gestionarle un trato preferencial en la cárcel? Sí, pero había un crimen mayor en su cuenta, el tiempo transcurría, el mundo giraba, los gatos maullaban y Rafito no le conseguía un combate contra un peleador rankeado, y ni soñar con Serrano, quien a estas alturas estaba muy ocupado preparándose para sacudirle el polvo de la cara a Leonel Hernández.
A ese programa de la pelea Leonel-Serrano acudimos él y yo, juntos como buenos hermanos, por razones más o menos similares aunque totalmente distanciadas por el factor esperanza. A ambos nos obsesionaba uno de los protagonistas de la reyerta: el campeón mundial Samuel Serrano a Santiago, y Leonel Hernández a mí. La diferencia era clara. Yo jamás enfrentaría a Leonel ni a nadie sobre un ring de boxeo, mientras que Santiago, a pesar de las trabas legales y a la esquiva dinámica de los campeonatos, tenía con qué alimentar expectativas. Cualquier día podía salírsele una rueda a la carreta y Santiago tendría su chance. El era joven, estaba en manos de un habilísimo empresario, estaba en un momento de inspiración, había desmadrado a todo lo que le habían puesto por delante. Y, coronación de coronaciones, estaba entero, tenía dos brazos, podía pelear. Para qué insistir más en mi desgracia.
Ocurrió en el Poliedro de Caracas, el 29 de julio de 1981. Cuando llegamos, a eso de las 7:30 de la noche, había muchos asientos vacíos. No era de extrañar. Buena falta nos hacía un campeón del mundo, pero Leonel ya había fallado cuatro veces en peleas titulares, y de Serrano no podía decirse que era un imán de multitudes y ni siquiera un tipo con diez gramos de carisma. Aquella era sólo una pelea entre dos tipos curtidos, con oficio, que ya se conocían –Serrano había derrotado a Leonel en el año 77, en Puerto La Cruz–, pero ninguno de ellos parecía capaz de despertar emociones y tensiones como un Roberto Durán, un Hagler, un Argüello. Por cierto, Argüello estaba presente en la zona de prensa, contratado como comentarista del canal 8. Era bueno ver a un peleador de verdad en este territorio de cartuchos quemados.
Había otras razones para la ausencia de público, y era que la afición ya se estaba dando cuenta de la clase de farsa que eran esos ídolos de acá. Nadie se explicaba cómo era que un país que organizaba una cartelera boxística semanal, con tanto apoyo financiero y con un empresario con las espuelas del tamaño de las del Rafito Cardona, había producido apenas un campeón en los últimos años, el manso Pantoño Oronó. Después de Pantoño y Fulgencio Obelmejías habían sucumbido en contiendas por el título mundial Ildefonso Bethelmí –un bicho extraño apodado El ciclón de Güiria–, Reinaldo Becerra –un Mini Mosca a quien se le notaba el hambre hasta en la forma de mirar–, Luis Primera –la Primera víctima del campeón Welter Thomas Hearns–, y, apenas tres días atrás, Jóvito Rengifo. Este último, un barloventeño con un bonito estilo y una pegada regular, le estaba dando una lección ilustrada de pugilismo al monarca, el mexicano Guadalupe Pintor, pero cuando lo tocaron donde debían tocarlo se cayó como un monigote y no volvió a levantarse. Apolinar Martínez bautizó a este rebaño de perdedores como "El Salón de la Fama de los caídos", en un artículo burlón pero trágicamente acertado publicado en el diario Meridiano. Ahora le tocaba a Leonel demostrar que no merecía figurar en ese lote, como le tocaría tres días más tarde, el primero de agosto, a otro ídolo, a otro gladiador vendido como sensacional e indestructible de la cuadra de Cardona, el peso Pluma Carlos Pïñango.


Principio y fin de los estremecimientos: por primera y única vez en mi vida veía de cerca a Leonel Hernández, mi rival imposible. Santiago y yo nos acercamos sucesivamente al pasillo por donde se dirigirían el campeón y el retador al ring ubicado en el centro del Poliedro. Cuando Leonel salió de su camerino sentí un escalofrío, para qué negarlo. Vi como avanzaba con un trote corto, haciendo movimientos de calistenia, cubierto por una bata blanca. Cuando pasaba al lado de nosotros no resistí la tentación e hice lo que hacían muchos aficionados al verlo pasar: darle una palmada en el hombro. En realidad lo toqué con el puño cerrado. ¿Me creerías si te digo que sentí esa musculatura muy frágil para mi poder –mi poder de 1974–, que estuve a punto de detenerlo y preguntarle si por una de esas remotas casualidades de la vida le sonaba en la memoria el nombre de Gerardo Leiva, y que por un momento pensé también en arrojarme sobre él para propiciar un combate callejero que supliera al combate profesional que nunca fue? Lo vi tan pequeño, tan al alcance. Creo que sí pude haberlo derrotado.
Por su parte, Santiago hizo lo propio con el campeón Samuel Serrano, pero fue un poco más allá. Lo persiguió por entre la gente y le soltó dos o tres veces en su cara que no se fuera a encariñar mucho con esa corona, porque él iba a arrebatársela apenas le dieran la oportunidad. Y de colofón: "Eres una mamita, retírate, tú no puedes conmigo". El campeón no se dio por enterado, continuó su caminar parsimonioso hacia el cuadrilátero y subió, flaquísimo y veloz, a encontrarse con su retador.
La escena estaba ya lista. Serrano, campeón mundial, había pesado 58 kilos 800 gramos. De él se había dicho que tenía problemas para rebajar hasta el límite de la categoría y allí residía una flaqueza que podía ser aprovechada por Leonel. Este, por su parte, registró 58,300, y se veía infinitamente más pequeño que el campeón. Serrano le llevaba 12 centímetros de estatura y sus brazos parecían estar hechos a la medida para no permitirle acercarse demasiado a sus contrarios. Serrano traía un récord de 45 victorias –15 nocauts–, tres derrotas y un empate, mientras que el venezolano se presentaba con 50 triunfos –28 nocauts–, ocho derrotas y un empate. Serrano, de 28 años, se suponía que estaba en el tope de sus condiciones, y Leonel, a sus 32, estaba al borde del retiro. Apenas sonó la campana, y en el transcurso del combate, pensé en lo marchitos que estaban los laureles del boxeo de antes, los de verdad.
Todo un fiasco, un verdadero fiasco. El retador, que se supone es quien debe buscar esa corona a como dé lugar, estuvo toda la noche haciendo fintas, moviendo las piernas en la bicicleta más inútil que yo haya visto en mi vida, amagando y amarrándose del cuerpo de Serrano como si su labor allí consistiera en mantenerse de pie y con el cutis limpio para protagonizar no un combate sino un simulacro. Y Serrano, feliz. No hay nada que favorezca más a un campeón que un retador pasivo. De cuando en cuando lanzaba una derecha, corría hacia atrás, jabeaba para no perder la oportunidad de hacer un poco de ejercicio y aceptaba con mucho gusto las invitaciones de Leonel a abrazarse. El poco público presente en las tribunas apenas tuvo dos oportunidades para levantarse a animar al compatriota, y fueron las dos veces que el venezolano llegó a tocar la cara de Serrano con algo de mala intención. Pero después, el silencio. Otra vez las fanfarronadas sin sentido, los golpes lanzados fuera de distancia, el cordial abrazo para darle trabajo al árbitro. Un asco de contienda. Y era un campeonato mundial. Santiago no dejó de producir saliva en toda la pelea. Tres veces en cada round repetía, ya absolutamente convencido, que Serrano era una mamita, que qué fácil iba a ser revolcarlo por ese piso, que maldito sea el gordo Cardona si no le conseguía ese combate.
El baile terminó, por fin, con la campana final del round 15 y una rechifla de antología por parte de los pocos seres vivos que quedaban en esas gradas. No se había producido ni una caída en toda la pelea, nadie resultó lesionado, el rostro de aquellos hombres estaba fresco, apenas sudaban. Otra refriega infeliz para el cajón de la basura del boxeo. Los jueces le otorgaron ventajas de ocho a diez puntos al campeón, que bajó del ring muy orgulloso, como si acabara de vencer a un guerrero muy difícil de doblegar, y Leonel anunció su retiro minutos después del combate. Hombre retirado y dentro de poco olvidado, a los 32 años; casi tuve lástima de él. Después de todo, mi frustración podía estarse tranquila al escuchar aquel nombre.
En cuanto a Santiago, al ver a Serrano bajar tan campante y feliz rumbo a los camerinos tornó a perseguirlo para molestarlo con el cuento acerca de quién era el campeón y quién la mamita. Entonces Samuel Serrano volteó para buscar con la mirada al impertinente. Santiago, en un arranque de furia, se abrió paso entre el público y los seconds y le lanzó un manotazo al campeón del mundo. En medio de la algarabía de las tribunas, que parecieron más animadas que durante el combate, hubo brazos y empujones suficientes para evitar que el enfrentamiento subiera de tono y Serrano llegó ileso al vestuario. Los periódicos mencionaron brevemente el percance en la edición del martes 30 de junio, pero ninguno dijo que Santiago Leiva había sido el "aficionado enfurecido" que originó el forcejeo.


"Ese Serrano sí es mamita, Dios mío", repetía Santiago por enésima vez, cuando vimos a Vergara a lo lejos, conversando animadamente con un hombre que, al ver a Santiago, lo llamó a grandes voces, lo saludó afectuosamente y se quedó abrazado a él mientras reanudaba la conversación con el entrenador.
–A este toro hay que sacarlo de aquí, –le dijo a Vergara con un acento que parecía ser colombiano–. No tiene que romper con su país, nada de eso. Lo firmamos por unos meses, lo ponemos a pelear en Panamá, en Miami, en Puerto Rico, y después, si así lo quiere, regresa a pelear para Cardona, y no hay ningún problema. ¿Por qué le parece mal que pelee en el exterior?
–Tenemos un contrato muy provechoso con Rafito Cardona –explicó Vergara–. En otras palabras, nos quedamos aquí. Ya he visto a bastantes extranjeros pasando trabajo en todas partes por irse muy temprano del nido. Los campeones se hacen en su país, después salen a viajar.
–Hermano querido –ripostó el hombre, muerto de la risa–, ¿usted no se acuerda de un Pambelé, colombiano, hecho inmortal a martillazos aquí en Venezuela?
–Sí, me acuerdo de Pambelé. Y me acuerdo también de quién lo hizo campeón. Pambelé tiene la marca de fábrica de Rafito Cardona. Con Cardona nos quedamos. Y me disculpa.
El hombre le metió una tarjeta a Vergara en el bolsillo, y antes de marcharse insistió: "En el exterior es más fácil darlo a conocer que dejándolo metido aquí. Y le repito: en Panamá también tenemos espacio y dólares, ¡dólares!, para un ayudante y un entrenador. Ahí nos vemos". Vergara le sonrió sin ganas con la mitad de la boca y lo vio alejarse. Después se dirigió a Santiago: "Nunca falta un buitre. Quiere que traicionemos al gordo y nos vayamos con él". Un fogonazo me cruzó desde una oreja hasta la otra. Me quedé al lado de ellos unos segundos más, los suficientes para enterarme de que aquel tipo era Leonardo Espada, empresario panameño en busca de prospectos y víctimas para los peleadores emergentes de su país, y también para hacerme una reflexión mínima: "Si se llevan a Santiago tendré que decirle adiós a los planes, pero si me voy con él tendré más libertad para actuar. ¿Quién va a abogar por él en el extranjero?". Entonces tuve un pálpito, un estremecimiento de la glándula de las ideas. Me fui por el camino contrario al que había tomado Espada, le di la vuelta completa al ring y me dirigí hasta donde el hombre se encontraba. Me presenté: "Soy hermano de Santiago Leiva".
Le reiteré que, en efecto, había un contrato con Rafito Cardona, pero que ese contrato se vencía en diciembre. ¿Había un lugar donde contactarlo? "Mi residencia está en Panamá, aquí está mi tarjeta. Una vez al mes vengo a Caracas para ver las peleas. Aquí puede ubicarme en el hotel President". Le propuse un trato. "Que nadie se entere de esto, pero en breve voy a ser el apoderado del muchacho. Entonces hablaremos". Ningún problema por parte de Espada. Con tal de arrebatarle piezas a Rafito, cualquier propuesta le parecía buena.


Nueva jornada en el Poliedro, esta vez para ver cómo Eusebio Pedroza, campeón mundial del peso Pluma, iba a darle al retador venezolano Carlos Piñango la coñamentazón de su vida. En efecto, la última hazaña de Cardona consistía en traer a Venezuela a un señor Campeón Mundial como Eusebio Pedroza, un caballero con doce defensas exitosas de su título y mil batallas a sangre y fuego realizadas en los escenarios más exigentes y frente a los públicos más agresivos; un señor a quien en su patria, Panamá, ya consideraban el mejor boxeador libra por libra, incluso por encima de figuras como Roberto Mano’e Piedra Durán. Pues los manejadores de ese faraón de los ensogados habían sido convencidos por el gordo Cardona para venir al Poliedro a enfrentar a un pobre flaco sin estrella ni blasón llamado Carlos Piñango, un carajo que se había cansado de sacar del camino a cuanto rival le ponían enfrente, pero ya sabemos qué clase de rivales: dominicanos recién sacados del puerto, algún colombiano obligado a pelear para ocultar su condición de indocumentado, uno que otro malandro recogido en el terminal del Nuevo Circo para abultarle el récord
En total, Piñango presentaba récord de 22 combates: 21 victorias y una derrota, con 16 nocauts. Pedroza, por su parte, acumulaba 31 triunfos y tres reveses en 34 actuaciones, y 21 ganadas por la vía rápida. En su lista de rivales figuraban colosos como Rubén Olivares, Alfonzo Zamora y Rocky Lockridge. Aunque fuera para ver en acción a una de las estrellas del momento valía la pena volver a acudir al escenario y ver el resto del programa, mientras pensaba y ponía en orden algunas ideas que me habían estado rondando. Santiago no andaba conmigo. Tenía un dinero sobrante en los bolsillos y prefirió quedarse en La Guaira. Decidí dejarlo hacer su siembra personal, ya me tocaría a mí recoger la cosecha.
Esa tarde, en el mismo programa, otro peleador de apellido Piñango –Bernardo– se disponía a realizar su primer combate como boxeador profesional. El medallista de plata en las olimpiadas de Moscú, héroe de la parroquia 23 de Enero y una de las esperanzas para repotenciar al alicaído boxeo criollo, estaba anunciado para la primera pelea. Mientras yo paseaba mis reflexiones alrededor del ring del Poliedro, sonó la campana y allí estaba sobre el ring el otro Piñango, el corajudo y brillante de verdad, el Bernardo del bloque 44.
Pero fíjate qué decepción. Aquel hábil pegador que electrizó al país en las Olimpiadas de Moscú, en 1980, subió al ring con más cautela que ganas de pelear y su rival le complicó de tal forma la vida que al público no le quedó otro remedio que abuchear al ex ídolo y aplaudir a su contendor, un Angel Torres ampliamente conocido en su casa y en el bar de la esquina. Pero cuando el anunciador leyó el veredicto de los jueces lo que se levantó de las tribunas fue un bullicio de indignación, pues el resultado oficial fue un empate asqueroso, que revelaba la necesidad que tenía el gordo Rafito de comenzar a fabricar con urgencia un ídolo, para lo cual le regaló una pelea al potente boxeador sin importarle para nada el riesgo de convertir a los jueces, ante los ojos de los fanáticos, en un despreciable racimo de corruptos descarados. La trampa la percibió todo el mundo en el Poliedro y también quienes vieron aquella bárbara estafa por televisión. Una indigna antesala para el combate grande, el que todos esperaban.
Tal como lo esperaba todo aquel que conocía algo de boxeo, Eusebio Pedroza no tuvo que hacer más nada sino bailar un poco alrededor del venezolano, conectarle unas cuantas derechas para hacerse respetar y esperar que Piñango se fuera desinflando poco a poco, cosa que comenzó a ocurrir hacia el quinto round. En el octavo lo arrojó por las malas contra las cuerdas, amagó con la mano derecha y, cuando el venezolano se cubrió la cabeza con ambos brazos, lo que le lanzó fue un relámpago en forma de gancho de izquierda en pleno hígado, y el prospecto Carlos Piñango, la esperanza venezolana del peso Pluma, el recio y guapo peleador de La Vega, el joven pujante destinado a acabar con el reinado del mejor pugilista panameño de todos los tiempos, la última pepsi cola del desierto, la verga de Triana, se derrumbó como un desahuciado y esperó la cuenta de diez segundos acostado en la lona, haciendo esfuerzos por atrapar con su bocota un milímetro de aire.
Si la declaración de Piñango ilustró mejor que ninguna lo que había ocurrido con él esa noche de su desgracia –"Me dieron donde no hay hueso y se acabó la pelea"–, la actitud del campeón mundial reveló la clase de hombre que era, y la diferencia abismal que hay entre un pobre con clase y pobre sin nada de nada. Cuando lo recibieron al bajar del ring para entrevistarlo para la prensa y la televisión venezolana, estaba llorando sin consuelo como si hubiera perdido el combate, y un pedazo de pendejo de la televisión le preguntó si lloraba de la emoción por haber noqueado a un rival tan difícil. El campeón respondió que lloraba de pesar porque ese día, justo antes del combate, había recibido la noticia de la muerte del presidente de su país, "Mi Comandante Omar Torrijos. Como comprenderá, Panamá no podía sufrir dos pérdidas el mismo día, por eso salí a matar".
Y si la declaración de Piñango fue aquella cagada y la de Pedroza esta joya, lo que se divulgó poco después sobre el empresario Rafito Cardona no entra en ninguna categoría conocida dentro del limpio y respetable espectro de la mediocridad. Al parecer, al llegar Eusebio Pedroza y los suyos lo primero que hizo el gordo fue invitarlos a comer y decirle a Pedroza, en un momento en que la conversación había entrado en confianza: "No me vayas a maltratar al muchacho, no me le pegues tan duro". Grandiosa generación de boxeadores se estaba levantando, apenas una década –y menos– después de la gloria de Marcano, Antonio Gómez, Rondón, Lumumba Estaba, Betulio, Ernesto España y no contemos los que fueron inmensos sin haber podido ganar una corona mundial. Grandiosa generación. Por allí andaban Rondón y Víctor Sonny León locos de bola por esas calles, mendigando un poco de comida en una ciudad que deliró más de una vez ante sus hazañas, mientras el más importante de los empresarios boxísticos del país le imploraba a los campeones por la vida de curracos del pelaje de Carlos Piñango, Reinaldo Becerra y Jóvito Rengifo –después de enriquecerse ofreciéndoles espléndidas oportunidades. Y ahora, para mayor gloria de Dios y del deporte, iba a tocarle a Santiago Leiva. Grandiosa generación.


Las peleas siguientes de Santiago se caracterizaron por parecerse demasiado a las que elevaron como la espuma los records de Fulgencio Obelmejías y sus amigos. En la décima, celebrada el diez de agosto, enfrentó de nuevo a Julio Morales, el Ligero puertorriqueño a quien había despachado unas semanas atrás. Esta vez presentó un poco más de combate, se fajó de verdad en los dos primeros rounds, alcanzó a Santiago con dos izquierdas potentes pero en el tercero cogió una derecha en la mandíbula que lo envió a la lona. Se paró a echar el resto, como un varón, hasta que la campana vino a socorrerlo. En el cuarto soportó el ataque de Santiago con mucha valentía aunque sin mucho éxito en lo físico, y en el quinto recibió otra derecha durísima que lo hizo poner las rodillas en tierra para la cuenta de diez: nocaut número nueve en diez peleas para Santiago.
La undécima, realizada el 7 de septiembre, fue apenas un trámite formal. El tailandés Yim Poltarat subió al ring ejecutando unos saltos mortales de acróbata y unos movimientos de fiera asiática que le arrancaron aplausos al público, pero cuando el réferi los colocó frente a frente para darles las indicaciones de rigor la fiera asiática miró al Trueno del Litoral a los ojos y se cagó en los pantalones. Treinta segundos más tarde, después de perseguir tenazmente a su escurridizo rival por todo el cuadrilátero, Santiago largó su primer y único izquierdazo de la noche y con él le desbarató la nariz al pedazo de chino, que cayó partido de dolor en una esquina. Decimosegunda pelea, el 28 de septiembre. Forcejeo enredado e intenso contra el Diablito Iriarte, soldado de muchas batallas, antes de pulverizarlo con una combinación perfecta en el sexto asalto.
Once nocauts en doce presentaciones. Su fama iba hacia arriba –lo mismo que su desbocada afición por el alcohol, la coca y las carreras por la playa con las pelotas al aire– cuando llegó el mes de octubre y entonces la angustia explotó en serio en el corazón de Santiago. Rafito insistía en conseguirle las mismas peleítas contra boxeadores sin jerarquía, los mismos rivales sin sangre y, sobre todo, tan lejos del ranking mundial como los pingüinos de las playas del litoral. Hubo un altercado más o menos serio –propiciado por mí, lógico. Santiago fue a la oficina de Rafito a reclamar por su vieja promesa de ubicarlo entre los diez primeros, y el gordo lo puso en su lugar recordándole que la promesa la había roto él mismo, al cambiar el gimnasio por la droga. "Los campeonatos son para los deportistas, no para los marihuaneros", le gritó Cardona, y Santiago salió del sitio tumbando jarrones y cuadros a su paso.
Regreso al desenfreno: Santiago estuvo detenido por partirle el pómulo derecho a un hombre que le reclamó lo de su desnudez, en plena mañana y delante de un montón de mujeres y niños sorprendidos, y esta vez Rafito decidió darle una lección. No fue a buscarlo en la jefatura ni dio ninguna instrucción respecto al tratamiento que debía dársele. Simplemente se olvidó de él y esperó. Si era todo lo bravo que parecía, podía sobrevivir a una temporada en la cárcel, y si era todo lo inteligente que necesitaba ser para salir adelante, él mismo iba a regresar y a poner de su parte para regenerarse. Entretanto, el ciudadano agredido se había dedicado a ir de periódico en periódico para denunciar a ese sujeto peligroso, ese cáncer, ese drogadicto disfrazado de deportista que llaman Santiago Leiva. Lo único que me incomodó de todo aquello fue que un periodista más curioso que los demás investigó un poco e hizo mención a mi caso: "Sería lamentable que el llevar la sangre de su hermano, Gerardo Leiva –un prospecto que arruinó su futuro por su imposibilidad de dejar la delincuencia– no le vaya a deparar igual destino: la autodestrucción en un depósito de desechos humanos". Pedazo de Imbécil. Llamar desechos humanos a una gente tan hermosa como la que abunda en las cárceles.
Estuve muy hacendoso y feliz durante su encierro, que duró veinte días. Lo visité varias veces, intenté animarlo con falsas noticias sobre los trámites que estaban en marcha para sacarlo de la prisión, y le proporcioné lo que más anhela un hombre que, además de preso, está acabado o en vías de acabarse por el vicio: algo duro para el día, algo suave para la noche. A Micaela le aseguré, dos días después de haber aparecido aquellas noticias en la prensa, que ya Santiago estaba libre y a salvo en su rancho. Por fin Santiago estaba solo en la tierra, y lograr que la gente lo olvidara parecía ser cuestión de poco tiempo. La venganza sabe a sangre.
Todo terminó el 23 de octubre. Un grupo de presos recluidos en el retén de Catia aprovecharon la visita de unos diputados para hacerles formal entrega de una carta, una petición de misericordia para con ellos y con su ilustre compañero de prisión. Santiago permanecía desnudo en una celda, bañado en vómitos y en desperdicios corporales varios, y ay de aquél, preso o guardia, que se atreviera a acercarse para prestarle alguna ayuda. Cuando la noticia se hizo pública Rafito se condolió del pupilo y volvió a movilizarse, acudió a sus contactos y Santiago fue sacado de la prisión, en vida y sin lesiones que lamentar, pero vuelto un asco, por dentro y por fuera.Pude haber dejado que las aguas siguieran este rumbo, pude haberme hecho el desentendido aprovechar hasta el máximo sus sentimientos de culpa. Pero el nombre de Panamá sonaba bien, demasiado atractivo, incluso en el tono fúnebre que le imprimía a sus lamentaciones la vieja voz oscura de mis adentros.




Capítulo 9



"Micaela te desprecia por ser un delincuente. Rafito ha dicho en privado que ahora sí, en serio, no va a conseguirte ninguna pelea titular ni contra ningún rankeado. Estás frito, estamos fritos todos. Se acabó el dinero, tenemos más deudas que arrugas en el culo. Micaela tuvo que devolver la nevera y vender la cocina para pagar lo que debíamos, puedes estar seguro de que no quiere verte, ni hablarte. Eres carne muerta para ella. Vergara está a punto de darte –de darnos– la espalda también: sabe lo que piensa Rafito y sin embargo no acepta que te vayas –nos vayamos– con otro empresario". Propaganda dura, insistente, tenaz, a la orilla de la playa y ejerciendo ahora unas labores inéditas de padre salvador, "Nada de alcohol ni drogas, hermanito, sólo unos refrescos por esta vez para recuperarnos y ver la vida con un sabor más dulce, ¿ah?". Tierna vuelta a la niñez, a la vida sana. En cinco días El Trueno perdió ese color amarillo sifilítico que otorga el encierro, recuperó unos kilos –había perdido cuatro o cinco en su temporada carcelaria– y volvió al gimnasio con la cara de lo más limpia.
A Vergara, increíblemente, todavía le quedaba bondad y hasta un poco de cariño para Santiago. Casi sin pronunciar palabra sobre el pequeño problema del pasado reciente lo admitió de regreso a las prácticas, lo trató como a uno más entre los pupilos y hasta le dio buenas noticias: su décima tercera pelea estaba ya concertada, sería el 16 de noviembre. Santiago se entusiasmó y el entrenador aprovechó esa emoción para dispararle dos o tres reproches que fueron consejos, consejos que fueron súplicas, súplicas que fueron llamados a la cordura. Creo que hasta una sonrisa se pintó en los labios de Vergara al decirle que podía contar con él, siempre que sus planes no fueran lanzarse al precipicio y arrastrar a unos cuantos cristianos junto con él. Cuando noté que Santiago estaba a punto de ceder, de plegarse ante aquel tono protector, decidí intervenir.
–¿Es contra un rankeado la pelea?
Vergara se quitó los lentes y me miró con un par de cañones encendidos.
–No –dijo, con la sonrisa hecha pedazos-. No está rankeado el tipo.
Santiago sacudió la cabeza, puso su habitual cara de mono, le dio la espalda a Vergara y caimanes a nadar, se acabó el encanto, todo el mundo a su sitio. Mi hermano me pertenecía.
Colmo de colmos, lotería de loterías: la pelea prevista para el 16 fue cancelada. El rival que habían conseguido, al enterarse de quién iba a ser su oponente, se dejó de estupideces y prefirió quedarse sin cobrar ese mes antes que servir de cabra de sacrificios. ¡Ni de vaina!, nunca iba a encerrarse en un ring contra un sujeto hecho a la medida para la pulverización de gentes indefensas. Entonces la angustia del Santiago estalló en serio. Vergara intentó tranquilizarlo y por supuesto no lo logró. En el estúpido cerebro de Santiago ya estaba establecido que el entrenador era un personaje más en mitad del complot que Cardona había montado en contra de él, el mejor peleador del país, para neutralizarlo, anularlo, convertirlo en una pieza inservible, en un proyecto abortado del engranaje de Cardona para favorecer a pupilos más aventajados o más queridos. "Qué error cometiste al ganarle a José Rosso", suspiré de angustia.
Por supuesto, nada de esto pasaba de ser una idiota fantasía, una fantasía que yo alimenté hasta que pude convertirla en cena navideña: sin mayor esfuerzo, convencí a Santiago de que lo mejor era romper con el gordo del carajo, pues había mejores oportunidades a la vista, como por ejemplo esa de cuadrar un contrato lo más jugoso posible, sin Vergara de por medio, con el individuo de Panamá, el tal Espada. Todo estaba listo: el contrato con Rafito estaba por morir y yo mismo, el hermano mayor, curtido en lides de toda clase, estaba preparado para ser su entrenador y apoderado. Y, al sacar cuentas, las nuestras se veían bastante claras: repartir un dinero entre dos es mejor que repartirlo entre tres. Adiós, Vergara, bonita faena cumpliste mientras se pudo.
Pura porquería, simple y llana porquería. Pero lo interesante es que, mientras más claramente le explicaba la real situación el propio Rafito Cardona –a cuya oficina asistimos el último día de noviembre, es decir, el último día antes de que se venciera el contrato de Santiago con la empresa, con el fin de manifestarle nuestra decisión de no renovar el acuerdo e irnos con otro promotor– más convencido parecía el pobre muchacho de que su carrera estaba mejor encaminada en manos extranjeras.
–Mira, carajito –comenzó Rafito, acomodándose en su asiento con un esfuerzo físico y mental que se notaba a varias cuadras–. Vamos a empezar por el problema legal, que no lo has entendido. Ahí en el contrato que tú firmaste en diciembre del año pasado dice muy claro, en castellano, sin nada que se preste a equivocación, que mi parte del acuerdo consiste en firmarte por lo menos una pelea cada mes y medio. En otras palabras, mi compromiso era conseguirte ocho peleas en el año. ¿Qué quiere decir? Pues esto: yo he cumplido contigo más allá de ese maldito acuerdo, porque tú has peleado 12 veces en 11 meses, es decir, has peleado más de una vez al mes. Y todavía estás arrecho y vienes a reclamar porque no te hemos conseguido la pelea número 13. ¡Qué cojones, qué cabeza de paloma tienes, primo!
"Por otra parte", continuó el gordo después de tomarse media jarra de agua, "En ninguna parte estaba escrito que yo iba a prestarte dinero ni a cancelarte peleas por adelantado. Yo lo he hecho, de buena fe". Santiago respondió con el arma más simple que encontró a la mano.
–Hace cinco meses me dijiste que este mismo año iba a pelear por el título mundial, y ni siquiera he entrado en el ranking.
–Bueno. ¿Dónde están los papeles que te firmé? ¿Dónde dice que me comprometí a llevarte al campeonato, vergajo sangrón?
–No, no hay papeles. Pero tú me dijiste...
–Te dije un carajo, y mira que he cumplido lo que te dije y lo que no te dije: te saqué mil veces de la cárcel, te presté plata, te conseguí más peleas que a ninguno de mis muchachos. ¿Quieres saber por qué? ¿Porque eres un niño bonito y yo creo que te mereces la fama? No: lo hago porque mi negocio es éste, venderlos a ustedes, creo que tú eres un buen negocio y lo que es bueno para mí es bueno para ti. ¿Quién más organiza peleas todas las semanas en Venezuela? ¿Tú sabes cuántas veces peleó Obelmejías en el año? ¡Cinco!, y se queda conmigo porque nadie en este país le ofrece más. ¿Sabes cuántas veces peleó Oronó? Ocho veces. ¿Y Ernesto España? Ocho veces también. ¡Y esos son campeones! –el gordo perdió la compostura y se levantó de la silla para que la panza lo dejara vociferar con más fuerza–. ¡Esos son campeones, no son drogadictos! ¡Ni tu padre se ha portado tan bien contigo! ¡Me cago en la revergación de Judas y en la Santísima Trinidad! Y tú –dirigiéndose a mí– a ver si le das un consejo a este muchacho en vez de dedicarte a corromperlo. Buena falta les hace a los dos un simposio de correazos por esas nalgas. ¡Váyanse de aquí!
Fin de la reunión, y del contrato, y de toda mierda. Santiago podía darse el lujo de proclamar su libertad, es decir, de su absoluta soledad. Ahora faltaba la decisión del panameño Espada. Me apresuré a establecer contacto con él, pero en el hotel President me avisaron que se había marchado a su país el día anterior. Ni modo. Tal como se veía el horizonte después de la descarga de Rafito, parecíamos haber llegado a una temporada de inmovilidad, una de esas temporadas bravas para cualquiera. En todos los sentidos. Santiago lo entendió así también, pero se mantuvo firme conmigo.
Fue un diciembre de los más abominables –quizá el peor de todos para Micaela, Santiago y Mojondemomia, pero apenas uno más para mí: ya yo conocía algo peor, que son las navidades en la cárcel– y no puedo precisar si los golpes de la miseria llegaron con más fuerza en el rancho de Micaela o en el de Mojondemomia. Nada con qué celebrar, ni una botella de nada para engañar a la miseria con unos tragos. Entonces tuve la oportunidad de medir lo profundo que era el desprecio de mamá Micaela hacia Santiago, y también lo profundo que había calado en el ánimo de Santiago ese desprecio. Yo, en funciones de mediador, me limité a comunicar en uno y otro bando un par de mensajes tan falsos como agrios, disimulando una terrible falta de interés y de consideración por parte de los remitentes, para dar a entender que a cada uno le importaba un melón la opinión del otro. Ninguna táctica más fácil que esa para forzar hasta un extremo difícilmente salvable aquella separación, recrudecida por las carencias de cada día y por las burlas de los vecinos: ¡cómo disfrutaron el regreso de Micaela a las avenidas con su cajón de golosinas, calcomanías y cigarrillos!


Enero de 1982 nos sorprendió en esa dinámica: lamentándonos, rumiando cada quien en su barraca lo amargo de la miseria, lo duro que pegaba el hambre a eso de las tres de la madrugada, lo injusta que era la vida del pobre, cuando de pronto tuvimos noticias de Cardona. El empresario, por intermedio de Vergara, y éste por intermedio de un muchacho que ayudaba en el gimnasio, le comunicó a Santiago que deseaba verlo –Cardona– allá en Caracas, para una cuestión que le interesaba. Santiago corrió al gimnasio de La Guaira para informarse, pero Vergara lo sacudió sin verle siquiera la cara.
–Sí, Rafito quiere decirte algo. No sé qué será.
–Voy para allá –dijo Santiago–. Necesito un dinero para el pasaje a Caracas.
–Mire, amigo –tronó Vergara, frío como las nalgas de un pingüino– usted me debe plata desde hace uno o dos meses. Yo no voy a cobrarle, pero tenga la bondad: retírese de este gimnasio, usted no vuelve a entrenar conmigo.
Tuvimos que irnos escondidos en un autobús para Caracas.
Llegamos a la oficina de Cardona. Una secretaria tenía un cheque a nombre de Santiago. Un cheque por una cantidad pequeña pero salvadora que un portavoz se apresuró a explicar: "Aquí están hechos los descuentos por todos los préstamos que le hizo la empresa". Sólo por curiosidad quise saber de dónde habían descontado ese dinero, cuál era el abono que estaban haciéndole a Santiago. Entonces el hombre sacó un documento y nos lo puso enfrente. "Esto es un contrato renovado, por tres meses. El señor Rafito se compromete a conseguirle en ese lapso un mínimo de tres peleas internacionales, y le adelanta los honorarios de la primera, que se va a efectuar el 18 de enero contra un rival puertorriqueño".
Una vez más los tentáculos y la habilidad de Rafito –ya sabíamos que no era su bondad– estaban en marcha para atar para siempre a una ficha-espectáculo como el ya famoso Trueno del Litoral, aunque el contrato decía que era sólo por espacio de tres meses. Los suficientes –supongo que pensaba– para volver a pintarle con bellos colores el camino mientras le exprimía utilidades y ganancias, y junto a ellas, el jugo vital de sus condiciones. Era viernes 8; Santiago estaba fuera de forma, teníamos apenas una semana para entrenar, no teníamos gimnasio ni entrenador. Había llegado la hora de mi debut como tal. Le hice señas a Santiago para que firmara aquello y nos fuimos, después de cobrar el miserable cheque, al gimnasio de El Paraíso.
Allí nos recibieron con reservas. Después de aquellas noticias tremendas de octubre y noviembre, nadie quería tener mucha relación con unos elementos como yo y mi hermano. Luego fuimos a Quinta Crespo, de donde nos sacaron con la excusa de que tenían muchos boxeadores y poco espacio. Nos jugamos una última carta en el gimnasio de La Cañada, en el 23 de Enero. Allí tampoco tenían suficiente espacio, pero el profesor Camacho dio con la fórmula. "Si no les interesa viajar todas las noches, pueden entrenar y quedarse aquí".
–¿Cuánto va a cobrarnos?–, quise saber.
–Páguenme con esta promesa: no van a dejar que nadie más entre aquí, y se van a ir el último de este mes. No puedo darles más tiempo.
Trato hecho.


Santiago salió a pelear con 62 kilos de peso y estaba en un estado lamentable, como puede suponerse; llevaba casi cuatro meses sin combatir. Nuestra esquina no podía ser más paupérrima: yo era el entrenador y un muchacho prestado por la gente de Bernardo Piñango era el second. Y el equipo: un tobo para que escupiera, dos litros litros de agua, un frasco casi vacío de vaselina, dos toallas para secarlo. La vida es dura.
Su indecente condición física la percibió todo el mundo apenas sonó la primera campana: aquel hombre resoplaba, perdía el balance y quedaba desprotegido cada vez que lanzaba un golpe, sólo que el borinqueño –un tal Pernía– traía en sus hombros un cargamento de cautela y esto le impedía acercarse lo suficiente para colocar sus impactos. En el segundo round hizo un intento por parecer decidido y logró conectar dos buenas manos, a las que Santiago respondió con una izquierda feroz en el hígado. Esa izquierda lo decidió todo, pero tres rounds más tarde. El puertorriqueño, cansado de doblarse y huir, recibió una derecha sin mucha dinamita en la oreja y se desplomó casi pidiendo auxilio. Se levantó, recibió otra derecha similar y esta vez se quedó acostado para que el árbitro contó hasta 10.
El público abucheó a rabiar a Santiago cuando éste levantó las manos en señal de victoria, y Miguel Thoddé en persona subió al ring para entrevistarlo antes de que se diera a la fuga. Le preguntó cómo estaba de salud, le preguntó por la familia, lo obligó a decir ante miles de televidentes que esa pelea significaba su regreso, no al boxeo sino a la decencia. No lo felicitó. Por el contrario, le manifestó su preocupación porque muchos jóvenes del país estaban fijándose en él, en cada paso que daba, y la imagen que estaban recibiendo no era la de un héroe sino la de un muchacho alocado que había desviado su camino.
–Pero por fin, aquí lo tenemos de vuelta. Santiago Leiva, El Trueno del Litoral, está nuevamente con nosotros, en el sitial donde lo ha ubicado su propio talento y el cariño de ustedes. Para Promociones Internacionales Rafito Cardona es un honor poder decirles que 1982 será el decisivo en la carrera de este noqueador, este año lo veremos luchar por un título mundial y, lo más importante, de regreso a su condición de atleta ejemplar y hombre de familia humilde y preocupado por sus hijos.
Luego, fuera de las cámaras: "Dentro de poco vamos a enviar el equipo a tu casa para que nos muestres cómo has mejorado. Manténte sano. No nos falles".
No les falló. El 15 de febrero apareció por su casa la gente de la televisión con Alberto Perdomo en la vanguardia, y lo encontraron cortando unas maderas con un serrucho para hacer una silla. Antes de comenzar la grabación del reportaje –me imagino que le pondrían "Así vive el campeón", o algo por el estilo–, Santiago abordó al comentarista para preguntarle si por casualidad sabía cuándo diablos iba a ser su próximo combate. Perdomo le dijo con una sonrisa: "Ya tienes combate. La primicia te la doy frente a la cámara para que el público vea la sorpresa y la alegría en tu cara". Clase de noticia. Teníamos más de una semana otra vez sin gimnasio, y los centavos se habían agotado hacía bastante rato.
El rancho de Mojondemomia lucía con su aspecto habitual de escenario de guerra. Los niños, más odiosos que nunca, sobresalían por sus grandes alaridos y por sus barrigas llenas, Dios sabe con cuántas docenas de lombrices. La dueña de la casa, feliz, aceptó incorporar a su muy estudiada y conocida declaración –"Mi marido es un altista"– un set extra de sollozos y comentarios sobre la suerte que tenía su familia al poder contar con un hombre tan bueno como Rafito Cardona. Entonces vino el momento de la gran primicia: Perdomo se instaló junto a Santiago en las afueras del rancho y comenzó su parlamento. "Bien, amigos, sepan que nadie, ni siquiera nuestro sensacional ídolo, está al tanto de la noticia que vamos a darles. Así que vamos a recibirla como un adelanto, una primicia, un regalo, cortesía de Venezolana de Televisión. Hace pocas horas fuimos informados de la fecha del próximo combate de Santiago Leiva. Será el lunes primero de marzo, y su rival será el peligroso fajador Lou Palmer, campeón Ligero Júnior de Aruba. Qué le parece esta noticia al Trueno del Litoral". Santiago balbuceó durante cinco segundos, se apartó de Perdomo y fue a continuar su trabajo con las maderas. De aquella felicidad que según el entrevistador iba a hacerlo dar saltos de tirabuzón, nada. Tenía más razones para odiar a Rafito que para amarlo. Al fin pensaba con algo de lógica el hermanito, sin ayuda de mi parte. Marzo no es febrero y por lo tanto ya no eran posibles las cuatro peleas establecidas en el contrato. Por otra parte, Aruba es casi Venezuela. Pelear con un negrito de Aruba viene a ser lo mismo que revolcar al vecino que vive en la casa de enfrente, eso no cabe dentro del término internacional.
Santiago llamó al camarógrafo y le dijo: "apunta aquí, a mis manos, a las maderas, para que veas cómo trabajo". El camarógrafo lo hizo. Sin obedecer a libreto alguno, dijo de pronto: "Creo que no voy a poder pelear ese día, Perdomo". El periodista le preguntó por qué, casi con un temblor. "Porque estoy lesionado", respondió Santiago. Acto seguido, desvió del trozo de madera la larga hoja del serrucho y se la pasó veloz, limpiamente, por el dedo índice de la mano izquierda.
–Qué mala suerte. Sin mi dedo no voy a poder pelear.


Durante las horas que siguieron se cambiaron los roles, se alteró el sentido de las pertenencias, las convicciones y el control de la situación pasaron a ser asuntos demasiado incómodos para analizar: se cagó la gata en la cama, mi hermano, aquello no estaba en mis previsiones. Mientras la gente de la televisión llevaba a Santiago a una clínica yo clamé ante él, sudé, temblé de verdadera preocupación. ¿Cuándo en mi vida me había preocupado antes por mi hermano menor? La respuesta no me salía con claridad, como tampoco me salía otra frase distinta a "Qué hiciste, qué coño hiciste". Santiago enmudeció, y mudo estuvo mientras le lavaban el dedo, que no se había desprendido del todo pero tenía su buen trozo de carne levantado; mudo cuando le aplicaron la primera vacuna antitetánica, mudo mientras le hacían la radiografía, mudo cuando nos llevaban de regreso a Montesano, mudo mientras se hacía la tarde y oscurecía; mudo mientras yo insistía en preguntar sin esperar respuesta: "Qué coño hiciste". Entonces, cuando yo también decidí cerrar la boca, despertó él por fin, con sus parrafadas que querían ser hondas reflexiones.
Me pidió que ya no hiciera esfuerzos, si es que había hecho alguno, para encontrarle salidas a su condición de huérfano de entrenador, promotor y gimnasio. Abatido, como doblegado por un cansancio espantoso, vaticinó que ya nunca más habría peleas para él, que Rafito estaba burlándose de él y de su mujercita en público, y por lo tanto no había razones para seguirle el juego aceptando combates de lástima. En cuanto a mí, parece que al fin la lástima estaba cediendo ante las pruebas de la realidad. No fue exactamente dolor lo que sentí al escucharlo, pero sí me estremeció aquel repentino arranque crítico –aquí comenzó lo del cambio de roles–: "Como entrenador te acepto porque no tienes que hacer nada sino darme instrucciones, pero ¿no ibas a conseguirme algo con el panameño? ¿Con esa velocidad pensabas manejar mi carrera?".
Parálisis repentina: Santiago acababa de sorprenderme con el golpe más elemental, el de las verdades sencillas. No sé si fue por eso, o por el pánico que me atacó al escucharlo hablar en pasado, pero fue como si hubiera recibido una bofetada de alguien mayor y más experimentado en las cosas del mundo. Tuve la entereza suficiente para mentirle: "Me dijo que lo llamara esta noche. Iba a decírtelo, pero te volviste loco. Ahora va a ser más difícil, con el dedo así".
Bajé a toda carrera hacia la avenida en busca de un teléfono público, saqué de un confín del bolsillo del pantalón la tarjeta de Espada y llamé al hotel President. Bingo: no se encontraba pero con seguridad llegaría el sábado 20 de febrero, esto es, cinco días después. Regresé al rancho de Santiago para darle la noticia: "Acabo de hablar con el hombre. El sábado converso con él. Pero tienes que ponerte las inyecciones, cuidarte esa herida. Recuperarte".
Cambio de roles: allí estaban Santiago el impositivo, el que impartía las órdenes, y Gerardo el sumiso, el servil. Afortunadamente ese juego de intercambio fue corto y dio sus frutos, antes de regresar cada quien a su sitio. Terapia, creo que llaman a eso.


Leonardo Espada me citó para conversar en el President. Me cuidé de no avisarle a Santiago para tener mayor libertad a la hora de conversar los aspectos técnicos de nuestro nuevo acuerdo. Yo era su apoderado. Un apoderado sin poder, pero apoderado al fin. Mi función era decidir por él lo que más le convenía. El empresario me recibió, ya no con aquella actitud eufórica y entregada con la cual se había dirigido a Santiago en el Poliedro, sino con la firme cautela de quien va a negociar con un tipo hábil y hasta un poco peligroso en materia de contratos y legislaciones. El mismo inició la jornada de negociaciones.
–Les ofrezco 150 dólares por combate más el porcentaje de ingresos por publicidad en radio y televisión, que será del 0,1 por ciento de la inversión total. En peleas de campeonatos regionales o contra elementos rankeados, entre 300 y 650 dólares según la oferta de los rivales, y si ingresa en el ranking, que no lo dudo, esa cantidad puede triplicarse. Tenemos un seguro para el peleador en caso de lesiones en el gimnasio, 10 dólares mensuales para el entrenador –usted deberá negociar con su representado el porcentaje que le tocará por cada combate– y viáticos cuando salgamos a pelear en otro país. Tengo dos pasajes de ida para ustedes, una habitación para los dos en un hotel céntrico de la capital y un gimnasio lo bastante grande y equipado a su disposición. Los ayudantes de esquina deberán contratarlos ustedes allá mismo, por pelea o por hora. No es difícil encontrar algunos en el gimnasio. Me gustaría que el acuerdo fuera por dos años. Si tiene otras demandas, le ruego que hable ahora.
Me acomodé en mi asiento. Tomé agua. Me aclaré la voz e inicié mi intervención.
–Todo eso está muy bien. Acepto. No hay problema. Nos vamos a Panamá.
Espada soltó un gruñido interrogativo, sonrió por un segundo; después puso un rostro muy serio y grave. Dijo, casi susurrando:
–¿Nada? ¿Ni un adelanto?
–Bueno, si le sobra algo por ahí para preparar las maletas...
Se acarició la barbilla. Volvió a sonreír. Miró por la ventana, se alisó el cabello, intentó tomar agua pero una risa burlona se le escapó y por poco se echa encima el contenido del vaso. Estaba turbado, confundido, quizá hasta desilusionado: yo acababa de frustrarle uno de sus mayores placeres, la posibilidad de entablar un largo forcejeo, una hábil discusión sobre beneficios y concesiones, una partida de ajedrez: una negociación de verdad. A fin de cuentas, negociar y superar incomodidades era su oficio, su vida. Cuando se recompuso se me acercó, me dio un abrazo fraternal y disimuló sus carcajadas siguientes contando un mal chiste sobre el whisky panameño y el escocés. Aprovechó para servir uno de los de Escocia, me puso un vaso en la mano y brindamos por el provechoso acuerdo: "Ya va a ver usted, ¿cómo es que te llamas? ¡Gerardo!, ya vas a ver, socio, cómo ponemos en las nubes a ese niño tuyo, el Santiago. ¡Lo elevamos al cielo, por Cristo!".
Después que se hubo hartado de información sobre mi condición de muchacho pendejo y torpe, quiso saber si por casualidad tenía allí el poder, el documento que me autorizaba para representar a Santiago en todos los actos legales y demás payasadas. Le pregunté qué documento era ese. Espada dejó un momento el vaso de whisky.
–Necesitas un documento para cerrar el negocio. ¿Tienes un abogado?
–No tengo abogado.
–Yo mismo te redacto el poder y también nuestro contrato, lo firmamos y no me pagas nada. Es un obsequio. La semana que viene nos vamos de aquí.
La emoción me hizo cometer una pendejada más: le dije que por cierto, se me olvidaba, el contrato con Rafito estaba vigente hasta marzo. Espada comenzó a molestarse.
–¿Me vas a poner a pelear con el gordo? ¿Cómo van a romper un contrato que está en pie? ¿Tú quieres que nos metan a los tres en la cárcel?
Entonces le expliqué nuestra molestia por las promesas incumplidas de Rafito: el cuento de las tres peleas, la lesión temporal de Santiago. El hombre me miró por primera vez con desprecio, ese desprecio que yo le notaba a todo el mundo cuando me tenía enfrente, y fue a llamar a alguien por teléfono. Minutos más tarde regresó a mi lado. "Parece que tenemos una oportunidad. El contrato es hasta marzo, pero la lesión obliga a Santiago a estar disponible un mes más. Les sugiero que esperen hasta el último de abril, pero si les dan una pelea, háganla y llámenme. Y sobre todo, no le firmen ni un papel más al gordo. Entonces podremos hacer algo. Pero ahora no, ¡marrano con papas, caballero!, no me tires de enemigo al Cardona".
Las cosas marcharon tal cual: Santiago regresó al gimnasio de La Cañada la segunda semana de marzo –otra vez ayudado por el entrenador Camacho– con el dedo curado a medias y el ánimo bastante más arriba que hacía pocos días. Al final del mes le anunciaron que tenía un combate para el cinco de abril, y el combate se dio: nocaut número 13 en fila para Santiago, esta vez a costillas de un pobre dominicano que quiso impresionarlo con unos pasos de merengue antes de caer pulverizado en el segundo asalto con dos izquierdas al estómago y un recto de derecha al mentón.
Acto seguido, hicimos lo que Espada nos indicó: le preguntamos a Rafito Cardona cuándo sería la próxima pelea. El gordo dijo que tuviéramos paciencia, ya aparecería alguien dispuesto a venir. "Además, primitos, les tengo una buena noticia: ya les tengo listo el contrato hasta el año que viene". Entonces saltamos al frente con el puñal de la despedida: teníamos una propuesta más jugosa en el exterior y según las leyes no estábamos obligados a aceptar las cadenas de Rafito. El gordo dio un salto, enrojeció, botó espuma por la boca, nos nombró a nuestra puta madre, "Vergajos, malagradecidos, ustedes tienen el pan de cada día gracias a mí". Pero Espada ya tenía la sartén legal cogida por el mango. En dos semanas firmamos con él, el último de abril brindamos por nuestra libertad definitiva y el 15 de mayo estábamos montados en un avión con destino a la Ciudad de Panamá, previo cobro de un adelanto facilitado por el muy generoso Espada para resolverle el sustento a los nuestros.Así que adiós querida viejita Micaela, adiós entrañable Mojondemomia, adiós carajitos lombricientos; adiós al mar de La Guaira y a sus lindos cerros florecidos y verdes de agüita fresca de cloaca. Adiós Rafito, adiós Vergara, adiós a todos. Ya nos tocaría regresar, primero en forma de noticia, y después... y después... y después...



Capítulo 10



El hotel donde nos alojamos, llamado Bombay –cosa extraña, porque casi todo se llama El Canal en Ciudad de Panamá– quedaba a pocas cuadras del gimnasio, de modo que no tendríamos preocupaciones por el transporte. Y no estaba nada mal, el tugurio. Corrijo: el hotel estaba demasiado bien para aquel par de negros acostumbrados a vivir entre paredes hechas con cajas de zapatos y techos que dejaban entrar el agua incluso cuando no estaba lloviendo. Había hasta cucarachas, un lujo innegable tomando en cuenta que en el rancho de Catia La Mar esos insectos habían desaparecido tiempo atrás, espantadas por la suciedad y por las ratas. Teníamos dos camas, un baño, un televisor, una nevera, toallas limpias, sábanas blancas, agua caliente, papel higiénico –íbamos a extrañar la costumbre del periódico multiuso, bueno para leerlo y bueno para limpiarse. Y lo mejor de todo, un detalle bestial, grandioso, fuera de todo contrato y de toda aspiración humana: aquel era un hotel habitado por prostitutas. Nenas de toda clase, de las buenas, de las malas, de las viejas, de las otras. Un paraíso.
Los dos niveles superiores del hotel, un edificio de nueve pisos –uno de cuyos dueños, según nos enteramos casi enseguida, era Leonardo Espada– estaban ocupados por estas reinas, y los dos primeros por varios boxeadores, pupilos del empresario. Espada había tenido la previsión de separar con seis pisos de distancia a las diablas de los guerreros para evitar el gran descucamiento, pero aun así se daban los encuentros, inevitablemente. No hay edificio lo bastante grande para controlar algo tan fuerte como el olor a hembra. Un problema de cierta magnitud, pues no hay nada que ablande más las piernas de un boxeador que pasarse la vida metido entre las piernas de una mujer.
Al tercer día ocurrió algo que yo preví apenas nos registramos en el hotel: Santiago, un niño que nunca había tenido en sus manos nada más hermoso que ese esperpento llamado Carmencita, no pudo soportar ni cinco segundos la primera sonrisa casual de una tal Magnolia, y se enamoró. Grave, fatal. La chica cobraba 30 dólares y nosotros teníamos apenas lo suficiente para tomarnos un café en las mañanas, un refresco en el gimnasio y agua, mucha agua, cuando el estómago reclamaba. Algo más teníamos por allí pero yo decidí que lo utilizaríamos en caso de alguna emergencia, sobre todo si esa emergencia tenía que ver con mi plan –que, por si no te has dado cuenta, estaba marchando mejor que nunca. Además, Espada nos había concedido otra facilidad: a tres cuadras del hotel quedaba un restaurant en el cual podíamos comer una vez al día y firmar a su nombre, beneficio que duraría mientras empezábamos a verle las ganancias al convenio.
No tuvimos que esperar demasiado para tener acción. Temprano, durante el primer día de entrenamiento, Espada en persona nos anunció que a la semana siguiente, exactamente el jueves 27 de mayo, iba la primera pelea de Santiago en suelo panameño. Y había otras buenas noticias. El rival iba a ser un boxeador muy conocido y querido en el país, y figuraba desde hacía cuatro meses en el ranking mundial del Consejo Mundial de Boxeo en el peso Pluma, lo cual nos garantizaba una bolsa de 500 dólares más televisión, más una regalía según la taquilla. Además, no sólo estaba rankeado el individuo, sino que figuraba de primero entre los Plumas del mundo, así que el combate contra Santiago era algo así como un trámite antes de su combate titular contra el mexicano Salvador Sánchez, el monarca. Espada quiso saber si Santiago podía hacer el peso Pluma, esto es, rebajar hasta 57 kilogramos para poder aspirar a un puesto en esa categoría. Yo me apresuré a decir que sí, pero Santiago se mostró dudoso y el propio Espada quiso ver cuánto marcaba la balanza. Pesó 60 kilos 500 gramos. "No, bajar siete libras en ocho días es un suicidio, sobre todo si nunca has peleado en ese peso", le dijo. "Pero lúcete, un rankeado es un rankeado. Vas a pelear con ventajas en el peso. Lúcete, gústale a la gente, para la próxima conseguimos a un clasificado de tu misma división".
Sólo por decir algo, le pregunté al promotor el nombre del rival de Santiago.
–Reinaldo Hidalgo. Lo llaman Hormiguita Hidalgo.


El buen Espada. Miren al generoso Espada. Ya estaba clara su intención: necesitaba a Santiago como ratón de laboratorio, como carne de cañón. Iba a ponerlo a pelear, de entrada, con una semana de entrenamiento apenas, contra Reinaldo Hormiguita Hidalgo. Yo sabía quién era este tipo. Fue el mismo que acabó con la carrera de aquel colombiano llamado Céspedes, víctima también de Santiago, hacía un año; Hormiguita, el mismo que todos señalaban como el panameño llamado a reemplazar a su compatriota Eusebio Pedroza en el trono universal de los Plumas, y como una amenaza potencial incluso para un coloso como Salvador Sánchez. Ya antes había peleado y perdido con Pedroza, y tenía una victoria por nocaut frente a alguien que luego sería una leyenda del boxeo dominicano y campeón mundial, Leo Cruz.
Sus números eran tan grandes como los nombres de su lista de oponentes: tenía 38 peleas, con 33 victorias, 3 derrotas y dos empates, y 25 nocauts propinados. A sus 29 años de edad, estaba en el mejor momento de sus condiciones físicas y de su madurez. No, señor, la miel de los planes de Espada no apuntaban hacia ningún Santiago Leiva: la tierra estaba repleta de peleadores de relleno como él, de ovejas de sacrificio como él, de bultos de arena como él para hacer subir a los mejores. Pero Santiago, ciego como una bola y emocionado como un muchacho, le puso más empeño que nunca a su preparación y nos dedicó racimos de oraciones y venturas a Espada y a mí, por haberlo librado de Rafito y por haberle allanado el camino a la gloria. Raras veces había sentido lástima por él; esa fue una de las veces.
Para no verme demasiado simple ni demasiado descarado en mi despreocupación me esmeré en mis labores de entrenador y de estratega. Cuando la prensa fue a entrevistarnos para preparar la promoción del combate, hice la acostumbrada maniobra de la alteración del récord, aunque con una ligera variación: en lugar de adornar los ya impresionantes numeritos de Santiago, los teñí un poco de gris para deformarlos. Declaré que tenía 15 peleas, 8 ganadas, 6 perdidas y un empate, y que había propinado 6 nocauts. "El mío pega duro. Creo que puede ganar", les dije. Ni siquiera terminaron de escucharme. Simplemente bostezaron, me dieron la espalda y se fueron a preguntar por otros records más interesantes. A mango me sabía. Yo no había viajado para fabricar un campeón, sino para liquidar a un aspirante a campeón.
Con ese objeto hice lo que hice, que fue bastante, comenzando por entregarle a Santiago un manjar envenenado: con el pretexto de que habíamos recibido un dinero extra y necesitábamos un estímulo adicional para alegrar el alma, una noche antes de la pelea le entregué 30 dólares y le facilité la parte verbal de una jugosa y espumante negociación: esa noche, la del 26 de mayo, Magnolia lo recibió en su habitación con besos y con cavernas profundas, y Santiago, rendido ante una divinidad desconocida, gozó hasta el amanecer y se dejó sacar de las entrañas buena parte de su energía de bestia en celo.


El escenario del combate no era una arena de segunda. Se trataba del gimnasio Nuevo Panamá, un coliseo donde han visto acción los mejores peleadores del Canal y muchos de los inmortales del Caribe y del mundo. Cuando llegamos allí había unas 5 mil personas y se notaban todavía muchos espacios vacíos en las tribunas. Leonardo Espada se lo atribuyó a mi maniobra con los numeritos de Santiago: se suponía que si yo revelaba su verdadero récord el combate iba a crear una expectativa fuera de lo común y el coliseo iba a llenarse. No es lo mismo vender la pelea como el clásico combate de rutina entre un peleador excelente y una víctima necesaria, que anunciar que el campeón Hormiguita Hidalgo va a enfrentarse a una verdadera amenaza por su poder, por su peso y por su actitud ganadora. Escuché con atención a Espada pero no le di ninguna respuesta. Si el estadio iba o no a llenarse, no era mi problema.
Al colocarse el pantalón y los guantes en el camerino, Santiago ya estaba temblando y respirando con algún trabajo. Era su primera pelea en el exterior, su primer compromiso contra alguien clasificado: era el primer Pluma del mundo quien iba a recibirlo en ese escenario extraño, donde nadie iba a aplaudirlo ni a animarlo sino a clamar por su muerte. Cuando nos tocó salir miramos alrededor; a mí mismo me sobrecogió la cantidad de gente que había en el coliseo, a pesar de que aún no estaba completamente lleno. Una vez en el cuadrilátero, vimos de cerca a Hormiguita Hidalgo. Lucía muy confiado y veloz. Saludaba a la gente, sonreía, ya tenía cara de ganador. Las ventajas de pelear en el patio.
Por alguna razón, en el momento de presentar a Santiago el anunciador leyó un papel equivocado y, en lugar de presentarlo por su nombre, lo llamó Alfredo Paiva, El Novillo Negro. En pocos días, pues, Santiago había quedado trasmutado –con otro récord, otro nombre, otra mujer grabada en la piel– en algo distinto a lo que había sido hasta entonces.
El drama no cesaba de empeorar para Santiago. Los reflectores estaban demasiado abajo sobre el ring, lo cual hacía subir la temperatura hasta límites insoportables. Nada que no hubiéramos conocido allá en La Guaira, pero aquel sudor y aquella palidez de Santiago no eran de calor sino de susto, de puritos nervios. Y en esas condiciones, mi hermano, no se pelea contra el primero del mundo. Ya no había nada que hacer. La campana retumbó en el coliseo y, cinco segundos más tarde, Santiago Leiva, El Trueno del Litoral, trasmutado en Novillo Negro y en quién sabe cuántas personalidades más, recibió en plena cara el derechazo inicial de los muchos que habría de recibir a lo largo de aquella pelea, la más importante de su carrera, y también la última de su vida.


Muy fogoso, veloz, durísimo, salió Hidalgo a golpear, a mandar, a imponer su poder y su jerarquía. Santiago, por la fuerza misma de los acontecimientos, a medida que recibía los impactos iba entrando en confianza, pero al tratar de golpear sus brazos se notaban lentos, casi inútiles. Reinaldo Hidalgo había pesado 58 kilos exactos, y Santiago 59 y medio. El panameño le llevaba una ventaja de dos centímetros de estatura, pero Santiago se veía más corpulento, más macizo. Hormiguita era pura fibra, pura reciedumbre y velocidad; Santiago era una mole que parecía peligrosa pero sus movimientos eran laboriosos y recibía muchos golpes. Al final del primer asalto, y después de recibir recio castigo, ya la moral de Santiago estaba otra vez en su sitio, pero el físico no le respondía como era debido. Algo estaba funcionando mal. El cuerpo no parecía obedecer las órdenes de la pasta achicharrada que era su cerebro.
Segundo round, igual: Hormiguita Hidalgo golpeó a placer por los costados, en la cabeza. A pocos segundos del final del round se amarró para forzar el clinch y Santiago lo levantó por los aires como en un combate de lucha libre. En Caracas el público le hubiera celebrado la ocurrencia, pero en Panamá aquellos miles de personas reaccionaron con indignación: ¿qué clase de payaso era aquél, que jugaba en lugar de pelear? Al borde de la campana, el panameño lanzó una combinación impresionante: dos, tres, cuatro, cinco, seis golpes de hermosa variedad, y las masas se levantaron a homenajearlo. Bárbaro. El round finalizó y el ojo izquierdo de Santiago ya comenzaba a cerrarse; la masacre apenas comenzaba.
En la tercera vuelta Santiago silenció a la concurrencia con uno de sus pocos impactos nobles: un corto de derecha hizo diana sobre el pómulo de Hormiguita y el panameño se fue contra las cuerdas. Al ir a buscarlo para el improbable remate, Santiago descuidó la guardia y recibió otra andanada violenta de seis, siete, ocho golpes seguidos. Terrible realidad: esos golpes que en Caracas demolían, sacaban dientes y anestesiaban a los rivales, ahora no alcanzaban ni siquiera para detener el implacable avance del panameño, mojado ya con la gracia de los jueces en el resultado parcial de sus anotaciones. El pómulo y el párpado izquierdos de Santiago adquirieron un color rojo escarlata.
Cuarto round, idéntico: Hidalgo volvió al ataque, esquivó las escasas tentativas de Santiago por voltear la pelea con un solo golpe, se movía con igual destreza en la larga distancia y en el cuerpo a cuerpo. Santiago, sin brújula, intentó pegar a la zona media, y sólo consiguió conectar un golpe ilegal, en los genitales de Reinaldo Hidalgo. La torpeza le costó el descuento de un punto en las tarjetas de los jueces. Aunque llevaba protector, Hidalgo pidió unos segundos para disipar el efecto del golpe, y cuando recomenzó la pelea se desquitó con manos legales, sin trampa alguna, en la cara y el cuerpo de Santiago Novillo Negro Paiva, o Leiva. Fin del round. El ojo comenzó a tornarse morado. "No lo puedo ver", me dijo al llegar a la esquina. "Búscalo con el olfato", le dije. Lo tomó como un chiste para levantar la moral y no como la insultante burla que era.
En el quinto asalto Hidalgo salió a descansar un poco, giró un rato sobre su presa hasta que, faltando 10 segundos para finalizar el round, arremetió de nuevo y logró pescarlo con un impacto que por poco lo derriba. La campana llegó a tiempo.
Sexto round de fábula, porque Santiago decidió por cuenta propia echar el resto y conectó tres derechazos a la cabeza que consiguieron detener durante dos minutos a Hormiguita, quien por primera vez pareció retroceder por cautela y no por razones de estrategia. Al finalizar el round Hidalgo reaccionó y una derecha suya levantó chispas de sangre en el rostro de Santiago. El ojo casi no existía en medio de aquella masa verde oscuro que era el lado izquierdo del rostro.
Unas indicaciones en la esquina: "Prueba con la izquierda abajo, a ver si deja de bailar". Fue lo menos abstracto que le dije en toda la noche.
Malditas instrucciones. Durante el primer minuto y medio del séptimo asalto hubo un intercambio interesante: Hidalgo, concentrado en aquel ojo sepultado en la carne, atacaba a la cabeza, y Santiago, con un accionar rígido y mecánico, y sin movilidad de la cintura hacia abajo, golpeaba en el hígado, en el estómago, apoyado de espaldas a las cuerdas. Durante el resto de la pelea estuvo así: las piernas muy separadas, inmóviles, sembradas en la lona, y jugando a balancearse contra las sogas sin posibilidades ni capacidad para caminar por el ring; mi sincero reconocimiento al sexo de Magnolia. Iba a caerse, parecía estar escrito que tenía que caerse, pero uno de sus ganchos lanzados contra la zona media encontró un lugar blando debajo de las costillas, y Reinaldo Hormiguita Hidalgo se separó de él para tomar aire y relajar las piernas y los brazos a una distancia prudente.
Octavo round: nunca Santiago había llegado tan lejos en una pelea, jamás había combatido durante ocho vueltas. Su ojo derecho, vidrioso y empañado, amenazaba con cerrarse igual que el izquierdo, envuelto ya en mitad de una morcilla sin forma. El panameño se dio cuenta de esa novedad, cambió de posición su guardia y comenzó a lanzar la izquierda, una linda, elegante izquierda que no tardó en hacer su trabajo en el lado derecho de aquel rostro inidentificable: ¿Santiago Leiva o Alfredo Paiva? ¿Trueno o Novillo? Los ataques de Hidalgo habían disminuido su ritmo y Santiago continuaba sin caminar, se sentía menos vulnerable pegado a las cuerdas. Combate bravo: sólo un par de veces se habían amarrado, el réferi se había limitado a girar alrededor de ellos y mirar, atento.
Penúltimo round para restaurar las energías. Hidalgo ganaba con facilidad en las tarjetas, pero no quería irse esa noche sin noquear. La víctima estaba allí, a su disposición, pero no se lanzó al ataque sino en el último medio minuto: más golpes en el lado izquierdo, nuevo ensayo sobre el lado derecho; el cuerpo de Santiago sin movilidad, refugiado en las cuerdas. Fin del asalto. Ya no había que esperar por un ganador sino por la forma del desenlace.
Round diez, el de la verdad, el decisivo. Hidalgo se acomodó con su guardia izquierda, bailoteó un poco, esquivó una derecha de Santiago, ejecutó un baile en el centro del ring, como restándole importancia al rival. De pronto, atacó. Atacó de frente, sin dudas ni contemplaciones, recio, decidido, con un recto impecable de su mano siniestra que llegó neto al centro de la cara de Santiago. Un instante después sucedió, por fin. Fue una derecha corta, loca, mal lanzada, sin técnica alguna pero potente, la que se coló por encima de esa izquierda y estrelló su furor en la punta de la barbilla del panameño. El ídolo tuvo apenas tiempo para retroceder un paso, y cuando sus arrestos campeoniles le indicaron que el honor se cobraba con un ataque y no con una huida, recibió una derecha más, una larga derecha, otra vez en el mentón, que lo lanzó de cara contra la lona. Silencio en el gimnasio Nuevo Panamá, silencio en los televisores, silencio en mi alma: Santiago fue a una esquina neutral para dejar que el árbitro contara hasta 10 y Hormiguita hizo el esfuerzo de su vida para ponerse de pie. Lo logró, sí, pero esa boca abierta, esa pelota gigantesca que se levantaba debajo de su oreja derecha era una señal espantosa, era el anuncio de una catástrofe, de algo para desgarrarse las ropas. El árbitro miró el cronómetro; faltaba un minuto y 20 segundos para el final. Le preguntó a Hidalgo si deseaba seguir, y éste, varón de plomo en las venas, dijo que sí. Su esquina, en cambio, entró en pánico, el entrenador se apresuró a subir hacia el ensogado para lanzar la toalla y pedir que se detuviera el combate, pero ya era algo tarde. Una sola derecha de Santiago, una más, y la carrera del primer Pluma del mundo murió de muerte sucia, fea, trágica. Una mandíbula separada del cráneo no es una lesión que se repare nunca, al menos no en este planeta, el de los héroes de carne y hueso.


En los minutos que siguieron, los gritos de triunfo de Santiago eran los únicos que se escuchaban en la noche negra del boxeo de Panamá. Pocos pasos hay entre la alegría y la locura; la de Santiago se manifestó de la forma más peligrosa: se dedicó a lanzarle insultos y burlas al público, que ya bastante horror y preocupaciones tenía encima con su ídolo como para dejarse además ofender de aquella forma por un recién llegado. Yo, entretenido como estaba viendo las convulsiones del Hidalgo y la cara sin color de Espada, que miraba desde su puesto en ring side el derrumbe de sus propósitos, tardé un poco en sumarme a la celebración. Por fortuna no lo hice en el primer momento, porque cuando me decidí por fin a entrar al ring comenzó el caos, la explosión de indignación de los fanáticos.
Primero fue la rechifla creciente y los gritos amenazadores. Luego, un vaso de cartón que aterrizó en el centro del cuadrilátero; poco después, unos trozos de hielo, enseguida una silla entera y en breves segundos la lluvia de botellas y objetos contra el imprudente Santiago. Una rueda de guardias tuvo que intervenir para sacarnos del gimnasio con vida, y lo lograron a duras penas, pues mientras avanzábamos hacia la zona de los camerinos recibimos unos cuantos golpes y amenazas de linchamiento por parte de la gente desbordada.


"Deicidio en el Nuevo Panamá", tituló un periódico deportivo panameño al día siguiente. Otros reseñaron la noticia con menos estruendo, pero todos sin excepción hablaban de la inesperada derrota de Reinaldo Hidalgo, "Ante un rival recio pero desprovisto de la más elemental técnica boxística". También se comentó "El lamentable comportamiento de un grupo de aficionados, que arremetieron contra el boxeador venezolano cuando se decretó su victoria, una victoria inesperada pero legal". Sin embargo, los medios no fueron a entrevistarlo en protesta por su fea actitud después de la pelea hacia el caído y hacia su patria. Supe que en Venezuela también hubo movimiento de noticias, aunque no todo el mundo fue capaz de detectar la confusión: el diario Meridiano fue el único que mencionó a Santiago Leiva, El Trueno del Litoral, como el vencedor del ídolo panameño. Los demás transcribieron la nota tal como llegó por las agencias de noticias, esto es, como si el triunfo hubiera correspondido a "Un venezolano residenciado en Panamá llamado Alfredo Paiva, y apodado El Novillo Negro". Un equívoco que en pocos días iba a disiparse, gracias a mis movimientos –o por culpa de ellos, según se vea.
En cuanto a Hidalgo, fue a parar a una clínica con toda la urgencia del caso. Tenía un desprendimiento de la mandíbula y fractura abierta. Ya empezaba a fastidiarme aquella preferencia del azar por Santiago: las veces que más cerca había estado de perder, un descuido, un cambio inoportuno de la estrategia del otro le ponía en lecho de flores la victoria. Pero habíamos llegado ya a la etapa final de la farsa, ya casi sentía en las plantas de los pies la arena cálida y babosa, el lodo florecido del fondo del estanque. Santiago estaba en el punto máximo de su felicidad. Era preciso forzar ahora el aterrizaje.
Hidalgo, por supuesto, no pudo combatir por el título mundial. Realizó tres presentaciones más y perdió en dos de ellas. Traumatizado y cauteloso, nunca volvió a ser aquella pantera que buscaba el triunfo con gallardía y ferocidad. Santiago le había inutilizado la capacidad de aguante: cada vez que lo tropezaban en la mandíbula huía despavorido, o caía en la lona agobiado por un intenso dolor que unas veces era real y otras veces inventado por el miedo, lo cual revelaba la existencia de una lesión más difícil de revertir que la del hueso de la cara: una avería profunda en el sentido del honor.
Nos pagaron los honorarios, Santiago regresó a la cama de Magnolia y se dispuso a reposar unos días mientras pasaban los efectos del terremoto Hidalgo en su cuerpo, incluyendo el aplastamiento del lado izquierdo de la cara. Magnolia lo consintió. Magnolia lo atendió como a su esposo o a su rey. Magnolia lo bañaba, le ponía talco en las bolas. Era un buen momento para hacer las jugadas siguientes.
Un día, por puro instinto, me tomé la molestia de ir de habitación en habitación para preguntarle a las putas y a los boxeadores si iban a ordenar el almuerzo. Yo había notado que todos salían a buscar la comida a determinada hora y se me ocurrió que ahorrarles el esfuerzo iba a ser bien visto, y hasta podían pagar por el favor. Efectivamente, muchos me dijeron que sí iban a ordenar. Anoté los pedidos en un papel, recibí el dinero correspondiente y fui al restaurant donde podíamos firmar a nombre de Espada. Compré los almuerzos, firmé y regresé al hotel, con el dinero de los almuerzos intacto. En vista del éxito del recurso, lo hice por varios días más, y puse al tanto a Santiago para que me ayudara. Diez días después le dije a Santiago que con el dinero que habíamos ganado, más el que ya teníamos guardado, regresaríamos a Venezuela para visitar a Micaela, para llevar dinero y para conseguir más apoyo de la prensa, que nunca está de más. Le pareció muy acertada la idea. Tal vez ya soñaba con verse a sí mismo de protagonista en un recibimiento de héroe en el aeropuerto de Maiquetía.
Le comunicamos a Espada lo de nuestro viaje. Se alarmó un poco, "No van a abandonar esto ahora, ¿eh? Tenemos combate el 30 de junio, y creo que va a ser contra un rankeado". Yo lo tranquilicé con frases de agradecimiento. Rata. Nos quería con él hasta que le reintegráramos lo que había invertido en nosotros. Para lo único que le interesaban los éxitos de Santiago era para poder cobrar y sacar sus ganancias. Pero, ¿y si en realidad Espada creía en el muchacho y aspiraba llevarlo a un campeonato mundial? Estuve odiándolo por las dos posibilidades, hasta que reapareció la voz oscura, la de adentro: "A mí no me interesan esos triunfos para nada, ni siquiera por el dinero". Gran descubrimiento, o recordatorio.


El 21 de junio a las 7:30 de la mañana estábamos en el aeropuerto de Ciudad de Panamá, a pocos minutos de abordar el avión del regreso a Venezuela. Avanzamos junto con los demás pasajeros por el pasillo rumbo a la taquilla de control. Cuando estábamos por llegar comencé a toser, a carraspear, a bajar la cabeza, a intentar ocultar el rostro. Un oficial vestido de militar se acercó a mí, me preguntó qué me ocurría. Le dije que nada, y le señalé a Santiago. "Estamos juntos. No hay problema", le dije. El oficial insistió: "¿Se siente bien?". Santiago volteó y regresó cuando ya había pasado por el detector de metales. "Estoy bien. Santiago, puedes seguir. Camina, ya te alcanzo". Hubo un cruce de señas entre los funcionarios. "Indíqueme cuál es su equipaje, por favor", me dijeron. "Usted también, tenga la bondad", le dijeron a Santiago. Nos apartaron de la fila de personas, tomaron nuestros bolsos.El mío soportó la revisión. Pero en el fondo del de Santiago apareció, sorpresiva y monstruosa, la evidencia. Era un pequeño paquete. Estaba meticulosamente envuelto en papel de aluminio, y debido a esa meticulosidad resultaba lo bastante llamativo como para que los agentes se fijaran en él. No sé si era de buena o mala calidad aquel polvo, pero para efectos de la ley daba lo mismo, por lo cual fuimos detenidos y esposados a pesar de los gritos de Santiago, que juraba no saber de dónde diablos había salido aquel envoltorio.


Capítulo 11



Después de mucho explicar y jurar por Dios y por esta cruz –hacía una cruz con los dedos y la besaba– Santiago tuvo al fin que quedarse callado, ante la sólida evidencia: un narcotraficante es basura en cualquier parte del mundo, y nosotros lo éramos. Cuatro noches estuvimos en manos de las autoridades de extranjería. Pudimos salir en ese corto tiempo debido a la intervención de Leonardo Espada y de un personaje de esos que llegan para quedarse, de esos que uno no puede olvidar: Francisco Lameda, el señor cónsul de Venezuela en la capital de Panamá. Este venezolano adoraba el boxeo, a los buenos boxeadores venezolanos, y por lo tanto tenía sus razones para admirar a Santiago.
Nuestro caso no era tan grave, según nos explicaron después. Sucede que no entrábamos en la categoría de distribuidores de drogas porque la porción que nos encontraron no llegaba a 200 gramos, peso considerado el límite para fichar a alguien como traficante. La porción fue registrada en nuestro expediente como "cargamento para consumo personal", pero de todas formas nos habíamos convertido en los muchachos malos de la cuadra de Espada. La justicia, muy benévola por cierto, nos concedió la ciudad por cárcel y exigió el pago de una fianza. Espada se encargó de hacer ese pago.
La noticia se propagó por toda la capital panameña y también por Venezuela, adonde sí llegó esta vez el nombre correcto del hombre-noticia. Santiago Leiva en problemas de drogas. Quién iba a pensarlo. De mí no se dijo nada, o quizá se dijo muy poco. Se entiende. Que un tipo acostumbrado a hacer maldades las haga una vez más no es material bueno para hacer ningún escándalo periodístico.
En el hotel Bombay, adonde regresamos de la mano de Espada, el sistema de relaciones también se nos derrumbó de una manera brutal. Apenas llegamos la gente se alejó de nosotros como de un par de leprosos, como cuando alguien enciende la luz y los insectos huyen por todos lados. Nadie quiso saludarnos, mucho menos entablar una conversación o permitir que reanudáramos nuestro negocio de compra-venta de comida. Ni siquiera por dinero quisieron recibirnos las putas. Una vez vi a Santiago hacer guardia toda la noche esperando a Magnolia, y cuando ésta llegó, casi a las seis de la mañana, le pidió que no se le acercara. "¿Por qué?", se desesperó Santiago. "Por nada. Hueles mal. No quiero que te acerques", le dijo ella, y le cerró una puerta eterna en las narices.
En uno de aquellos encierros obligatorios conversamos con detenimiento sobre nuestra difícil posición. Tal como ocurría siempre que Santiago necesitaba explicaciones, las que yo le daba, sin ser de muy buena factura, eran las únicas que tenía disponibles y esto lo obligaba a tragárselas sin oponerles muchas observaciones. Lo atormenté con una hipótesis: ¿no parecía lógico que Espada se estuviera vengando de nosotros –o de él, para ser exactos– por haberle partido por la mitad a un pupilo que estaba a medio paso de un campeonato mundial? "Pero me tiene a mí. Ahora sabe que puedo ser campeón, y a él le conviene que lo sea, por aquello de recuperar su dinero", ripostó Santiago, incrédulo. "No seas pendejo", lo atajé. "Un empresario es un empresario, pero siempre está el corazoncito. ¿De dónde es el corazón de Espada? Pues de Panamá. ¿Qué interés puede tener en llevar al campeonato mundial a un venezolano? Creo que está muy claro: te necesitaba para darle un poco de ejercicio y abultarle el récord a Hidalgo. Tú llegaste, te tomaste a pecho un papel que no te correspondía y retiraste a Hidalgo del boxeo. ¿Todavía piensas que Espada te aprecia y te tiene cariño?".
Santiago se inquietó, dio vueltas por la habitación, comenzó a resoplar.
–Gerardo, tú me convenciste para que dejáramos a Cardona. ¿Ahora me vas a decir que hicimos mal?
–Espada nos engañó, nos jodió. Me di cuenta de lo que planeaba cuando vi con quién te puso a pelear en tu primera pelea. Y cuando me reclamó por haber dado un récord falso para protegerte. Nos estafó, nos metió esa droga en el equipaje. Ahora nos tiene en sus manos. Más nunca nos va a conseguir una pelea.
Santiago se aprisionaba la cabeza con las dos manos. Sudaba como una regadera. Murmuraba frases extrañas. Valiente pelea la que estaba librando ahora. El peor contrincante viene en estuche invisible.


Pasaron diez días y Santiago se presentó de nuevo en el gimnasio. En general la actitud de los compañeros de prácticas era menos dura hacia nosotros. Hubo un par de saludos. Alguien cedió su turno en la pera o en el saco para que Santiago golpeara. Una voz dijo desde el fondo: "Qué clase de mano le clavó el negro al Hormiguita". Cero celebraciones, cero fuegos artificiales para Santiago, pero el trato era más que soportable. Al menos convivían con nosotros como con dos tipos más y no como a los gusanos corruptos a quienes no es bueno tener cerca. Buenos sujetos, los boxeadores panameños. El gimnasio se convirtió en el mejor oasis.
Pero la situación no era nada buena. Transcurrieron unos días, un par de semanas, y todavía no se producía el anuncio de la próxima pelea de Santiago. En vista de que Espada no daba señales de vida y Santiago me pedía que hiciera algo al respecto, intenté ponerme en contacto con él, pero fue imposible. Lo mismo me daba. Estaba demasiado ocupado en darle forma al cierre de feria que necesitaban mis planes –¿recuerdas, Carlos?–, mis viejos planes de redención. Afortunadamente las herramientas para acabar de esculpirlo llegaron solas, sin mucho esfuerzo.
El primero de julio de 1982 Espada apareció de imprevisto en el hotel, subió hasta nuestra habitación y nos habló con franqueza.
–Vengo a informarles que estamos clavados. Nadie quiere firmar peleas con el señor aquí presente. Y no es un halago, no es porque seas un boxeador peligroso y potente, sino porque ustedes dos han jugado muy sucio desde que llegaron aquí.
Tomó aire, se apoyó de espaldas a la puerta de entrada y prosiguió con un tono calmado que, lejos de tranquilizar, helaba los nervios, por lo menos los de Santiago.
–Yo he hecho lo que ha estado en mis manos, y mucho más, para que alguien nos dé un combate, aunque sea en peso Ligero, en Welter Júnior, contra quien sea, para mantenernos activos. Pero aquí en Panamá no te quieren. Has levantado una fama perra, mi socio. He tratado de conseguir algo en el exterior, pero tienes prohibida la salida del país, y los boxeadores aquí están molestos por ese esfuerzo que he hecho para traerte peleadores de afuera. Dicen que lo hago para favorecer a otro extranjero, que eres tú, mientras algunos de los míos deben esperar un mes y más para pelear con gente de otros países. Estamos clavados. Crucificados. Enterrados en vida.
Nueva pausa, un carraspeo fuerte y cierre violento del discurso, con sus conclusiones.
–En consecuencia, camaradas venezolanos, me voy a ver obligado a suspender por un tiempo este contrato. Significa que no es conveniente que los vean cerca del gimnasio, al menos en estos días que siguen. Ya he pagado la cuenta del restaurant, un poco alta, por cierto, pero no me deben nada. El amigo Lameda, cónsul de su país, me ha pedido que los lleve a su oficina. El puede resolverles el problema del alojamiento y también la asistencia legal mientras están en Panamá. Cuando salgan de eso, búsquenme. Tú eres joven, Santiago. Puedes darte el lujo de descansar un tiempo mientras acaba de llover. Recojan sus maletas. Los espero para llevarlos al consulado.
Hizo el gesto de abrir la puerta, pero el gesto quedó a medio camino. El carajazo de Santiago en la cabeza de Espada no se escuchó afuera porque sus propios gritos ahogaron el sonido. Pero lo mismo no ocurrió con el segundo golpe, ni con el tercero, ni con los demás. Cuando Espada cayó en el piso decidí incorporarme a la paliza aportando unos pesados puntapiés que encontraron blanco en plena cara del empresario. Cuando más gusto le estaba cogiendo al ejercicio los vigilantes entraron en la habitación y se acabó la fiesta, esa fiesta. La mejor estaba por venir.


Creo que se llamaba cárcel Federal, o cárcel Centenaria, o cárcel Nacional, qué demonios importa eso ahora. Espada sufrió traumatismos múltiples, una dislocación severa de no sé cuántas docenas de vértebras a la altura del cuello y parece que quedó postrado en una silla de ruedas, o en una cama neumática, o en un tambor de feria. El papel legal y los periódicos hablaban de agavillamiento, lesiones graves, asalto con ventaja y alevosía. Nos tocaba un año y tres meses de prisión, y tres meses más por haber roto las condiciones de la libertad bajo fianza.
Quizá fue algo distinto lo que se escribió y lo que se dijo, pero pocas cosas pequeñas de las muchas que ocurrieron importan a partir de ahora. Cierto: casi nada puede aportarle una memoria minuciosa a la parte final de este relato, así que perdámonos la abundancia de detalles que ocuparon mi vida –ah, y también la de Santiago– mientras estuvimos en aquel laberinto de jaulas que olía a animal como todas las cárceles, pero que además se permitía una crueldad extra en medio de su esencia cruel. Desde el techo altísimo, por las rendijas y las grietas entrecruzadas de rejas y cabillas, se dejaba colar la brisa del mar. Así era de inhumano aquel encierro. Alguien se había encargado de dejar entrar el sonido de la libertad para martirizar a los internos.
El cónsul, movido por su admiración y quizá también por las obligaciones propias de su cargo, fue a visitarnos, dijo haber hecho lo posible por sacarnos de allí, pero nuestra inclinación hacia el crimen pesaba demasiado en los tribunales. Además los delitos que cargábamos encima habían sido cometidos en territorio panameño y no podíamos ni soñar con una repatriación. En vista de ello, el cónsul nos recomendó tener paciencia, dio media vuelta y se fue, no sin antes prometernos que se ocuparía de nuestro caso cada día, hasta vernos libres y a salvo. Una semana más tarde comprobé lo que ya sospechaba: aquellas habladurías eran sólo eso y, de pronto, Santiago y su asqueroso hermano Gerardo estaban solos y extranjeros en la soledad de una cárcel putrefacta. Lo ideal hubiera sido que sólo le tocara a él, pero esta situación de ahora también estaba prevista. Y sí: fui feliz. Fui feliz porque no sólo estaba por concretar mis anhelos, sino porque me había tocado ser testigo de sus efectos.
Santiago estuvo las primeras semanas muy callado, en casi absoluto silencio, apartado de todos nuestros colegas convictos. Murmuraba una frase a veces, luchaba un rato contra la lengua, que cada vez se le enredaba más al hablar, y al final optaba por callarse de nuevo. En esos días se acostumbró a caminar con la cabeza inclinada, mirando hacia abajo. Al cuarto mes de reclusión le entró una fogosidad formidable, se pasaba el día entrenando, haciendo sombra, lanzando ganchos cortos y uppers contra un rival invisible. Creo que se emocionaba más cuando los reclusos armaban el gran alboroto al verlo realizar aquellos movimientos. Supongo que se sentía bañado en otras glorias, que regresaba a los cuadriláteros de afuera, cuando aquel público llenaba el recinto con sus alaridos formidables. Hasta que al fin, cuando ya no tenía dudas sobre el alcance de su idolatría, a un súbito rival se le ocurrió cortarle el camino hacia el baño. El Trueno del Litoral respondió al desafío como en su mejor momento: una derecha larga describió un arco y se estrelló contra el cráneo del retador.
Pero algo inesperado ocurrió: dos de los dedos de Santiago tronaron como hielos partidos y el ex aspirante a campeón dio un grito de dolor, por primera vez desde quién sabe cuánto tiempo. El hombre a quien acababa de golpear permanecía incólume ante él, un poco sorprendido pero entero, sin acusar de ninguna forma el castigo recibido. En dos segundos estaba sobre Santiago, golpeando y rompiendo piel como un carnicero, sin obtener resistencia. Hasta que cometió el error de sujetar a Santiago por la barbilla. Entonces fue él quien comenzó a aullar de dolor, porque Santiago obedeció a un impulso primario y le cercenó el meñique con un mordisco sin ley ni control. Alguien intentó separarlos y entonces vino el caos, el motín, la explosión de las rivalidades. Hubo un muerto en el lance, varios hombres salieron heridos rumbo a la enfermería y a los hospitales. Y los responsables, a la celda de castigo: un antiguo pozo séptico ya clausurado donde arrojaban a los sujetos incurables, como el Santiago. Un túnel sin sonidos, ni luz, ni final. Un cuarto para enloquecer de frío, de soledad y de miedo.


Santiago salió de allí 40 días más tarde, vuelto un esqueleto. La nueva manía adquirida era un poco distinta a las anteriores: ahora permanecía circulando de un lado a otro, con los brazos cruzados sobre el pecho. Ya nunca más lanzó golpes, ya nunca más se creyó campeón. Cada cierto tiempo lanzaba un grito sin dirección ni sentido y se quedaba en silencio cuando la población del penal lo mandaba a callar con sus largos silbidos y expresiones de burla. Poco después se repitió la escena de la provocación y el llamado al combate, otra vez los dientes de Santiago funcionaron como armas terribles y las autoridades volvieron a encerrarlo en el túnel. Un mes más estuvo en aquel sitio que yo no conocí nunca, pero del cual los otros presos hablaban con demasiado respeto como para no imaginárselo.
En los primeros días de diciembre de 1983 se presentó de nuevo el cónsul Lameda, con noticias: dado que nos faltaban pocos días para cumplir la pena, y en vista de que era diciembre y ese era un mes de reconciliaciones y de gracias, el tribunal nos adelantó el beneficio de la libertad, con la condición de que abandonáramos el país en los próximos tres días. El cónsul lo arregló todo para que así fuera, se dio el gusto de abrazar a su antiguo ídolo Santiago Leiva, tuvo ocasión de condolerse hasta las lágrimas por su estado general y nos ubicó en un hotel cercano al consulado. Pocos días más tarde me llamó a su oficina para entregarme los boletos de regreso para Caracas, y me aseguró que ya tenía listos los contactos en el país para internar a Santiago en un lugar donde pudieran atenderlo. Al buen cónsul aún no le habían llegado noticias sobre mí, de modo que puso en mis manos las riendas de nuestras vidas, y hasta me trató con alguna amabilidad. Le di las gracias, prometí regresar un día antes del vuelo para despedirnos, y me fui al hotel a buscar a Santiago.
Quise ver su actitud en las calles, calibrar su reencuentro con la ciudad, y pude darme cuenta de que su deterioro avanzaba a una velocidad insospechada. Una vez en la calle dejé que caminara solo adelante, y lo observé. Miró unas vitrinas, se detuvo a conversar en voz baja con unos maniquíes, quedó estático frente a unos televisores que transmitían dibujos animados. Mirando aquellos televisores se fue doblando poco a poco, hasta que no pudo conservar el equilibrio, y cayó sentado en la acera. Corrí a levantarlo; al verme, me saludó con unos balbuceos sin sentido y me apretó la mano, como si tuviera mucho tiempo sin saber de mí.
Seguimos adelante, cruzamos una avenida con la luz del semáforo en rojo. Un carro tocó la corneta para apurarnos y Santiago se fue de bruces en mitad de la calle. Sentí un sabor de golosinas en la lengua. Sin pensarlo, sin preparar ni planificar nada, me fui con él hasta el terminal de autobuses. Yo no conocía Panamá, por supuesto, así que escogí el primer nombre de pueblo o ciudad que vi en los letreros. En pocos minutos viajábamos por una carretera rumbo a la provincia de Los Santos; en el último terminal abordamos otro autobús y fuimos a caer en Guararé, el pueblo de Roberto Durán. Me pareció un escenario propicio para un final, y el hallazgo me hizo recobrar el entusiasmo perdido en la cárcel.
Al avanzar la noche llegamos al pueblo. Nada que decir sobre la música, sobre los colores de la navidad, ni sobre las nieves artificiales o las luces de colores. Sólo me importaba que estábamos en un pueblo remoto, y por sus aceras nos echamos a caminar. Santiago, desconcertado quizá por tanto aire libre, tornó a distraerse con los objetos y sucesos más insignificantes como la inmovilidad de una luz roja, y con sucesos más complicados como unas faldas cortas, ante las cuales no dudaba en soltar su risita boba. Lo hice caminar un rato por varias calles en busca de un sitio lo bastante solitario para fabricarle un epílogo adecuado a todo aquello. ¿Cómo lo haría? ¿Quizá con una piedra directa en medio de la cabeza? ¿Tal vez un empujón al pasar un camión? ¿Una zancadilla al llegar a algún precipicio o a una azotea lo bastante alta? La experiencia misma daría las instrucciones.
En un momento del recorrido, ya de noche, pasamos frente a un circo que comenzaban a levantar. Nuevo embeleso de Santiago con la carpa, con las luces. Sin quererlo, porque no era la idea, no era una buena idea, nos mezclamos con los curiosos y la gente que trabajaba. Allí estaban los elefantes; más allá unos equilibristas que ensayaban, los enanos, varios obreros y algunos niños del pueblo que enloquecían mirando a los animales. Santiago se vio especialmente atraído por el tigre, un tigre de Bengala. Junto a su jaula se quedó extasiado, ausente. Entonces, por última vez, surgió desde el fondo mi sabia voz oscura, la que me brotaba de adentro: tal vez no era necesario acudir a ninguna violencia, tal vez bastaba con simularla. Entonces retrocedí unos pasos. Caminé rápido en sentido contrario por la misma calle que nos había llevado hasta el circo. A mitad de la cuadra volteé para ver por última vez al famoso Trueno del Litoral; allí estaba, dormido en su triste vigilia junto a la jaula del tigre. Tenía los ojos apagados, la boca abierta.
El tigre espantó unas moscas con un movimiento de sus orejas. A Santiago ya no había mosca sobre la tierra que lo hiciera reaccionar. Regresé, solo y sin deudas por cobrar, a Ciudad de Panamá.


Un día antes del señalado para emprender el viaje de regreso a Caracas me comuniqué con la línea aérea y pregunté si había cupo para viajar antes del día previsto; no quería tropezarme con el cónsul ni en el aeropuerto ni en ninguna otra parte. Creo que fue el día 15 de diciembre cuando abordé el avión y regresé a Venezuela. Cuando llegué al aeropuerto estaban esperándome un puñado de periodistas y agentes policiales. Antes que pudiera hacer nada me abordaron, los policías en primer lugar, y me llevaron detenido. Comenzaron a golpearme, a preguntarme por el paradero de Santiago. El cónsul, al recibir informes más exactos sobre mí, le había avisado a las autoridades en Venezuela que yo estaba en camino y que tenía mucho que explicar. No me quedó más remedio que improvisar una historia. Una historia que habría de arrojarme de nuevo a la oscuridad, pero historia útil al fin, porque iba a servir para que mi rabia de tantos años, mis voces negras y mi maldito y ya casi terminado plan me dejaran descansar en paz.
–Sí, lo maté. El sufría mucho por su locura, el cónsul es testigo. Tuve que matarlo. Me subí con él en un bote alquilado, me adentré en el océano y cuando vi los primeros tiburones lo empujé para que cayera al mar. Lo confieso, me arrepiento, vengo a cumplir con la justicia de mi país. He matado, he manchado mis manos, perdón, mi única mano, con la sangre de mi querido Santiago, etc.
Hubo una conmoción de gritos de asco y de pavor, unos gritos que aparecieron reseñados en letras rojas en los periódicos, donde ensalzaron las virtudes de Santiago y arremetieron contra mí hasta ubicarme a niveles de pozo séptico. Creo que a un periodista le ratifiqué lo del ahogamiento y a otro le dije algo de una cuchillada en la espalda, pero no repararon en eso. ¿A quién podía importarle? A la hora de una confesión las precisiones están de más. De cabeza y sin fórmula de juicio fui a parar al retén de Catia, mi viejo lugar de esparcimiento. Ya me las arreglaría para salir de allí, con vida o en una urna. O para sobrevivir mientras caía la lluvia. Eso era lo de menos. Mi viejo orgullo de luminaria truncada, muerto y sepultado varios años atrás, por fin respiraba tranquilo.



Capítulo 12



Estuve recluido en Los Flores de Catia, y luego me trasladaron a El Rodeo. En total estuve encerrado casi 14 años. Más el año y medio de Panamá, más los cuatro años de mi juventud, a ver, a ver... Creo que he pasado en prisión algo así como casi la mitad de mi vida. Dirás que soy bastante soberbio –no insultes, Carlos, no insultes– pero esas cuentas puedo sacarlas sin dolor, porque la libertad llegó a molestarme en la piel mientras tu hermano saboreaba los laureles y se gozaba aquel absurdo cuento de príncipes tan parecido a la fama. En la cárcel me sentía libre; humillado y rebajado como hombre para poder sobrevivir, pero al fin libre y hasta un poco contento. Y no sólo por las razones morales que ya te imaginas, sino también porque prosperé allí adentro por medios más o menos limpios: la venta de cigarrillos y fósforos. Qué te parece. Gerardo Leiva, hombre de negocios.
En la cárcel adquirí ese inesperado estatus. En la cárcel me enteré del desfile de idiotas en que se había convertido definitivamente el boxeo venezolano y mundial. En la cárcel me enteré de la muerte de Micaela, ocurrida en 1989. La vieja sólo había ido a visitarme una vez, pero no para darme a probar sus pavorosos almuerzos, como antes, sino para desahogarse de cuerpo presente con un concierto de maldiciones y bofetadas. En la cárcel llegué a olvidar que tú existías, Carlos Leiva, pero una tarde cualquiera te recordé y, casi sin darme cuenta, comencé a escribirte esta carta con cuantos papeles y restos de lápices me cayeron en la mano. En la cárcel estuve pensando muy seguido en Santiago, pero ya no con amargura sino como un ejercicio de deducción o de fantasía sin salida: ¿hasta dónde había ido a parar? ¿Cuánto había caminado o rodado antes de llegar a su destino, si es que acaso había llegado a alguno? No había respuestas ni quería encontrarlas. Sólo me entretenía al repasar las posibilidades.
De pronto, un día de julio de 1997, recibí una notificación de la dirección. Me avisaban que tenía una visita y me invitaron a recibirla en el área administrativa del penal. Un temblor caído de lejos me obligaba a caminar muy despacio. Avancé por los pasillos sin atreverme siquiera a hacerme las preguntas más naturales, más obvias, hasta que al fin llegué a la oficina del director de la cárcel. Allí estaba sentado, esperándome, el visitante. Era el viejo cónsul de Venezuela en Panamá, aquel Francisco Lameda de mis tormentos. A su lado estaba el señor director de El Rodeo.
Cuando estuve sentado frente a Lameda, éste le dijo al funcionario: "Con permiso", cogió impulso y me disparó un repentino golpe que me rompió la boca. No estaba mal, para un viejo estúpido como él. "Usted es un hombre muy valiente", le dije. "¿Quiere que le responda con la derecha o con la izquierda?". Me mandó a callar, respiró hondo, se acomodó el saco y comenzó a echarme a la cara todo lo que llevaba entre el pecho y la espalda.
–La mitad de lo que voy a decirte no te importa. Es posible que todo esto te sepa a santa mierda, pero de todas formas voy a contártelo. Apenas me di cuenta de mi error al darte aquellos boletos comencé a buscarlos, a ti y a tu hermano, en todos los lugares posibles. No me sirvió de nada la búsqueda, porque cuando ubiqué un rastro tuyo ya estabas montado en el avión rumbo a Caracas; torpe de mí, no mandé a anular los boletos. Supe cuántas cosas hiciste en el pasado para acabar con Santiago, por tu cobardía y por tu envidia, y supe de la declaración que hiciste al llegar aquí. Pero no me quedé tranquilo; sé que eres un asesino, un hijo de mala zorra, pero no tienes talento para deshacerte de alguien con la limpieza y la perfección que simulaste delante de la policía, y comencé a indagar, a averiguar por medio de mis muchos contactos en Panamá. Al poco tiempo tuve que dejar mi cargo de cónsul, pero allá me quedé, insistí en la búsqueda de Santiago y heme aquí, victorioso. He tenido éxito. Con más de diez años de retraso, pero he tenido éxito. Mis agentes han encontrado a Santiago caminando sin rumbo al borde de una carretera, pero ahora está a buen resguardo, y con vida. Oyelo bien: está con vida, y protegido por mí.
Hizo una pausa para mirarme de cerca el rostro, para descubrir en el movimiento o el color de mis arrugas alguna reacción que lo alentara. Pobre tipo. Un rostro como el mío, colmado de soledad y de la más terrible victoria, no podía alterarse así de fácil. Las candelas capaces de herirme no están en los labios de otro hombre, sino dentro de mí mismo. Se dio cuenta de esto, tal vez se desanimó un poco, pero continuó con su narración.
–Lo he traído a Caracas, se lo he presentado a varios viejos aficionados al boxeo para darles la gran noticia de la resurrección, pero nadie me ha hecho el menor caso. Cuando menciono al glorioso Trueno del Litoral asienten con la cabeza y se echan a bostezar: el apodo no les sugiere nada, lo mismo que el nombre real. En un solo sitio encontré a alguien que tenía una vaga idea de quién era el hombre del cual le estaba hablando. Cristóbal Guerra, veterano periodista, aseguró que había visto un par de peleas suyas, pero enseguida guardó silencio. Al rato me dijo: "Doctor, pero ¿usted está seguro de que el hombre que acabó con la carrera de Hormiguita Hidalgo no fue Alfredo Paiva, El Novillo Negro? Le expliqué toda aquella confusión con los nombres, le resumí cuanto me fue posible el relato del enredo de papeles. Por último, al notar que mi discurso le interesaba muy poco, le juré por mi honor que El Trueno no sólo había sido el verdugo de Hormiguita, sino que pudo haber sido campeón mundial. Tal vez ese fue mi error, dejarme ganar por la pasión al narrar un capítulo tan insignificante y oscuro de la historia del boxeo. El periodista me dio la razón, supongo que por cortesía, y me aseguró que iba a escribir unas líneas al respecto. No lo hizo nunca. Ni Santiago ni el boxeo son noticias ya en este tiempo, a nadie le ha importado ni siquiera la circunstancia terrible de que al Trueno lo dieron alguna vez por muerto, por asesinado. Y ahora para colmo no hay campeones, ni gente interesada en los héroes de ahora, mucho menos en los de antes. Ahora hay caricaturas de peleadores; el hombre-show del momento ha botado su carrera a la basura por morderle una oreja a su rival, en un combate por el título mundial Pesado. Se acabaron los ídolos. Ahora queda un montón de burros sin ángel ni personalidad.
¿Fueron visiones mías o aquel hombre se secó una lágrima? No estoy seguro, no me interesa en realidad. De repente cambió su voz por una de panteón y me puso un dedo muy cerca de la cara.
–Quiero hacerte saber tres cosas sobre lo que es y será de tu vida. Una: he asumido el papel de abogado defensor en tu caso. Dos: en el ejercicio de esas funciones vengo a informarte que estás libre, porque el homicidio por el cual pagas condena es falso, como ya lo sabemos, aunque tu crimen ha sido peor que un asesinato. Tres: irás a la calle, se acabó tu privilegio como vendedor de cigarros a precios asquerosos. Y, sobre todo, se acabó tu tranquilidad, porque...
Se detuvo para hacerle una señal al director de la prisión. Esperó a que éste saliera de la oficina, y continuó.
–Debería dejar que te mueras o que te maten en este lugar, pero quiero darme el gusto de matarte yo mismo, y quiero que sea de muerte dolorosa. Desde mañana, cuando salgas en libertad, voy a tener mil ojos vigilándote. No irás a ningún sitio a contar nada sobre ti o sobre Santiago, porque voy a cazarte como a un perro, vas a morir aplastado cuando menos te imagines. No implores que te dejen encerrado, ni sueñes con la salida del suicidio. No: vas a mendigar por la ciudad y a vivir sin techo, porque tu vieja casa ya no existe, la gente del barrio la ha quemado. Y si existiera, de todas formas no podrías acercarte a ella, porque los nuevos dueños del barrio te destrozarían como a la plaga que ya saben que eres. Así que camina, camina mucho y con cuidado por esas calles. Mira siempre hacia los lados, voltea, dale un vistazo a tu sombra: yo voy a estar ahí, siempre ahí, esperando que te descuides para mandarte a compartir un agujero con los gusanos. Esto es una amenaza. Es una promesa. Y yo cumplo lo que prometo.


Al coño con estos sujetos que se creen más inteligentes y más endemoniados que el demonio. ¿Sabes qué hice apenas vi la luz del día de mi libertad? Pues exactamente lo que el cónsul me había advertido que no hiciera: me fui a Catia La Mar. Subí, escalón por escalón, los derruidos callejones del barrio, que por cierto ha cambiado mucho. Tras equivocarme y corregir el rumbo por unas escaleras desconocidas y unos callejones que parecían salidos de un volcán, llegué por fin al rancho de Micaela. Allí estaba, entero, sin señales de haber sido quemado como no fuera por el sol. En cuanto a la gente del lugar y su actitud, me miraban como se mira en esos arrabales a los extraños: de reojo, prestos a detectar una expresión de miedo o de rabia para caerle encima y liquidarlo. Pero nada pasó. En la cárcel he aprendido a no dejarme afectar por provocaciones de ningún tipo.
¿Quién estaba en casa de Micaela? Ni más ni menos, la Mojondemomia, un par de negros altos que deben ser sus hijitos lombricientos, ahora convertidos en adultos. Y en el fondo, rodeado de gallinas, sol, tierra y lagartijas, el espectro o desecho ambulante de Santiago Leiva. Escuché el largo susurro que emitía; creo que cantaba o intentaba cantar algo. En algún momento se levantó y trató de caminar, pero al dar el primer paso lo estremeció una tembladera y volvió a sentarse entre la tierra y las gallinas. No me atreví a llegar hasta la casa, sólo me quedé observándolo desde una parte alta, oculto, durante una media hora. Hasta que el sol redescubierto me obligó a moverme de mi sitio, y una risotada que podía delatarme me provocó un dolor punzante en el pecho.
Así que allí puedes ir a verlo, querido Carlos, hermano. ¿Te atreverás a visitarlo en ese cerro que siempre odiaste? No estoy seguro de ello, pero de todas formas si lo haces necesitarás mi recomendación, mis instrucciones. Creo que puedes hablarle con confianza, aunque es posible que no te reconozca. Es posible que reaccione ante ti con cariño o que intente fulminarte, pero no con aquellos golpes mortíferos que ya no se atreve a utilizar, sino con ráfagas de maldiciones y juramentos que no deben dolerte, que no deben doblegarte, porque no podrás comprenderlos. También es posible que te obsequie alguno de sus largos y enrevesados estribillos en forma de canción sin idioma: lobo envejecido, sirena en quiebra o ave nocturna, su mayor aspiración ante los hombres consiste en ser escuchado y en ser comprendido.Obsérvalo con atención pero no lo compadezcas, ignora su cantar porque no es de este mundo; no escuches su canción desesperada, ni llores su destino. Pero por una vez en la vida hazle honor y justicia. Apláudelo larga, tierna, calurosamente, hasta hacerle recordar y sentir en la piel a las multitudes que lo adoraron; celebra con él y dale mil felicitaciones, pues finalmente ha cumplido su más alta penitencia: pagarle una vieja deuda a quien sí pudo haber sido –aún lo creo– el más poderoso de los truenos.